El corazón de Vicente parece que lata menos de veinte veces cada minuto. No gesticula al hablar, no se arruga su rostro, no se altera su voz. Vicente te observa como quien está en misa un domingo de resaca. Pero ese corazón parece el de un hombre bueno. Su cara transmite bondad y cansancio. Un cansancio que le arruinó la vida. O se la salvó, vete tú a saber.
Vicente García Ramos tiene 54 años y un pasado en el que dio una voltereta difícil de creer. Un día, después de un brote psicótico en el que creyó escuchar a Dios tras varios días sin dormir, entendió que tenía que desprenderse de su fortuna para salvar a su mujer de la muerte. Y se puso a ello. Al día siguiente se fue a un concesionario, entró y le dijo al comercial, que casi se cae de espaldas, que le cambiaba sus dos coches de rico por uno nuevo de pobre. Vicente le ofrecía hacer un trueque: sus dos Volvo, un S60 y un S40, por un Peugeot 307. Días después fue a visitar a los inquilinos de los dos apartamentos que tenía en primera línea de la playa de Cullera y les ofreció quedárselos a cambio de hacerse cargo de la hipoteca. Y así con todo.
Vicente era hijo de los dueños de la lejía de Los Tres Ramos, un producto que se hizo muy popular en el siglo pasado y que muchos valencianos tarareaban de memoria la canción que se creó para promocionarla en la radio ("lava, lava, solo con la lejía de Los Tres Ramos / lava, lava, con ese gran producto que es un primor..."). Su padre quería que Vicente entrara a trabajar en la fábrica, pero el chaval había tomado un camino que era infinitamente más seductor que estar dentro de una nave en el extrarradio de València.