El Mareny, el lunes, todavía está tranquilo. Aún no han llegado los veraneantes, falta poco, y los caminos de tierra entre cañas y huertos apenas tienen tránsito. En la playa, una chica extranjera toma el sol desnuda sobre la arena mientras su pareja lanza al mar la caña de pescar con mucho entusiasmo. Brilla el sol y hace calor, pero es un calor que todavía se puede soportar. En uno de esos caminos hay una cabaña, una cabaña enorme, de la que emerge un hombre peculiar. Noé viste únicamente una minifalda, lleva una larga perilla cana, luce una cresta en la cabeza y los tatuajes apenas dejan algo de piel virgen en el rostro, cruzado de punta a punta por un aspa. Noé junta las palmas de las manos, se las lleva al pecho y saluda: “Namasté”.
Noé Arau nos invita a pasar y nos enseña su ‘piso’. Primero nos conduce hasta una habitación con un camastro y una pequeña barbacoa. El hombre, de 50 años, cuenta que la víspera pasó un vecino y le regaló unos embutidos. Morcillas, chorizos y longanizas que hizo en esa pequeña parrilla. Solo unos pocos. No come mucho. Los restos los colgó de un palo dentro de una jaula para pájaros y se los comerá otro día. No le falta manduca. Dentro, en lo que podría considerarse el salón de su hogar, hay una repisa llena de frascos con legumbres; lentejas, garbanzos, alubias… Pero hay más. “Mira, esto es la terracita. Y tengo un chill-out”.
Hace meses que abrazó la vida sencilla, sin lujos. No necesita más. Un franciscano sin fe. Noé dice que el mayor lujo es la libertad y poder vivir como un salvaje. “Cada día me parezco más a los animales. Me encantan los animales”. Hay veces que es difícil saber si te está vacilando o dice la verdad. Como al principio de la conversación, cuando relata que, cuando llegó, había ratas como conejos y que le encantaban. “Pero ahora han llegado un par de gatos salvajes y ya no se ven ratitas”.

La cabaña es sorprendentemente grande y profunda. Hay varias habitaciones con paredes hechas de sábanas viejas y troncos que sostienen el tenderete como si fueran pilares. Todo se lo ha hecho él con lo que iba encontrándose en los contenedores, la cabeza de un arquitecto y mucha maña. Todo está lleno de trastos u objetos de decoración, según se mire. Objetos aleatorios que no tienen nada que ver con él ni sus creencias. El retrato de una fallera, un par de imágenes de Cristo, una cara de Bob Marley, dibujos, ‘atrapasueños’, plumas… Todo lo que encuentra, se lo lleva a casa.
Ahora vive solo, pero Noé cuenta que tiene mujer e hijo y que van a verle de vez en cuando. Él salió del pueblo porque lo echaron después de un follón en el que le acusaron de pegarle a otro. Noé lo aprovechó para cambiar de vida y vivir como un salvaje sin preocuparse por nadie. Solo por él. El miércoles cumplió 50 años y decidió que a partir de ahora, aunque fuera con agua, los iba a celebrar todos. Los 50 imponen. Es la certeza de que ya entras en el descuento. “Es cuando uno madura. Ahora me encanta cumplir años”.
Cinco años con depresión
La cabaña está plantada donde antes solo había arbustos y cañas que tuvo que arrancar. Al principio dormía debajo de un árbol. Como un león. Luego se procuró una sábana porque hacía frío. Y cuando empezó a llover, un plástico. Ahora tiene una casa austera, pero que no le falta de nada. Un salvaje acomodado. A ver si va a resultar que no es tan salvaje…
Noé Arau nació en Villanueva de Castellón. Allí vivió 14 años; luego pasó otros 14 en l’Alcúdia; los siguientes 14, puro azar, en Benimodo, y los siete últimos, en Carlet. Allí acumuló varias denuncias y él cuenta que le obligaron a irse un año del pueblo. Extraña justicia. Entonces, recuerda, vivía como cualquier otro. O mejor. Dice que tenía tenía un bungaló de 120 metros cuadrados “con cochera y todo”. Él es encofrador pero asegura que puede hacer de todo: albañil, electricista, pintor o carpintero, como su padre. “Puedo arreglar una casa entera”. Últimamente, asegura, ha hecho algunos trabajos sin remuneración para gente de los alrededores. Da la sensación de ser un manitas.

