Llegamos al ocaso de otro verano extraño, quizá más que el anterior. Se acerca el año y medio del tiempo de pandemia con una conclusión clara: somos un pueblo obediente (y sumiso) hasta extremos insospechados
El verano de 2021 debía suplir al teórico no verano de 2020 y resulta que hubo más normalidad hace un año que ahora, pese a las vacunas y los 7.587 protocolos y normas sanitarias, casi todas ellas entre el sentido común, la buena educación y el ridículo más soberano. Vamos por la calle con mascarilla demostrando una actitud de (preocupante) sumisión y luego pasamos tres horas en la mesa de un bar con un grupo de amigos que hace tiempo que no vemos. El sinsentido se ha apoderado de nuestras vidas y lo hemos asumido con placer.
Desde la actividad cultural, musical y por supuesto de ocio nocturno hasta las reuniones familiares, sufrimos unas drásticas medidas pese al elevado índice de vacunados y las más que razonables cifras de hospitalizados. En media Europa abren todo y celebran festivales de música como si en 2019 estuviéramos y en España y especialmente en la C. Valenciana estamos preparando unas Fallas marcianas y tan tranquilos. Todas las medidas anunciadas son, por decirlo de una forma suave, insufribles.
El presidente del gobierno valenciano ha pasado dos semanas de agosto en la localidad de Jávea, un lugar que aúna belleza natural, un mar idílico y una población estival civilizada y no especialmente fervorosa del Molt Honorable, pero ya sabemos que a nadie amarga un dulce y Puig optó por la joya de la Costa Blanca justo las semanas que el toque de queda que su gobierno imponía no afectaba a Jávea y sí a los municipios limítrofes. A partir del 16 de agosto y cuando abandonó su residencia estival, está bella localidad fue incluida en el toque de queda y sometida a la limitación de movilidad nocturna que claramente afecta a derechos fundamentales.
Viajar es una odisea en estos tiempos de cierto totalitarismo internacional donde te piden datos y detalles de manera exhaustiva y exasperante mientras vemos cómo asaltan las fronteras. Entre todo este caos, la situación en Afganistán demuestra la hipocresía y la inutilidad de la tan cacareada ONU y cómo la acción de los países occidentales es contradictoria en demasía y a veces contraproducente para la paz y la estabilidad mundial. Por cierto, cada avión que llega a España desde Kabul apenas lleva españoles y el resto es personal colaborador afgano y familiares, amigos y demás. El panorama es desolador.
Si el avance de la vacunación no ha logrado mejorar nuestros derechos y libertades y vamos a presenciar unas fiestas josefinas algo más que descafeinadas, ¿qué debe ocurrir para recuperar la normalidad? Quizá deberían plantearse unas elecciones anticipadas que midieran el grado de satisfacción de los ciudadanos con la gestión de sus gobiernos autonómicos o tal vez eso es dar demasiado poder al pueblo. Los datos de turismo nos dicen que apenas se notará el efecto de las Fallas en los primeros días de septiembre, algo realmente preocupante, si bien en agosto la ciudad reactivó parte de su actividad especialmente en el centro histórico, gracias al turismo extranjero, la cantidad de restricciones y la falta de activación de los sectores del ocio está suponiendo una gran merma económica, social y psicológica.
Lo paradójico de toda esta situación es que países vecinos como Francia, Italia o la propia Holanda están abriendo sus locales de ocio y están teniendo un comportamiento pre-pandémico que no deja de sorprender a cualquier valenciano que camina hacia su casa al filo de la una de la madrugada como si fuera un delincuente. Lo peor de estos tiempos difíciles está siendo la extrema incertidumbre e inseguridad jurídica en la que nos estamos moviendo. Ojalá en algún momento podamos recordar estos días como un mal sueño que supuso un paréntesis en nuestro régimen de libertad y bienestar. Nos vemos en Fallas.