VALENCIA. Por más que al escribir intente crear la ficción de que siempre estuve en El Saler, la realidad es que los veranos de mi infancia y mi adolescencia transcurrieron en la playa de la Pobla de Farnals. Ese es el escenario en el cual, durante los periodos vacacionales, especialmente el estival, viví pequeños acontecimientos que para mí fueron trascendentales. Fue la mezcla de mi recién descubierta pasión por la música y la amistad que entablé con una serie de muchachos que pululaban por mi urbanización y alrededores, lo que hizo que reforzara esa pasión y que a la vez pudiera comenzar a elevarla a otro nivel.
Para mí, los días en la Pobla de Farnals siempre tuvieron una fuerte conexión musical, antes incluso de que me enamorara de Lou Reed después de que un compañero de clase me pasara una casete con Berlín. Los trayectos en coche desde la ciudad hasta el apartamento de la playa (que formaba parte de una urbanización llamada Copacabana, compuesta por cuatro edificios que se caracterizaban por los colores de las franjas de sus toldos; nosotros vivíamos en el naranja) estuvieron marcados, primero por los cartuchos y después por las casetes que ponía mi padre en el coche. El material era de lo más ecléctico, y abarcaba desde Jesucristo Superstar a Armando Manzanero. En 1977 compró I Remember Yesterday, de Donna Summer, que al principio sonaba aleatoriamente para terminar haciéndolo por expresa petición mía. El álbum me gustaba mucho, pero sobre todo me hipnotizaba el mantra con el que se cerraba, una pieza llamada I Feel Love que sonaba distinta y sugerente, seguramente una de las primeras canciones electrónicas con las que me relacioné de una manera consciente.
Pero en Copacabana lo que mandaba otra cosa y cuando ese mismo verano me hice amigo de Andy, Quique, Chisco, Toni el Boya, Jorge y su hermano Javier, las prioridades musicales fueron otras. Ellos ya funcionaban como pandilla y si me aceptaron en ella fue porque nos unía la música y porque yo también era, como ellos, un descarte juvenil. En lugar de jugar al fútbol y al tenis como posesos, nos pasábamos el día buscando una buena sombra, en el césped del parque o en los portales de nuestros edificios, para hablar de chicas y música, algo así como una versión existencial y perezosa de Verano azul. Nuestros padres se desesperaban, pero era lo que había, y afortunadamente para el deporte español, el futuro de su palmarés no dependía de nosotros.
En aquellas reuniones fuimos apuntalando nuestras personalidades en base a nuestros gustos. Chisco bajó un día con Radio Ethiopia de Patti Smith bajo el brazo, acompañado del álbum de Brakaman. Jorge estaba fascinado con los Stones, tanto que a veces le copiaba a Mick Jagger los falsetes de Black & Blue de una manera bastante convincente. A Andy le gustaban Bowie, Reed y Dylan. Quique también era de los Stones, pero tenía una querencia por Peter Gabriel y cierto rock progresivo. Luego resultaba que, de manera extraoficial, a todos nos gustaba la música discotequera, pero reconocerlo en aquella época era una herejía. La música disco estaba considerada una zafia horterada por los aficionados al rock. Nosotros aprendimos a amarla porque, tan solo un año después, para intentar ligar con las chicas que nos gustaban, había que acudir a la discoteca más cercana. Y para no resultar sosos, acabábamos bailando a Boney M, Eruption, Luisa Fernández, Patrick Hernández y demás clásicos de un género del cual, no mucho después, acabaría siendo también devoto y defensor.
Ligar ligábamos poco, pero de música aprendimos un montón durante aquellos veranos que transcurrieron entre 1977 y 1980, hasta que la magia tomó otra dirección lo mismo que hace el viento. Es imposible contar las horas que pasamos tirados sobre el refrescante terrazo de aquellos portales, analizando nuestras canciones favoritas - Angie, Vicious…- , discutiendo acerca de idioteces enormes y hablando constantemente de las chicas que nos gustaban. Y siempre estábamos en los mismos portales. Uno de ellos, el rojo, pertenecía al edificio donde Bruno Lomas tenía entonces un apartamento. Como buenos adolescentes cargados de manías que éramos, Bruno Lomas nos parecía un horror. Es cierto que apenas sabíamos algo de su etapa como rockero y lo identificábamos únicamente con Ven sin temor, el tema pop que le había devuelto a la popularidad en 1972. Debió ser entonces cuando mi padre trajo aquel single a casa con una dedicatoria del propio artista; se habían conocido en una de aquellas noches de entonces y habían congeniado.
En esos momentos en los que veíamos pasar a Bruno Lomas –siempre acompañado de mujeres guapísimas, siempre saliendo de un descapotable- no les hablé a mis amigos del domingo en el que, años atrás, mi padre me dijo que iba a ver a Bruno y que si quería ir con él a su casa. Cruzamos el portal del rojo, que es donde vivía el músico, y subimos hasta el ático. Aquel fue mi primer contacto directo con la música pop, visitando la casa de una de los pioneros del rock & roll en castellano. Me llamó la atención una colección de pistolas antiguas colgadas en una pared, y también que alguien a quien había visto actuando en televisión nos metiera a mi padre y a mí en su casa por las buenas. Ahora sé que lo que unía a Bruno Lomas y a mi padre no era la música sino la pasión por los coches y el joie de vivre, por decirlo de una manera sucinta. El anfitrión me sirvió un refresco y me dio un libro de Asterix para que me entretuviera mientras ellos hablaban de sus cosas. Me prestó Asterix y Cleopatra para que lo leyera tranquilamente en casa y a partir de entonces no pude dejar de coleccionar sus historias. Mi afición a las historietas de Asterix se la debo a Bruno Lomas.
Unos pocos años después, con las posaderas aplastadas contra el suelo de nuestros portales, no le daba importancia a aquella anécdota, y participaba de las risas de mis amigos cuando nos topábamos con Bruno Lomas, acompañado de sus sempiternas gogós, poniendo la música a todo volumen en su ático. En realidad lo que nos daba era mucha envidia porque aquellas mujeres que siempre iban en shorts y parecían salidas de cualquier parte menos de Valencia, representaban aquello que más ansiábamos tener y que por entonces ninguno éramos capaces de conseguir. No reíamos de Bruno Lomas porque cantaba Ven sin temor cuando pensábamos que lo que más molaba en el planeta era ser Patti Smith cantando Gloria o Mick Jagger cimbreándose mientras al son de Bitch. Éramos así de bobos, éramos unos niños. Pero aquellos fueron los años, los años iniciáticos. Hasta que llegó 1981, que fue el año en el que mis padres buscaron otra casa para veranear, y yo por mi parte empecé a crecer a otro ritmo, la Pobla de Farnals fue a mi adolescencia lo que Bangor a la infancia de Stephen King. El lugar donde comenzó una nueva etapa vital y donde conocí a amigos a los que me une el haber compartido aquellos días extraños en los que creíamos que todo cambiaba a nuestro alrededor, cuando en realidad los que estaban cambiando éramos nosotros. La playa de la Pobla de Farnals, el sitio donde escuché por primera vez Coney Island Baby y Transformer, mientras en su ático, seguramente Bruno Lomas vivía todo aquello que nosotros solamente podíamos imaginar.
Los músicos Sento Buj y Juan Faure, junto a los periodistas Vicente Fabuel y Rafa Cervera, diseccionarán el mítico álbum del setabense Bruno Lomas