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Tribuna libre

¿Para quién se gobierna?

"Entre la antigua virtud y la actual indefinición"

Publicado: 17/12/2025 ·06:00
Actualizado: 17/12/2025 · 06:00
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¿Para quién se gobierna? La respuesta parece simple, palmaria. En una democracia plena, surge airosa y sin esfuerzo: se gobierna para el pueblo. Pero si nos detenemos unos instantes a pensarlo y miramos a nuestro alrededor, nos sobreviene una parte de la escena política con aspecto quebrantado, sobresaturado y despojado de estricta moral. Lo que en otros momentos nos pudo parecer un conjunto de axiomas incuestionables, hoy se disuelve entre intereses partidistas, diplomacias a corto plazo y codicias particulares que pretenden transformarse en “vocación de servicio”.

En este orden de cosas cabe preguntarnos si siempre ha sido así. Recordemos Grecia y Roma; con todas sus limitaciones y sin idealización pretendida, nuestros viejos ancestros erigieron modelos políticos sustentados en un principio categórico: participar en la vida pública era un deber, no una carrera. La política no se ponderaba como un quehacer profesional, sino como un compromiso moral hacia la sociedad.

En la Atenas del siglo V a. C., el ciudadano acudía a la ekklesía, no para obtener un salario, sino para ejercer su timé, su honor. El misthós de Pericles, esa pequeña prestación por asistir a la asamblea, no falseaba el sentido de lo público: solo pretendía asegurar que la política no fuera una prerrogativa de los más acaudalados. El mecanismo esencial seguía siendo el compromiso cívico.

 

Gobernar para Marco Aurelio era, ante todo, un ejercicio espiritual: el poder como servicio, no como privilegio"

 

Roma heredó este diseño y lo transformó. El cursus honorum no era concebido como una escalinata profesional, sino como un recorrido de servicio que exigía disciplina, arrojo y prestigio moral. Aunque la corrupción y la ambición siempre deambularon junto al poder, existía un ideal normativo: quien gobernaba debía ser ejemplo de virtud.

Entre esos modelos destaca Marco Aurelio (121-180 d.C), gran emperador romano y filósofo estoico. Sus Meditaciones, escritas en los márgenes de la guerra, no conforman un tratado político, pero contienen quizás las reflexiones más profundas sobre la responsabilidad del gobernante. Para él, la virtud -y no la riqueza o la fama- era el único bien auténtico. La sabiduría, la justicia, la fortaleza y la templanza trazaban el horizonte ético de su función. Gobernar era, ante todo, un ejercicio espiritual: el poder como servicio, no como privilegio.

Hoy, en lo que considero una “época postcontemporánea”, la escena es otra bien distinta. El ritmo acelerado, la hiperexposición mediática, el desgaste de los relatos comunes y la atomización de valores han erosionado la brújula moral que guiaba la acción pública. Vivimos en sociedades donde la espiritualidad se ha vuelto privada y fragmentada; la política, en cambio, parece regirse por la lógica de la imagen, de los likes, del cálculo y de la tensión permanente.

Así, la respuesta a la pregunta “¿para quién se gobierna?” fluctúa entre tres opciones poco consoladoras:

– para un pueblo al que se exhorta, pero se escucha de soslayo

– para partidos disminuidos en la capacidad de llegar a acuerdos y conformados por estructuras rígidas de intereses propios

– o para el mismísimo gobernarte, aquel que, sin pudor alguno, antepone su carrera personal por encima del bien común

Atrás quedaron los tiempos de la filosofía estoica y, en su ausencia, permanecemos los ciudadanos anhelantes de un marco ético compartido, de un código que articule responsabilidades, límites muy definidos y principios universales. Sin embargo, somos incapaces de pedirlo con la suficiente vehemencia y convicción. Los demócratas desprendemos, más que nunca, un piadoso desprecio al relativismo moral y a la polarización maniquea que impide construir consensos básicos sobre lo que significa gobernar. Abrazamos un amor fati – amor al destino- fatigado de espíritu de lucha.

Quizá por eso resulta urgente rescatar algo del espíritu de Marco Aurelio. No para volver a un pasado idealizado, sino para recuperar la convicción de que el poder exige disciplina interior. En el fragor de la batalla, el emperador se repetía así mismo memento mori (recuerda que vas morir), no como un gesto lúgubre, sino para recordarse que ese podía ser su último día, para recordar que cada día es una llamada a vivir con claridad, serenidad y sentido del deber. Si la muerte iguala a todos, nada justifica la soberbia ni el abuso. Si el tiempo es finito, solo importa lo esencial: la virtud, la justicia, el servicio.

En una política sin referentes sólidos, reivindicar la reflexión filosófica, fortalecer la educación cívica y exigir virtudes públicas no es nostalgia: es supervivencia democrática. Porque mientras no recuperemos una brújula moral compartida, la pregunta seguirá pululante, amenazadora y huérfana de respuesta: ¿para quién se gobierna?

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