VALENCIA. El acontecimiento de la semana ha sido, sin ninguna duda, la detención exprés del exvicepresidente del Gobierno, Rodrigo Rato. Una detención de duración escasa, pero pródiga en momentos de gran poder icónico, como la entrada de Rato en el coche policial, ayudado por un policía que le empujó la cabeza hacia abajo para que no se golpease con el techo. Acción por demás innecesaria, dado que Rato no iba esposado.
Innecesaria... si asumimos que la detención tenía otro propósito que la escenificación ante las cámaras de que Rodrigo Rato, uno de los individuos más poderosos de España hace no tanto tiempo, estaba siendo detenido. En efecto, la operación policial tenía también aspecto de operación propagandística, dada la importancia del despliegue mediático en torno a la misma (aún mayor que el policial) y la presencia de las cámaras a lo largo de todo el proceso, incluyendo acciones como ver a los policías llamando a la puerta del domicilio de Rato. El asunto tenía un cierto sabor a reality show, como si dentro de la vivienda estuviese Rato fumando y discutiendo con sus compañeros de casa sobre los turnos para fregar los platos, o cocinando un sabroso león con gamba.
Tan evidente ha sido la orquestación mediática de la detención de Rato y el registro de su domicilio y despacho profesional que muchos han visto en ello una campaña propiciada desde el Gobierno, que estaría utilizando todo este asunto con un propósito en última instancia electoral. Y, sin duda, es factible que detrás de la detención de Rato (y, sobre todo, de su escenificación) haya un objetivo político por parte del Gobierno. Ahora bien, de ahí a que en efecto la detención resulte beneficiosa electoralmente dista un trecho enorme. Es absurdo, por todo lo que representa Rato, lo que ha sido, y lo que aún es, en el PP, pretender que el público no va a ligar sus acciones, pasadas y presentes, con el devenir de su partido político. La población no va a premiar a un Gobierno que persigue a sus antiguos acólitos (años después de que ya hubiera indicios más que suficientes al respecto de las acciones de Rodrigo Rato), como si no tuviera nada que ver con ellos, merced a un desmarque de último momento.
ÍDOLO CAÍDO POR FASES
La caída de Rodrigo Rato es la última de una larga serie de tropiezos y descensos desde un pedestal muy, muy alto. El primero de todos ellos fue la decisión de José María Aznar, en 2003, de nombrar a Mariano Rajoy su sucesor. Rato era el otro gran candidato (el tercero en discordia, Jaime Mayor Oreja, quedó descartado tras llegar tarde a una votación crucial en el Parlamento vasco), y como tal había intentado desarrollar un perfil propio, alternativo a la dureza berroqueña del aznarismo, sobre todo en lo que se refería a la guerra de Irak de 2003 y la infausta participación española en la misma. Aznar, rencoroso como sólo él sabe serlo, jamás se lo perdonó.
Sin embargo, el destino alternativo que se buscó Rato en 2004, director gerente del FMI (con rango de jefe de Estado), sin duda compensó este primer resbalón. Rato estuvo unos años al frente del FMI (que dejó en unas circunstancias un tanto misteriosas) y finalmente volvió a España. En aquel momento se estaba viviendo el tormentoso proceso de sustitución de Miguel Blesa al frente de Cajamadrid. Blesa, amigo de Aznar (razón por la cual estaba al frente de la caja de ahorros, pues así son las cosas en el mundo de la meritocracia tamizada por un criterio de oportunidad política), era odiado por la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, que quería sustituirlo por un profesional independiente de trayectoria intachable: Ignacio González, entonces vicepresidente de la misma comunidad autónoma.
En esa batalla terció Mariano Rajoy para colocar a su candidato (como ocurre a menudo, el candidato de Rajoy no era tanto de él, como contrario a los candidatos de los demás): su antiguo compañero en la cúpula del gobierno de Aznar, Rodrigo Rato. Hubo comentarios en la prensa a propósito del disgusto que tenía Rodrigo Rato por tener que verse inmerso en una batalla política plena de navajeos, él, con el inmenso prestigio que atesoraba entonces.
Sin embargo, a la hora de la verdad ello no fue óbice para aceptar la dirección de Cajamadrid. El resto es historia reciente, también muy conocida, y resume la fase final de la caída de Rato, que se asemeja bastante a despeñarse por un barranco: fusión con Bancaja, intervención de Bankia, imputación de Rato por el timo a accionistas y preferentistas de Bankia, escándalo de las tarjetas black (que Rato, inmune aquí a cuestiones de prestigio, utilizaría con profusión), descubrimiento de que el ex vicepresidente del Gobierno se acogió a la amnistía fiscal y, finalmente, registro de su domicilio, con todo el despliegue mediático ya comentado.
Todo ello ha acabado de hundir lo que quedaba (no mucho, a decir verdad) del mito de Rodrigo Rato como mago de las finanzas y autoproclamado máximo responsable del supuesto "milagro" económico de la época de Aznar. Un milagro sustanciado en la venta de las principales empresas públicas del país (como se acostumbra por estos lares, una serie de privatizaciones dirigidas y gestionadas por diversos amigos de los máximos dirigentes del PP, muchos de los cuales con una preparación para el puesto más que discutible, o directamente inexistente) y en la burbuja del ladrillo. Un milagro que, como el propio Rodrigo Rato, tenía los pies de barro.
Con estos antecedentes, es evidente que al Gobierno le resultará muy complicado hacer la labor de alquimia imprescindible para convertir el caso Rato en algo beneficioso para sus intereses. Pero sí que cabe decir algo a favor de Rajoy: como se ha dedicado siempre a la política, no es previsible que cuente con un capital y con intereses económicos tan diversos como Rato... o como el propio Aznar, también candidato, a juzgar por la amplitud y diversidad de sus negocios, y a la vista del nuevo celo purificador de las autoridades, a entrar en un coche con un agente de policía agachándole la cabeza.
Es el problema derivado de una determinada forma de hacer negocios, siempre a rebufo del BOE y del favor de la clase dirigente. Un problema que hasta ahora no era tal (mucha gente ha funcionado así durante décadas, con total impunidad), pero que en un ambiente tan crítico con la "Casta" como el que tenemos actualmente puede obligar, aunque sea de vez en cuando, a ofrendar algunos chivos expiatorios para calmar los ánimos.
#prayfor... Mayrén Beneyto
Esta semana Mayrén Beneyto, la eterna concejala de Cultura del ayuntamiento de Valencia, decidió despedirse del puesto (se presenta en las próximas elecciones en un puesto testimonial, el 33) a través de un escrito publicado en su cuenta de Facebook. Un escrito extraordinariamente original en el plano estilístico, a juzgar por la abundancia de faltas ortográficas y gramaticales que lo nutrían. 
Naturalmente, el asunto concitó la atención de los medios de comunicación: uno no se encuentra todos los días plasmados en un escrito, y con tanta eficacia, los motivos por los que una política cultural ha sido deficiente, o desastrosa. Puede parecer algo anecdótico, pero -como también ilustra el caso de Rodrigo Rato- hay una evidente correlación entre la capacitación de los gestores en cualquier ámbito (público o privado) y sus realizaciones. En este caso, el escrito constituye un broche de oro para una gestión cultural en la ciudad de Valencia que podríamos resumir como "modelo Las Vegas": un desierto, un erial, iluminado por algunas realizaciones desmesuradas, fuera de lugar y de pésimo gusto.