Cae el sol por la espalda de los dos hombres que disparan al plato de manera repetitiva en El Cisne, el campo de tiro que hay en Cullera, y parece que apunten hacia los hombres y mujeres que nadan sin bañador en la playa nudista que se intuye allá al fondo, entre Cullera y el Mareny. Tiene su encanto aquel lugar, a mitad camino entre un secarral de western almeriense y un balcón al Mediterráneo. Un sitio austero donde pegar unos tiros, subirse al coche y volver a casa más relajado.
Algunos de los hombres que pasan por allí, muy pocos, como en esas escenas de las películas antes de un duelo al sol, descubren a Vicente y le dan la enhorabuena. El chico, orgulloso, sonríe y da las gracias educadamente. La felicitación viene porque hace unos días, en otro campo de tiro, el de Cheste, se proclamó campeón del mundo de tiro al pichón. Un título ostentoso para una modalidad escondida por la propia federación, que sabe que es mejor no hacer mucho ruido con esto de matar animales vivos, y con pocos países en liza porque quedan pocos donde aún esté permitido.
Esta práctica deportiva comenzó, procedente de Francia e Inglaterra, a finales del siglo XIX y principios del XX, en lugares como Jerez de la Frontera, donde estaba el Gun Club -luego se convertiría en la Real Sociedad de Tiro de Pichón-, y Cádiz, donde había una gran colonia británica, o Madrid. Alfonso XIII se proclamó campeón varias veces y ayudó a difundir esta afición que, con el tiempo, y la conciencia animalista, fue perdiendo adeptos y ganando detractores.
Vicente Rocafull no tiene remordimientos. Él monta la escopeta, apunta y dispara. No piensa en nada más. Como hacía su padre. Como hacía su abuelo. Y como hace él ahora que ha recuperado la afición y la puntería. Vicente Rocafull siempre quiso ser como Vicente Rocafull, su padre. O ser una versión mejorada de aquel hombre que murió demasiado pronto, con 60 años. El hijo ha calcado su vida. Primero como oficial de primera en Acciona, la misma empresa en la que trabajó de mecánico su padre, y luego como campeón de tiro al pichón, la especialidad deportiva en la que el padre llegó a ser campeón de España.
A Vicente, el hijo, que hoy tiene 36 años y se siente feliz por la vida que lleva, siempre se le dio bien la escopeta. Aunque su relación con las armas también tuvo sus traumas y sus interrupciones. El abuelo de Vicente, que no era tirador, pero sí cazador, hizo la gracia de ponerle la escopeta en las manos al nieto cuando apenas tenía seis años. Aquel hombre colocó un bote en un naranjo, le dio algunas pautas al chaval y le dijo que disparara. “Era muy pequeñito y mi abuelo me animó a disparar. Ese es el primer recuerdo que tengo. Disparé y pegué una vuelta de campana. Le cogí miedo y no volví a disparar hasta los 14 años. Iba con mi abuelo y le ayudaba a recoger las piezas con los perros, pero me daba miedo apretar el gatillo porque recordaba aquel bombazo”.
Luego, después de unos años viendo cómo le tiraban a la codorniz los demás, vino el padre y se empeñó en llevárselo a los campos de tiro para que el chico fuera cogiendo práctica con el arma. El hombre no tenía carnet de conducir y le venía bien que fuera con él y lo llevara de pueblo en pueblo. Encima se le daba bien. Tenía puntería y se movía con rapidez. Pero luego llegaban los campeonatos y los cartuchos salían desviados. “De jovencito siempre estaba a punto de ganar algún campeonato, conseguir algún mérito, pero nunca lo conseguí. Mi padre fue campeón de España en 1980 y yo soñaba con hacer algo parecido”.
Pero entonces sucedió lo del ictus y el tiempo que su padre, que no se recuperó, estuvo un tiempo “paradito”. Hasta que falleció después de cumplir los 60. Aquellos fue un palo para Vicente, que siempre admiró a su progenitor y que siempre sintió que la vida consistía en seguir su camino. Así que perder a su guía le dejó perdido. Vicente guardó la escopeta en el armero y salió huyendo de los campos de tiro. Tenía 19 o 20 años y decidió que no iba a competir nunca más. “Me acordaba mucho de mi padre y cuando estaba a uno o dos palomos de ser campeón, le recordaba y me venía abajo. Total, que me retiré”.
Sí mantuvo la afición a la caza. A salir al monte, por Cheste o Chiva, a por conejos, liebres, perdices o tordos, o a la Albufera para disparar a los patos al alba. Hasta que en mayo, ya en 2024, un amigo le llamó por teléfono, le contó que había empezado a competir y que si se animaba a ir con él a pegar unos tiros. “Fui por pasar el rato y me llevé el provincial. Aquello me dio un subidón. Me animé y me llevé los siguientes tres campeonatos: la Copa Presidente, el Campeonato de España y el Campeonato del Mundo”.
¡Pam, Pam! ¡Pam, Pam! Unos hombres siguen disparando en lo alto de la colina mientras Vicente está montando su Browning 325 para mostrarla. Son tres piezas: la culata, los cañones y el guardamanos. La saca de un maletín alargado que lleva en el coche. Ahora ya no tiene el aspecto de un adolescente, pero hace 20 años, durante los últimos coletazos de la Ruta del Bakalao, le paraban a veces en la carretera del Perellonet, donde vive, y cuando informaba a la Guardia Civil de que llevaba un par de escopetas en el maletero, la pareja se echaba a temblar. Ahora siempre lleva el arma con él. “Si bajo del coche, baja conmigo. Siempre la tengo bajo custodia”.