Es imposible dejar de mirarle. La cara está repleta de tatuajes. En un moflete, los diez mandamientos. Las muñecas, cargadas de pulseras y relojes dorados que aciertan la hora dos veces al día. En los dedos, tuercas que hacen de anillos. Una brida debajo de la rodilla. La barba de chivo. No te lo acabas. Sobre las cejas pone Silina y Arau. El nombre y el apellido de su hermana, que murió por un cáncer de páncreas con solo 40 años. Un golpe tan duro que lo tumbó. Cinco años en el pozo. “Duró 20 días. Se fue rapidito. Estuve cinco años de depresión. No salía de casa. Estaba hecho un desastre. No pensaba que eso pudiera ocurrirme a mí. Hasta que un día se pasó. Fue muy duro. Prefiero que me corten una pierna que soportar eso dos semanas. No entendía que yo, un tío echado para adelante, pudiera estar así”.
Antes había sido un bala perdida. Se comió a bocados la Ruta del Bakalao. Cada semana, tres días de fiesta y desenfreno. Alcohol a granel. De una discoteca a la siguiente. Sin parar. Casi sin comer. Y si le quedaban fuerzas, seguía un día más. “Era muy juerguista. Demasiado. Pero que me quiten lo bailado. Yo he abierto y he cerrado todas las discotecas de la Ruta. Algún día acabé en el hospital de tanta mierda que llevaba en las venas. Me tomaba todas las drogas que había entonces: éxtasis, speed, cocaína, heroína, cápsulas de todos los colores…”.
Se le encienden los ojos. Noé revive los días de jarana sin fin y recita de carrerilla el nombre de todas las discotecas de aquella época: Barraca, Chocolate, Villa Adelina, Puzzle, ACTV, Karma, Límite, Zona, Pirámide… “Las abría y las cerraba. Iba empalmando una discoteca con otra porque se ponían de acuerdo con los horarios para que el cierre de una coincidiera con la apertura de otra”. Cuando cerraban una, cogía el Nissan Patrol GR y, como podía, se iba a otra. “Las rotondas las pasaba por el medio porque iba hasta el culo”.
A su mujer, Raquel, la conoció en l’Alcúdia cuando tenía 27 años. Cuenta que la chica tenía novio, pero que prefirió irse con él. Juntos tuvieron un hijo, también Noé, que ahora ya es mayor. “Mi hijo tiene 22 años y flipa conmigo, pero le encanta verme feliz”. Entonces coge el móvil y busca una foto suya. “Es un tiarrón y muy oscuro, que su abuelo es gitano”. Noé asegura que sigue casado, aunque hace seis meses que no ve a Raquel. “Ella no es salvaje como yo. Pero igual viene esta semana”.

La vida se complicó tanto en el pueblo que tuvo que marcharse. Noé dice que la Guardia Civil le creía y que, después de pasar por el calabozo, le dejaban irse. “Yo siempre era inocente. Pero te denuncian y como tengo cara de malo… No he tenido suerte. Por eso me tatué en el pecho el gato negro y el número 13 de la mala suerte, que es lo que siempre he tenido. Pero prefiero que me pase a mí que a otro porque otro se muere o se cuelga. Y yo me río. Te lo juro que yo me río, hermano”.
Un perro callejero
Cuando lo largaron del pueblo, cogió una de las bicicletas de su padre, que fue ciclista profesional, y tiró para la playa. Llegó al Mareny en el mes de julio y se quedó. “Yo tengo coche, pero si me salgo del sistema, me salgo del todo”. Noé decidió vivir otra vida. Pasar los días como un salvaje, como un animal. Por el día buscaba comida y por la noche dormía. Un perro callejero. Así, sin darse cuenta, encontró la felicidad. El estrés desapareció. La condena social se esfumó. No tenía que rendir cuentas a nadie. Solo conseguir algo para calmar el apetito y algo blando para echarse a dormir por las noches.
Al principio no sabía buscarse la vida y un día, desesperado, muerto de hambre, esperó en el portal de una vivienda hasta que llegó el primer vecino. Noé lo paró y, educadamente, le suplicó si podía darle un pedazo de pan. “Esa persona bajó a los cinco minutos con una bocadillo y una Coca-Cola. Hay mucha gente buena. Luego empecé a ir a los restaurantes a pedir las sobras. Les decía que me lo metieran todo mezclado en una bolsa y se pensaban que era para un perro. Pero era para mí. O voy a la Beata Inés -un horno muy conocido y muy concurrido del Mareny- y les digo que me den lo que sobra. Ahí me cuidan mucho y me dicen siempre que no se enteren que paso hambre, que ellos me pueden dar lo que no han vendido al final del día. Dan mucho a Cáritas y a mí me lo dan fresco, de la vitrina. Así que, de comida, voy sobrado”.

