Opinión

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Una universidad no es una escuela de negocios

Publicado: 21/04/2025 ·06:00
Actualizado: 21/04/2025 · 06:00
  • Vicepresidente de EEUU, JD Vance
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Una universidad no es una escuela de negocios. Ni tampoco una escuela técnica. Ni solo es un sitio donde se forman profesionales. No es una fábrica de mano de obra, ni siquiera de la más cualificada. 

Una cosa es que la universidad te dé herramientas para ejercer una profesión y otra confundirla con un simple centro de capacitación. Con algo que solo se reduzca a eso.

Y precisamente quienes mejor han entendido esto no son quienes la defienden, ni siquiera quienes en cierta manera la idealizamos, sino sus enemigos. Aquellos que quieren quitarle lo más importante. 

Esos reaccionarios, la ultraderecha, el neofascismo, la derecha iliberal… saben que una universidad es mucho más. Como recordaba Sara Hustvedt, en un artículo de hace solo unos días, el ahora vicepresidente de los Estados Unidos ya señaló en uno de sus discursos en 2021 a la universidad como enemigo. Y, como amenazaron, están dedicando sus esfuerzos a mutilarla. 

Su idea es retirar todo aquello que les estorba. Todo aquello que se escapa de una visión estrictamente utilitaria. De un utilitarismo mal entendido, al servicio exclusivamente de la producción y bajo la lógica del menosprecio –incluso, del desprecio- a todo lo que no parezca generar un rendimiento y beneficio inmediato. No solo por devoción al mercado, sino muchas veces por temor al progreso de las ideas libres, que sin aparecer en las cuentas de resultados han producido los avances más significativos de la historia.

  • Vicepresidente de EEUU, JD Vance -

Arremeten a veces de forma sutil, convirtiendo la educación en un mercado de títulos vacíos y competencia por una diferenciación que puede aparentarse a golpe de matrícula privada. Otras con ataques directos como los que está protagonizando la administración Trump contra universidades como Columbia, el MIT o Harvard, que ha sido la primera en levantar la bandera de la desobediencia. Un mensaje de resistencia para la historia.

Estorba hasta Harvard, porque los enemigos de la democracia saben bien que, además, de formar abogados, economistas o ingenieros en una universidad se forman ciudadanos. O mejor dicho, se impulsa la noción de ciudadanía y su avance a cada momento histórico. Se culmina el sistema educativo y, como en los templos, aquello que los corona, define.

Si educar solo fuera fabricar currículums en el centro de la Nau, sede histórica de la Universitat de València, no estaría la estatua de Lluis Vives. Nos limitaríamos a poner un tablero donde anunciáramos a los egresados nombrados empleado del mes o una pantalla que actualizara, en tiempo real, los beneficios generados entre todos los que un día se formaron en sus aulas. 

Pero como no es ahí donde reside el principal valor de la universidad, sino en su papel en las grandes transformaciones históricas y en el cambio de cosmovisiones que han hecho avanzar las sociedades, el claustro lo preside el humanista valenciano. 

Porque ese es el sentido más productivo del conocimiento. El de fábrica de intelectuales que, sin distinguir rama, merecen esa denominación, tal y como la define Max Aub en su aforismo: “un intelectual es aquel para quien los problemas políticos son, ante todo, problemas morales”.

  • La Nau de la Universitat de València -

 

Mujeres y hombres libres que hacen de su instrucción la capacidad de plantear alternativas, formarse juicios y encender la luz contra sistemas injustos. 

Porque aunque en la universidad no se agota la idea de conciencia crítica, ni ningún título te acerca a la altura ética o moral, para muchos ese es el lugar donde nos encontramos con autoras y autores que jamás se habrían cruzado en nuestro camino, ideas que nos retan, personas con las que se siente la identidad suficiente como para compartir anhelos y tener una conversación colectiva. 

La universidad, junto con otros espacios pero no sin ella, es el sitio y el momento donde se vive la sensación de que todo está por hacer. De que todo está por delante.

Las acampadas recientes pidiendo el respeto a los derechos humanos en Palestina no se produjeron en los campus por casualidad, como no fue casualidad su protagonismo histórico en los movimientos por los derechos civiles o en la oposición a la dictadura en nuestro país y tantos otros. Porque sí, hasta en medio de regímenes autoritarios constituyen oasis de esperanza.

Tener a centenares de miles de personas soñando con su futuro y sobre todo, con futuros comunes es intrínsecamente revolucionario. O al menos, toda revolución necesita de soñadores. Y por ende de universidad. 

Y sin sueños, sin revolución, la democracia se queda sin energía.

Por eso, tumbar la universidad es un deseo para los tahúres del desencanto. Para aquellos que promueven la falsa sentencia de que todo está perdido. Para quienes quieren confundir que esta generación haya tenido que aprender la lección de que las cosas no son siempre mejores a como lo fueron para generaciones anteriores, con que estemos condenados a que sean, irremediablemente, peores. 

Y la realidad es que serán como entre todos y todas permitamos o decidamos que sean. Esa es la realidad que no quieren que se enseñe.

Desean un sistema educativo capacitante para apretar tuercas. Sea la tuerca metáfora de lo que sea. Y así dejar la educación política como algo que se adquiere aislado. A golpe de telepredicador contemporáneo y reaccionario. 

Creen en la educación, mejor dicho en la antieducación, como una suma de manuales de instrucciones y tiktok neofascista. A eso le llaman garantía de pluralidad, control de calidad, cultura blanca o vete a saber que eufemismo o que enemigo. Lo woke, lo progre, la agenda 2030... las culturas desviadas, los enemigos del espíritu, cámbiale la etiqueta, pero rima con muera la inteligencia.

Por eso, reivindicar el papel de la universidad pública, es resistencia contra las derivas autoritarias.

Ernest Lluch decía que cuando un joven economista le interrogaba sobre qué pensar siempre le preguntaba “si le mueve, como a Keynes, ayudar a alcanzar el crecimiento económico, la justicia social y la libertad política”. Si su alumno le respondía que sí Lluch le recordaba la frase de Gunnar Myrdal instándole a ´ser rebelde pero competente´.

Se tiende a pensar que la rebeldía se daba por hecha y el profesor y exministro exigía añadirle el atributo de la competencia, pero precisamente hoy urge defender el espacio para alimentar mentes rebeldes. La rebeldía libre de la palabra y el conocimiento, contra la resignación productivista.

Después de todo alguien tan competente, tan brillante como Lluch, nunca se habría atrevido a impulsar la sanidad pública universal en nuestro país si no hubiera sido rebelde. ¿Lluch nunca habría sido Lluch si en lugar de habitar la universidad se hubiera desarrollado en una escuela de negocios? 

La democracia, lo mejor de ella, es imposible sin universidad.

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