Las casas del Ensanche son todas parecidas. Pasillos largos, techos altos y suelos llenos de baldosines de colores. No suele fallar un ascensor del año de la polca. Vicente Craven vive en una de esas. Su piso está frente al negocio que abrió hace 46 años, en el otoño de 1978, en el chaflán de la calle Reina Doña Germana con Joaquín Costa: Numismática Craven-Bartle. Sólo queda él y, un poco más allá, cruzando la avenida Regne de València, el bar Canadá, que hace poco hizo una reforma, se modernizó un poco y su fiel clientela se asustó por si había cambiado de manos, como había sucedido años atrás con el Congo, otro histórico, justo enfrente.
Vicente tenía 22 años cuando levantó la persiana en aquella planta baja donde antes había una papelería. Aquel joven tuvo que pagar 450.000 pesetas, que casi le parecieron una ganga en comparación con el dineral que le pedían en el centro-centro. A pesar de su juventud, ya hacía tiempo que andaba enredado con las monedas antiguas. Una afición que entró en casa como un virus. Primero alcanzó a su hermano Javier, dos años menor. El chiquillo no tenía más de 13 cuando llegó a casa con un puñado de monedas de cobre, poco más que chatarra, que había comprado en Requena, un anticuario que había al lado de Aquarium, la cafetería de la Gran Vía Marqués del Turia.
Vicente pensó que su padre regañaría a su hermano, pero el hombre, que trabajaba de gerente en una empresa de plásticos, lo cogió y se lo llevó a la Lonja para que viera qué eran las monedas de verdad, las antiguas, las que tenían algo de valor. A Vicente no le llamaron la atención y siguió a lo suyo. Dos años después picó. Era el año 73 y se juntó a su hermano y empezaron a ir a la Lonja todos los domingos. “Al principio le preguntaba todo, cuánto se podía pagar por cada moneda, pero a los dos o tres meses aprendí rápido y fue él quien comenzó a preguntarme a mí. Pasamos dos años juntos. Luego él se cansó, le pagué su parte y se centró en su carrera. Mi padre me preparó un álbum para que lo llevara a la Lonja y me dijo que me daría el 30% de lo que ganara. Así me llevaba 100 o 110 pesetas todas las semanas”.
Cada uno tenía sus gustos. A su hermano le gustaban las monedas de Suecia. A su padre, de todo. Pero aquel hombre murió muy pronto, con apenas 50 años. “De fumar… De fumar mucho”. El padre falleció el día después de Navidad. El duelo duró un mes y en febrero los hermanos volvieron a la Lonja con las monedas de la colección que habían heredado. “Formamos una sociedad y todo era de los dos”. Hasta que se disolvió y Vicente decidió abrir la tienda en el Ensanche en plena Transición. “Cuando murió Franco los precios se subieron por las nubes. Cuando yo entré, un duro de plata valía 285 pesetas; luego se pusieron a 1.700 con la subida de la plata en 1980 o 1981. Los comerciantes teníamos que pagar 1.700 porque luego los vendías a 1.900 y ese margen era bastante. Se vendía todo inmediatamente. Comprabas un lote de duros o dos pesetas o pesetas y había mercado”.
Los Craven-Bartle vivían en la calle Duque de Calabria y los chicos estudiaban en los Dominicos. Había una hermana también, la pequeña. Es Rebeca, la mujer que ahora lleva el negocio, desde que Vicente se jubiló hace cuatro años y medio. Su apellido es inglés y se nota que Vicente ha dedicado muchas horas a investigar la historia de sus antepasados. Pudo llegar hasta su tatarabuelo, que murió de cólera en 1855. “Cuando había una epidemia los llevaban a todos a una fosa común y por eso no hemos encontrado tumbas ni certificados. Y tampoco hemos logrado averiguar dónde están enterrados sus antecesores en Inglaterra. Es un apellido compuesto. Mi tío Fernando contaba que, en el año 41, su padre le dijo que le incorporara el Craven porque hasta entonces sólo teníamos el Bartle. Desde entonces todas las ramas, menos una, pasaron a apellidarse Craven-Bartle”.
La memoria de Vicente es sorprendentemente precisa. Recuerda muchas fechas con exactitud. En especial las que conciernen a su estirpe. “La tengo bien documentada. Ahora no estoy haciendo nada y he recuperado muchas fotografías, como de la fundición que había en la plaza del Contraste, que se cerró en 1919 y en 1930 mi tío recordaba que todavía estaba el cartel puesto allí. Ahora ya han edificado y se perdió. La gente no conoce más allá de su padre y su abuelo. Yo tengo una foto de mi abuelo con un coche y por eso sé que se compró un coche, un Austin 5, no muy grande. Y su hija sabía que se lo compró en Gibraltar. Aunque mi abuelo no conducía. Él nació en 1879 y entonces lo que había eran coches con caballo. Vivían en la plaza del Constraste e iban andando a la estación, donde había taxis de caballos. Pero él compró el coche para sus hijos”.