Noé está delgado, pero tiene un aspecto saludable. Parece que haya heredado la genética del padre ciclista. Sigue el ciclo de la vida. Cuando se esconde el sol, se va a dormir. Su primer invierno alucinaba. “¡Qué noches más largas! No se hacía nunca de día”. Aunque tiene luz. La gente le ha ido llevando placas solares, una batería, un teléfono móvil. Tanto le han dado y tanto ha encontrado en los contenedores, que empieza a dudar de que esté viviendo como un salvaje. Dice que al principio era todo más auténtico. “Fueron los días más felices. Ahora ya me estoy habituando a esto. Eso era salvaje total. Me podía acostar donde quisiera y eso es lo más grande del mundo. Vivía como un perro, como un animal, buscándome mi rincón. Al final dominaba el terreno y por el día me buscaba un sitio para dormir por la noche. A mí me gustaba no tener nada porque así lo tenía que buscar, me entretenía y me lo pasaba bien. Ahora tengo de todo. Aquí la gente me ha acogido bien”.ç

Rachel, la perrita que le hace compañía, no para de correr de un sitio para otro, de olisquearlo todo, de lamer las piernas de los visitantes. Noé cuenta que antes se llamaba Sara, como una amiga de Madrid, pero que su mujer le dijo que de Sara nada, que le pusiera Raquel y Noé empezó a llamarla Rachel. En la frente tiene otro guiño. Un tatuaje que pone: ‘Rachel+Noé=para siempre’. El primer tatuaje se lo hizo con 18 años: un indio que resiste algo borroso en la clavícula. También hay mensajes: ‘Prefiero morir de pie que vivir de rodillas’. O ‘Nacido para perder y viviendo para ganar’. “Me lo puse por las palabras pero sin saber qué significa ganar. No será por el dinero, ¿verdad, hermano?”.
Llora de felicidad
Noé dice que la felicidad es la soledad y que solo ahora, que vive completamente solo, entre cañas, tierras y arbustos, ha encontrado la felicidad. Sus padres, Jesús y Emilia, van a verle todos los meses. Ella anda delicada desde que perdió a su hija, pero su padre llega, le ve feliz y dice que siente envidia. También tiene un hermano, que tiene 54 años y no suele ir a verle. No le reprocha nada. Noé es feliz así, medio desnudo, cubierto solo por una minifalda que levanta para demostrar que lleva calzoncillos debajo, que no va suelto. “Yo de maricón no tengo nada, eso te lo digo yo, pero me gusta mucho ponerme ropa de mujer”. Y para demostrarlo, se levanta, se va y vuelve con una camiseta gris con dos flores que se pone por encima de las cadenas que lleva en el cuello”.
A Noé se le ve feliz. Da la sensación de que ha sido un alivio dejar atrás las bullas y la mala vida. Eso le ha dado la paz. “Yo tengo un corazón que no me cabe en el pecho, pero si tú te burlas de mí, yo te planto cara. Y eso es un problema. Ahora ya no. Ahora te digo: ‘Mis respetos, hermano’. Y me voy por donde he venido. Antes plantaba cara y si te liabas a tortas, te grababan en vídeo y te denunciaban. Pero habían empezado ellos”. Eso ya es el pasado. Noé ahora es un animal que cada día hace su gimnasia, va a la playa y se siente feliz, salvaje, parte de la madre tierra.

Le gusta vivir sin guion. Sin un horario que te constriñe cada día. “Ahora llevo una vida parecida a los animales. La gente hace exactamente lo mismo cada día. Yo no. Me levanto cuando quiero. Hoy como y mañana igual no como. O como a la hora que quiero. No llevo horarios ni abuso de nada”. Así ha encontrado la paz y la felicidad. “No tengo ni un día triste. Esto es lo más grande del mundo”.
De repente, Noé se emociona. Los ojos se le llenan de lágrimas. “Mira, me pongo a llorar de lo feliz que soy, hermano. Te lo juro. A veces lo pienso y me pongo a llorar. No hay derecho que todos no sean igual de felices que yo. Me sabe mal porque hay gente sufriendo por los míos, pero yo soy inmensamente feliz”.
Noé se levanta. Luego se cala un sombrero, se ajusta unas gafas de sol Carrera, coge una silla de playa, una sombrilla, un bolso rosa con una botella de agua, el móvil y un transistor, y se va a la playa, a cien metros de allí. La sombrilla la planta en la arena para que la perrita tenga algo de sombra. A él le encanta estar al sol. Sentir el calor sobre su piel desnuda, una piel mordida por los tatuajes, sus palabras fetiche, sus mensajes, sus cosas. Hace unos días se encontró unas dentaduras postizas. Noé, que no tiene dientes, se las probó a ver si le valían. Ahora le entra la risa al recordarlo. Y se ríe al contar que después se las colgó junto a las otras cadenas y colgantes. “Pero es que eso ya era demasiado fuerte. Incluso para mí. Si yo ya doy repelús, imagínate con eso colgando…”.
Noé se queda sentado en la silla de playa mirando el mar. Es un día laborable. Son las once de la mañana y quien más y quien menos anda liado. Él no. Él está tomando el sol plácidamente frente a un mar en calma. Cuando tenga calor, se bañará y volverá a su silla. Si se aburre, encenderá el transistor. Un salvaje educado. Un perro sin amo. Noé sin arca ni Dios.