València

EL CALLEJERO

Amal ha afianzado su trozo de Beirut a València

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Beirut es una ciudad que muchos españoles la imaginan, sin haberla pisado, como la representación del caos y la destrucción. Beirut es también la ciudad que nos descubrió Maruja Torres, que nos contó que era un lugar con edificios picados por las balas, lleno de sacos terreros  y coches carbonizados, pero también la ciudad de la Corniche, el paseo marítimo lleno de palmeras, los cafés misteriosos y la buena gente. Beirut, en València, es también un restaurante -bueno, tres- que se ha ganado su sitio y su reputación durante tres décadas. Las mesas pequeñas llenas de platos ricos: hummus con unos granos de granada, ensaladas que llenan la boca de frescor y las virutas de cordero mezclado con mil cosas.

Al frente de esta terna gastronómica está Amal Kalout, una mujer de 67 años que no se quiere jubilar y que nos espera sentada, con cara de susto, en una esquina del comedor del Beirut de la Ciudad de las Artes. Su legado, y el de su marido, que murió hace 17 años, ya está repartido entre sus cuatro hijos. A tres de ellos les ha tocado un restaurante; al cuarto, el obrador. Estamos en el de Mirna, la pequeña de los cuatro, una joven con unos ojos claros como el cielo. “Tiene los ojos de su abuela”, aclara su madre, de ojos oscuros e intensos.

  • Foto: KIKE TABERNER

Amal piensa que la entrevista es una encerrona urdida por sus hijos ahora que ha llegado el momento de celebrar el 30 aniversario de Beirut. No le cabe en la cabeza que pueda ser interesante la vida de una mujer que viajó a València de luna de miel, con solo 19 años, y le gustó tanto la ciudad que decidió que ahí era donde quería vivir con su esposo, Sabah.

Amal explica que su nombre significa esperanza. Quizá porque era lo que sentían sus padres en el Beirut de 1958, antes de la guerra civil que lo destruyó todo y de la que no quisieron huir. Amal se hartó de ofrecerles una habitación en la plácida ciudad mediterránea en la que se había instalado y donde hundió sus raíces, pero sus padres no quisieron dejar su hogar, su patria. A ella no le importó partir en 1978, cuando todavía mantenía vivo el sueño de convertirse en modista para dejar volar su imaginación con una aguja y un dedal.

Comida a probar en la calle

Un hermano de su marido vivía en València y, en cuanto llegaron después de la boda, les encantó. “València es muy parecida al Libano y más todavía a Beirut. Y como estábamos en guerra no quisimos volver”. Sabah, que significa amanecer, trabajaba en África en una empresa que tenía plataformas petrolíferas en el mar. El cuñado de Amal tenía un restaurante de comida española en València y estuvieron un tiempo echándole una mano.

  • Foto: KIKE TABERNER

El matrimonio se quedó luego una pizzería que había en lo que se conoce popularmente como el barrio de Cánovas. Allí, en el número 39 de la calle Conde Altea, mantuvieron las pizzas al principio, pero acabaron tomando la decisión de hacer cocina de su país, el Líbano. “Yo no tenía ni idea. Yo, cuando llegué a España, no sabía ni freír un huevo”, se ríe Amal, que va sacudiéndose el miedo. Su cuñada le fue enseñando y cuando ya tenían claro que iban a abrir, se trajeron un tiempo a su hermana mayor y su cuñado, que vivían en Alemania. “Ella me enseñó muchísimo”. Beirut, el restaurante, nació allí en 1995.

València, y España, eran otras hace 30 años. La gente no había viajado tanto ni había en la ciudad demasiados restaurantes exóticos. Ahora, tres décadas más tarde, todo el mundo ha probado el hummus y el falafel, pero en 1995 fue una apuesta arriesgada. Y más, en un barrio conservador como el que atravesaba la calle Conde Altea. Ella pensaba que el restaurante, el segundo libanés de València, no iba a funcionar. El primer día montaron unas mesas en la calle y comenzaron a sacar comida para que el vecindario la probase. “Yo le decía a mi marido que la gente no lo iba ni a tocar, pero cuando llegó el momento, la comida empezó a volar”,

Animados por el éxito de aquel experimento, Amal y Sabah decidieron abrir el local esa misma noche. ¿Por qué esperar? Subieron la persiana y el restaurante se llenó de clientes ávidos por probar la comida libanesa. “Se nos fue la luz dos horas y la gente no se movió de la mesa. Tuvo una buena acogida”. Sus padres, una mujer y un hombre que trabajaba en la empresa de autobuses de Beirut, no se podían creer que su hija, que no sabía cocinar, tuviera un restaurante.

  • Foto: KIKE TABERNER

Fueron tiempos difíciles. Amal estaba ocupada en poner en marcha el negocio junto a su marido, pero al mismo tiempo vivía preocupada por sus padres y los familiares que seguían inmersos en una guerra en el Líbano. “No había móviles y encima, como iban de un sitio a otro, eran muy difíciles de localizar. Lo pasé muy mal. Fueron años muy duros”.

El restaurante funcionó bien desde el primer momento y ahora, en el momento de celebrar los 30 años, Amal cuenta que hay clientes que siguen desde entonces, desde aquel primer local en la calle Conde Altea que ya no existe. Amal lo cerró cuando murió su marido, hace 17 años. Vendió la planta baja y la vivienda, y dejó atrás los recuerdos. Tenía que seguir su vida. Luego vinieron los restaurantes de la avenida de Aragón, Ruzafa y la Ciudad de las Artes, donde están reponiéndose del aluvión de clientes que trajo el Maratón de Valencia.

