Ya no sé cuánto tiempo llevo buscando piso. Ansiosamente. Desesperadamente. Repaso las páginas de anuncios, tiro de contactos, me fijo en los carteles de las inmobiliarias. Y con cada día que pasa constato más una realidad que se impone tozuda a mis deseos hogareños: alquilar una madriguera en València se ha convertido en una travesía infernal a no ser que dispongas de una chequera abultada (no es el caso) o estés dispuesta a pernoctar en un armario escobero que necesita una reforma desde 1967 (y una ya tiene una edad para rechazar ciertos cuchitriles). Lo bueno es que, como sucede en cada episodio de esta existencia precarizada, un par de charlas con conocidos me reafirman en que se trata de un conflicto generalizado. Que oye, pensar que en lugar de tener mala suerte es que estás inmersa en una deriva colectiva insana siempre ayuda a sentirse algo reconfortada. El acceso a una vivienda digna se está convirtiendo en una yincana urbana cada vez más compleja de superar con éxito. Ya, ya sé que no es un tema tan apasionante como los carriles bici o CATALUÑA, pero teniendo en cuenta que en unos veinte minutos nos tocan elecciones municipales, estaría bien reflexionar sobre el minuto y resultado del panorama inmobiliario de la capital del Túria. Por mero afánde supervivencia y tal.
Así, en resumen, en 2019 habitar València implica enfrentarse a esa bestia parda llamada gentrificación que va extendiéndose a marchas forzadas. Un proceso cíclico en el que el turismo masivo y la burbuja del alquiler empuja a la población a abandonar sus barrios y arrastrarse hacia esas coordenadas periféricas en las que aún es posible existir. Al menos hasta que el destino de acogida caiga en las fauces de la especulación. Tic, tac. Tic, tac. Porque ahí radica la perversidad de ese rayo inmobiliario que no cesa. Igual que la mancha de moho se va extendiendo inexorable por el último melocotón que te queda (quien haya tenido que hacer compra para uno conoce el horror del que hablo), los procesos de ‘elitización’ urbana y expulsión de los vecinos también avanzan de distrito en distrito haciendo sus calles cada vez más inhabitables. Cuando se trata de conseguir nuevas presas de cemento y asfalto nada parece suficiente.
Cuando la ciudad se transforma en un catálogo de franquicias
El centro de València ya ha caído de lleno en el arrollador torrente de la gentrificación y el turismo masivo. Urbes idénticas en su vacuidad, catálogos de franquicias alojadas en diferentes climas, latitudes y códigos postales. Sí, también estamos en ese mapa, ¡alegría, alegría! No hay que ser un observador muy avezado para percatarse de que desde hace un puñado de años, el corazón del cap i casal se está viendo reducido a un ciclón de cadenas de cafeterías y restaurantes temáticos que lo arrasa todo a su paso. Aquí una tienda de uñas de gel, allá un puesto de souvenirs horteras made in China. Identidad de cartón piedra, alma not founded. Nada mejor para el tejido social y la economía local que el turismo de sol, playa y visitas cronometradas al casco histórico (y borracheras barateras, claro).
Sí, hablo de esos visitantes fugaces que van relevándose en los pisos turísticos de El Carmen o los cruceristas que durante cuatro horas recorren en modo zombi las calles marcadas por las guías de viaje. Una pseudopaella en cualquier terraza, un imán para la nevera comprado en la plaza de la Reina, un helado y la obligatoria foto en Instagram del Palau de les Arts tras una excursión por la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Y ale, al siguiente destino vacacional. Ojo cuidado, no se trata de parapetarse contra cualquier visitante extranjero, sino de encontrar un equilibrio en el que la llegada de viajeros no implique la supeditación de los vecinos que intentan seguir adelante con su día a día. Y, así de refilón, también podríamos aprovechar para plantearnos qué tipo de viajeros queremos ser en otras latitudes, pero esa es otra historia.