La vida de un masái me resulta de lo más interesante. Me gusta conversar con ellos y conocerles mejor para darme cuenta que no es sólo una fachada ese look tan particular que llevan ni su manera de exponerse ante la sociedad, sino que son realmente auténticos.
Aquí en Lamu convivo de alguna manera con muchos masáis. Suelen ser hombres pues son ellos los que han dejado sus poblados en el interior, a sus mujeres e hijos en busca de una vida mejor en la costa keniana. Además de verles en los mercados donde venden su artesanía, suelen ser los guardianes de las casas de la gente adinerada o con buena posición en la isla porque, dicen, que son los mejores vigilantes, los más leales y los mejor preparados… Y es que los masái se preparan para ser guerreros.
El guerrero
Me cuenta Sidonka, el masái que vigila la casa donde me alojo en la playa de Shella, que desde que nacen están rodeados por el espíritu del cazador pues en casa lo viven desde pequeños. Su infancia la pasan en los bosques, selva o montaña, dependiendo de donde hayan nacido, pero siempre en medio de la naturaleza.
La vida de un masái se divide en etapas: la infancia y la adolescencia, la guerrera (mayor y menor) y la madurez (adulto menor y mayor). Desde que nacen viven en el hogar familiar al amparo de esas familias inmensas que nunca acaban hasta que a los 13 años llega el momento de la circuncisión , solo la practican en los hombres, no en las mujeres que esperan a casarse y criar.
La circuncisión se convierte en el paso de ser niños a prepararse para ser guerreros. Esta preparación suele ser dura pero necesaria para ganarse el respeto de su comunidad.
Ahí se preparan para cazar. Y cazan los animales que luego se comen después de beber su sangre. Quien consiga matar un león se convierte es uno de los masái más respetados y mejor valorados en su comunidad aunque luego no se comen la carne del león ni la del elefante, otro de los animales mejor valorados en el ranking de la caza masái.