No digo nada nuevo si recuerdo que el desempleo masivo en España ha sido durante décadas una anomalía en el contexto europeo con tasas que han doblado las de los países de nuestro entorno e incluso triplicado en el caso de los jóvenes. Recuerdo una entrevista entre Perry Anderson y Pablo Iglesias en que el historiador británico se interrogaba sobre este fenómeno y cómo era posible que algo así no hubiera generado un estallido social sino que, más bien al contrario, parecía asumirse con resignación y pasividad. De hecho, podría decirse que la sociedad española asumió hace tiempo el desempleo casi como una particularidad nacional. Resulta curioso que incluso científicos sociales muy reputados se descuelguen de cualquier tipo de análisis riguroso para ventilar el asunto recurriendo a tópicos rebosantes de autoaversión: “Es que a los españoles no nos gusta trabajar, somos más de fiesta y siesta jejej.”
Sin embargo, si nos ceñimos a los datos, la anomalía española no es un fenómeno cultural de carácter inmemorial sino que tiene fechas bastante precisas: en 1975 la tasa de desempleo en España era del 5,9%, en rango con la media europea, una década después sin embargo alcanzó el pico del 21,9%. Desde entonces el empleo ha fluctuado de manera cíclica pero jamás ha logrado recuperarse a tasas anteriores. ¿Qué ocurrió entre 1975 y 1985? Ya saben, la Transición. Pero hay que recordar que ésta no se dio en un contexto económico propicio sino en medio de una crisis económica marcada por una inflación galopante. Para dar estabilidad al cambio de régimen se firmaron los llamados Pactos de la Moncloa entre gobierno, partidos, patronal y sindicatos. Durante los años previos se había dado un fenómeno característico de las economías occidentales explicado en teoría económica alrededor de la célebre Curva de Phillips: la correlación negativa entre desempleo e inflación. O expresado en otros términos, el traslado a los precios del incremento de los costes salariales. En definitiva, los trabajadores pagaron un precio muy elevado para garantizar el paso a la democracia: no solo un duro ajuste de los salarios reales como recalcaba esta semana Enric Juliana, sino también y de manera correlativa, una tasa de desempleo estructural brutalmente elevada. Como contrapartida, se logró la creación de un Estado de Bienestar, quizás algo rudimentario y enjuto, sustentado sobre tres pilares: sanidad, educación y pensiones.
Si el precio pagado por la clase trabajadora en la Transición fue excesivo o no, ha sido un tema de agrios y enconados debates en el seno de la izquierda española desde entonces pero incluso desde una posición crítica hay que partir del reconocimiento de las dificultades objetivas de aquella época. La Transición fue el momento de la institucionalización de los sindicatos, entendida no en un sentido peyorativo sino como el punto de reconocimiento de su fuerza social para representar a los trabajadores en las negociaciones con la patronal y con el Gobierno. Esta fase de institucionalización se había logrado en otros países de nuestro entorno en condiciones mucho más favorables: con unos sindicatos consolidados y perspectivas económicas favorables. En España se produjo en un momento político muy delicado, en medio de una crisis económica de enorme calado y con unos sindicatos todavía en fase de maduración como consecuencia de la clandestinidad y la represión de la dictadura. Por ello, durante décadas en España hemos padecido las consecuencias de una institucionalización débil de los sindicatos.
En todo caso, este fue el punto de partida. A partir de entonces la política económica de los sucesivos gobiernos fue la de culminar la reconversión industrial y la transición hacia una economía de servicios basada sobre todo en el sector inmobiliario y en el turismo. El correlato de la “liberalización” en las políticas de empleo fue la “flexibilización” mediante sucesivas reformas laborales. En resumidas cuentas: inestabilidad laboral crónica y contención de los salarios. En 1995 se publicaba el Informe Petras que hacía un balance desgarrador del proceso de “modernización” en España. El informe, encomendado por el CSIC, acabó guardado en un cajón a tenor de las conclusiones y de lo que hubiese supuesto para el Gobierno de Felipe González. Ahora que tanto se discute sobre la nostalgia y las diferencias intergeneracionales es una lectura que viene al pelo.
En cualquier caso, todo ese proceso de precarización de las condiciones de empleo tuvo como subproducto un persistente declive del nivel de afiliación sindical. El debilitamiento de los sindicatos tuvo graves consecuencias cuando la crisis financiera del 2008 mutó en crisis de deuda soberana a partir de 2010. El desequilibrio de fuerzas con que se llegó a esa situación crítica propició que el Gobierno diera por finiquitado el pacto social que había servido de base para la Transición política. Cuando Rajoy llegó a la Moncloa empezó por dejar de lado el diálogo social, aprobar de forma unilateral la reforma laboral y comenzar una política sostenida de hachazos sobre los tres grandes pilares del Estado del Bienestar.
Llegados a este punto, si queda algún lector motivado se estará preguntando: “Pero todo esto a cuenta de qué viene?” Primero querido lector permíteme que te ofrezca mis disculpas y mi agradecimiento. El hilo histórico que he tratado de trazar sirve para tratar de explicar el porqué es tan importante la labor que está realizando Yolanda Díaz al frente del Ministerio de Empleo y en particular con la reforma laboral. No se trata de una aventura personal, ni de la enésima disputa de partidos, esto va (creo yo) de reconstruir la fuerza política de los trabajadores de este país.
Hace unos días Ignacio Sánchez Cuenca escribía que mejorar las condiciones laborales es indispensable para paliar el vertiginoso incremento de las desigualdades en España, el Estado de Bienestar solo no basta. Pero hay algo más que nos ha enseñado nuestra historia reciente. Si la clase trabajadora no está bien organizada y pertrechada, el Estado de Bienestar tampoco es posible, y esto porque su nacimiento y su pervivencia dependen por entero de su fuerza de los trabajadores. Al final de lo que va todo esto es de aprender de nuestra historia: mejorando las condiciones laborales de los trabajadores y reforzando su capacidad de negociación colectiva, se fortalecen también las organizaciones de la clase trabajadora. Y sólo fortaleciendo ambas es posible salvaguardar las conquistas sociales logradas en el transcurso de décadas y alcanzar otras nuevas. Ese es el proyecto que encarna Yolanda Díaz, eso es lo que temen sus adversarios y ese es el motivo por el que van a por ella.