Aunque tampoco la pasea tanto. El tiró de pichón es una afición muy cara. No hay entrenamientos, solo competiciones. “No disparo todas las semanas porque cuesta mucho dinero: 120 euros una sesión de tiro. Y la caja de diez cartuchos, 11,50. Al plato, pegar 50 tiros te cuesta 20 euros, no te cuesta más”. Él parece que lo lleve en la sangre, que no necesite mucha práctica. En el Mundial, en la fase inicial, todos los competidores disparan a doce palomos. Él y cuatro más lograron el pleno. Doce de doce. Entre ellos se jugaron el título con seis disparos más. Pero al quinto acierto de Vicente, el Mundial estaba resuelto. El campeón pidió uno más, el último, pero ahí ya estaba a lágrima viva y falló. Su único error ante 18 pichones. “Fallé porque ya era campeón y estaba muy emocionado. Esto era muy importante para mí porque significaba superar a mi padre. En la empresa logré ser, como él, oficial de primera y luego lo superé porque me hicieron capataz. Pero en el tiro, aunque sabía que se me daba bien, no había logrado aún ningún triunfo relevante, pero ahora también lo he superado en esto”.
La competición no tiene misterio. Un colombaire saca un pichón y lo lanza por encima de una cuerda que hay a 16 metros del tirador, metido en un pequeño recuadro verde del que no puede salir. Tiene dos oportunidades, dos disparos. A Vicente le gusta pegar el primer tiro muy rápido, cuando el palomo está todavía encima de la cuerda. Ahí usa una munición diferente que en el segundo tiro, cuando el animal ya ha emprendido el vuelo. “Son dos cartuchos. Uno es Armusa del 8 y el otro, el Royal del 7, que es un plomo más grueso y se dispersa más. El primer tiro va por encima de la cuerda, no los dejas volar, y luego el otro se dispersa más y aumenta las posibilidades de acierto”.
Los aficionados acaban de parar de disparar y entonces es fácil escuchar el canto de la chicharra, el sonido del verano. Vicente cuenta que la escopeta, la Browning 325, era de su padre. Es una de las cinco, además de un par de rifles, que tiene en casa. En la otra escopeta que heredó de su padre, siempre presente, tiene grabados el nombre de su madre -ya tiene guasa que se llame Paloma- y su apellido. Otro homenaje al difunto, como el tatuaje, una llave de mecánico cogida con un puño, que luce en un bíceps.
El tirador tiene asumido que su actividad provoca cierto rechazo. Él solo pide respeto. El mismo que él concede a los taurinos por aquello de la tradición. “Hay gente que me pregunta si no me da vergüenza matar a un animal vivo. Yo pienso que es como los toros. A mí no me gusta que maten a los toros, un animal muy grande al que ves sufrir, pero lo respeto. El que lo tiene en la sangre, como los toros o la caza, lo entiende. Es algo que lleva aquí toda la vida. Yo no tengo miedo a nada, como si me prohíben no entrar nunca más a un campo de tiro. Yo ya he sido campeón del mundo y se lo he podido dedicar a mi padre. Así que yo voy a hacer mi faena y punto”.
Vicente se ha puesto serio. En el rostro llaman la atención dos marcas que tiene encima de una ceja. “En dos noches me caí de la litera y me hice dos cicatrices que parecen la v de Vicente”, un tirador que no titubea ante el pichón, pero que renunció hace mucho a la caza mayor porque no soporta ver sufrir a estos grandes animales.
La única duda que ahora le persigue es decidir dónde se celebra el próximo Campeonato del Mundo, un privilegio que se le concede al vencedor. Vicente duda entre sacar tajada, al mejor postor, entre los campos de tiro de España -o, mejor dicho, de las comunidades en las que aún no está prohibido-, o cumplir su sueño de ir a México. “Allí hay una afición tremenda y me haría mucha ilusión disparar allí, pero, claro, eso facilita que haya más competidores de allí y menos de aquí, y eso no está bien”.
Una tentación para alguien casero que es feliz con sus aficione modestas, como salir al mar en la pequeña barca que tiene en el Perellonet y lanzarse al agua a nadar. El fin de semana, si hay algún campeonato, coge la escopeta y se va a disparar. Para el campeón del mundo esto no tiene mucho misterio. “Es necesario tener reflejos, puntería y, sobre todo, rapidez. Yo añadiría autocontrol. Nosotros somos nuestro peor enemigo. Mi padre se ponía detrás y me decía que estuviera tranquilo, que lo estaba haciendo muy bien. Pero luego oía de fondo a la gente comentar que si fallaba ese pichón, perdía las opciones de ganar y… A mi familia, de hecho, no me la llevo nunca. Siempre voy solo. Si escucho las voces, me distraigo porque estoy pensando que me están mirando y, entonces, fallo.
En los Juegos Olímpicos no es muy diferente. Todo es mecánico y la diferencia entre unos y otros es la fiabilidad en los momentos decisivos. Todo le parece sencillo a Vicente Rocafull, el hombre más feliz del mundo porque ya es campeón. Como su padre.