Vicente cuenta su historia en el comedor de uno de esos pisos típicos del Ensanche, con un pasillo con muchas habitaciones a los lados. En el salón hay estanterías con unos pocos libros, películas en DVD y fotografías algo descoloridas. Él está sentado frente a una mesa cubierta con un hule con flores estampadas. Al fondo hay una televisión encendida pero sin volumen, en silencio, a la que nadie presta atención. Es la compañía de los solitarios. Vicente sigue soltero a los 68 años, pero explica, no se sabe muy bien si en broma o en serio, que aún está a tiempo. Es entonces cuando uno entiende que la mujer que anda por allí trasteando y que no ha presentado debe ser una empleada que hace las cosas de la casa.
El numismático, que estudió Historia Antigua de joven, habla despacio con una voz soplada. Tiene los ojos azules y una barba muy fina. “No tengo hijos, al menos de momento”, dice antes de hacer un silencio. Luego sigue: “He estado tan ocupado del negocio… Tampoco me casé, no tuve suerte. Somos tres hermanos y mi hermana es la pequeña. Pero uno siempre está a tiempo de casarse. Hay tiempo, aunque no es fácil…”.
Su memoria de elefante también le permite recordar muchos de los negocios que había cuando él abrió la tienda de numismática en Joaquín Costa. Habla de una tintorería, una papelería, el bar San José, una tienda de muñecos de escayola para pintar… Y donde ahora hay una tienda chiquitita donde venden mate, antes había un hombre fortachón que vendía bebidas. “Yo recuerdo todavía un carro lleno de barras de hielo que las sacaban y se las vendían a este chico”. Al acabar el repaso, le surge una reflexión, que todo se acaba y pasa a otro dueño. De repente, como al hilo de esto, suelta una frase que sorprende: “A mí pueden quedarme 20 años. O menos. O más”. Echa la vista atrás y aprueba la vida que ha llevado. “A mí me gustaba el negocio y estar en la tienda. Aún me paso a ayudar con cosas que a mi hermana no le da tiempo a hacer. Llama mucha gente para monedas corrientes, de Franco y de Juan Carlos I. Y eso no vale más que su peso. El que ha coleccionado eso ha perdido el tiempo; podría haber comprado una moneda de oro en 27.000 pesetas y yo le hubiera pagado ahora 500 euros”.
Ha costado que entrara en materia. Vicente, sin invitación previa, ha decidido hablar de las monedas, que fundamentalmente les llegan de los particulares, de la gente a la que, de una forma u otra, han acabado llegándole este dinero de otro tiempo. Este veterano vendedor cuenta que muchas monedas se las venden cuando alguien muere. O cuando se acerca al final y, cumplidos los 80, el coleccionista piensa que ya no tiene sentido seguir cebando la numismática. “Primero vienen a ver cuánto vale lo que tienen. Y luego ya vienen a venderlas”.
En la tienda lo más antiguo que han tenido en las manos son algunas monedas griegas. Como un tetradracma de Atenas, del siglo V a. C. “ Las monedas dan muchas vueltas y cada país tiene su mercado”. En contra de lo que pudiera parecer, a Vicente no le molestó que el euro unificara la moneda y acabara con ese distintivo de cada país. “Las monedas de 10, 50 y 200 pesetas no se utilizaban, mientras que del euro se utilizan todas. Porque es el sistema alemán. A mí me pareció bien y encima fue una época de mucha actividad. Se trabajó mucho durante los dos primeros meses de 2002, cuando entró el euro. Compraba y vendía muchos lotes. De hecho tengo dos bandejas con archivadores que no me compra nadie. Lo moderno no lo compran”.
El numismático dice que no hay moneda de la que se haya encaprichado y no la haya conseguido. Como una onza de Felipe V. O un denario romano. A veces vuelve al presente, se confunde y empieza a hablar como si todavía estuvieran las pesetas en circulación. Luego se da cuenta y cae en el error. "Ahora es difícil encontrar monedas de más de 3.000 o 5.000 euros de valor. Son monedas de los Austrias, de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, en oro. Esas sí que valen”.
Aunque Vicente advierte que lo más singular está en las subastas. A él no le gustan. No le llena eso de ir a pelearse con otros por un lote que acaba subiendo muy por encima de su valor real. Quizá por eso no ha tenido nunca una moneda que sí se le ha resistido. “En las subastas sale algo mejor, como una doña Urraca, una moneda medieval. Nunca he tenido una moneda de Doña Urraca, y me hubiera gustado”.
Ahora parece que decae la afición, que hay menos coleccionistas, pero él dice que esto no sigue un patrón. “Los coleccionistas nacen solos. Ayer pasé por la tienda y me encontré a un chico de 17 años que colecciona con el poco dinero que tenga. También hay otros que empiezan con cosas muy fuertes. Contactan con las casas de subastas y compran. Había uno que coleccionaba áureos, las monedas de oro romanas. Las del Alto Imperio. Luego están los sólidos, del Bajo Imperio. Los sólidos se encuentran, pero los áureos, en subasta y pueden valer tres o cuatro mil euros”.
Peor le va a la filatelia, que muchos confunden con la numismática. Algunos filatélicos, cuenta Vicente, se han pasado a las monedas y los billetes porque los sellos “se han ido al carajo”. Su negocio sobrevive y es curioso que a solo una manzana de allí, en la calle Burriana, se mantenga en pie otra numismática. Al acabar la charla, Vicente Craven-Bartle baja a la tienda, donde está su hermana atareada. A Vicente, un hombre más bien serio, le brota una sonrisa en cuanto se ve rodeado de monedas. Es su vida. La cara y la cruz.