El obrador democrático

Sus hijos -tres hombres y una mujer- han crecido en los restaurantes. Los cuatro nacieron ya en València. Amal fue la que llegó a esta ciudad como extranjera. Dice que encajó bien en la sociedad valenciana del momento. “Si tratas bien a la gente, la gente te trata bien a ti”. Al principio añoraba mucho a sus padres y a sus hermanas, pero poco a poco se fue adaptando. Eso sí, cada vez que viajaba al Líbano prometía que no iba a regresar a España. “Pero al mes ya estaba de vuelta…”. Casi todos los años viaja a su país. La última vez, en verano. “El país ha cambiado muchísimo desde que yo me fui. Yo vivía en la parte musulmana y siempre estás con miedo. Pero vas a la parte cristiana y parece que estás en Suiza”.

  • Foto: KIKE TABERNER

Al principio tenían una carta muy reducida, con unos pocos entrantes, los patés de garbanzos y berenjena, y la barbacoa. Al principio servían una carne cruda que a los valencianos no les gustó. “Lo tuvimos que quitar enseguida de la carta”. No se han movido de la carta el fatuch, el tabuly o el hummus. Amal y Sabah echaron muchas horas en el restaurante, así que los domingos les gustaba salir a probar otras cocinas. A ella le encantaba irse a La Muñeca, en la playa, a comerse unos calamares a la romana, un plato de pescadito frito y la paella. También le encanta la comida china y, en especial, un restaurante que había en la avenida Reino de Valencia. Los dos han cerrado ya y Beirut, en cambio, se ha repartido ya por tres locales de la ciudad.

También tienen un obrador que pretende democratizar sus restaurantes. “Había clientes que decían que se comía mejor en un Beirut que en otro. Así que decidí que todo saliera del obrador con el mismo sabor”. El obrador está en Catarroja y tampoco se libró de la Dana. Por suerte, no suelen trabajar por la tarde (empiezan de madrugada) y eso evitó sustos mayores, aunque su hijo ese día estaba empeñado en volver. Amal no regresó hasta que había pasado un mes y ya se empezaba a disimular el horror.

Amal no tiene ganas de jubilarse. Dice que le quedan seis meses para ser libre, pero no quiere. “Yo a esto lo llamo la funeraria porque trabajas los festivos y los fines de semana. Yo, por eso, no he hecho muchos amigos”. Una vida esclava de su trabajo. Mirna, al lado, asiente y recuerda que ella empezó a trabajar a los 16 años. No cuenta -eso lo hará su Instagram- que además es DJ. “Pero también es cierto que cualquier trabajo te parece aburrido. Yo no soportaría trabajar en una oficina”.

  • Foto: KIKE TABERNER

No le quedó mucho tiempo para sus aficiones. “Cuando abrimos en Cánovas, vivíamos encima del restaurante. Yo bajaba a las siete de la mañana y subía a las cuatro de la madrugada”. No se le ha olvidado que un día, durante un fin de semana que el restaurante estaba a reventar, llegó un señor, pasó la mano por la pared de la cocina y, con mucha mala uva, le soltó a Amal: “Como se nota que no estáis trabajando”. Ella se rió por dentro y le contestó con sorna. “Será por eso, porque no tenemos trabajo… Siempre he sido una fanática de la limpieza”. En los pocos ratos libres le ha gustado sentarse delante de la televisión y ponerse las telenovelas o Masterchef.

Sus padres nunca fueron a verla a València. No pudieron comprobar el pequeño imperio de comida libanesa que levantó su hija. "Mi madre se murió sin terminar de creerse que su hija pudiera llevar un restaurante”. La chica que despidió con 19 años era una mujer que jamás entraba en la cocina, que se pasaba el día cosiendo y que estaba a punto de entrar en la guardia civil.

  • Foto: KIKE TABERNER

Entonces conoció a Sabah, que era de Baalbek y ya trabajaba en África. “Él era del norte y yo soy del sur. Los del norte nos consideran extranjeros a los del sur. Le empezaron a presentar chicas de su familia y no le gustaba ninguna. Un día llegó mi tía, que estaba casada con el hermano de su padre, y me dijo que me arreglara que nos íbamos de boda. Mi hermana se había casado un mes antes y yo estaba deprimida. Era mentira pero quería que me pusiera guapa. A mí me gustaba ir en pantalón, pero me maquillé con todo lo que había por casa y me puse un vestido. Me llevaron a un restaurante y estaba él ahí. Se ve que nos gustamos, aunque primero me pidió que me quitara el maquillaje. En un mes nos casamos”.

Los dos se adaptaron rápido a su nuevo país y ya no se movieron de València. Abrieron los restaurantes y tuvieron cuatro hijos. La pequeña, Mirna, llegó a ser fallera mayor infantil de Conde Altea-Salamanca. Algún periódico decidió que era irresistible titular que era la primera fallera mayor musulmana que había en València. “Era mentira. Yo no soy musulmana, pero bueno…”. Amal se ríe. Ella, a sus 67 años, hace tiempo que aprendió a tolerarlo todo. Una libanesa que, después de media vida en España, nunca perdió el arraigo a su país ni a su ciudad: Beirut, el nombre que le puso a un modesto restaurante que, tres décadas más tarde, se ha multiplicado por tres.

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