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el callejero

La vida de Karin es un secreto

Foto: KIKE TABERNER
2/07/2023 - 

A Karin se le ponen los ojos como si fueran Júpiter. Los abre mucho, tuerce la cabeza y exclama: “¿La edad? Nooooo. ¿Cómo voy a decirte mi edad? No te la digo”.

No es un buen inicio, pero la entrevista aún puede remontar. La víspera, un lunes caldoso de junio, Karin Joch se muestra sorprendida por la oferta, pero dice que sí, que vale, y cuando escucha que esto va de contar la vida de personas desconocidas, se lanza desbocada: “Pues yo tengo una vida muy interesante. Mis padres ya se dedicaban a esto. Eran químicos y hacían insecticidas y productos de droguería. Y yo, puf, menuda vida he tenido…”. Está tan habladora, tan simpática, que hay que cortarle para que no tenga que repetirlo todo al día siguiente.

Pero al día siguiente Karin es otra. Una mujer parca en palabras. A ratos, cortante, y a ratos, desconcertante. No se parece a la de la víspera: parlanchina, casi dicharachera. Hoy es una persona sin ganas de hablar y hasta un punto sarcástica. Pero hay que seguir. Se lo ha ganado. Porque Karin Joch, para regocijo del barrio de Ciutat Vella, ha mantenido abierta la vieja Droguería de San Esteban, junto a la plaza de Nápoles y Sicilia, a espaldas del pilotari de Pinazo que está haciendo el saque en una esquina de la plaza. El negocio está catalogado como histórico y no puede tocar ni un azulejo del fantástico cartel que hay a la entrada. Ella se ha limitado a añadirle un toque simpático a la puerta, donde ha colocado una escoba con gafas y bigote, y una fregona con ojos y coletas para dar la bienvenida a los clientes.

A un lado, algo tenso por la tacañería de palabras de su chica, está Fran, el novio de Karin, que aprovecha cuando entra un cliente para recordar que los alemanes son muy cuadriculados y que pueden parecer raros, pero que en la intimidad son muy cariñosos. Él hace lo que puede y cuando Karin suelta un “claro” como respuesta, algo que será recurrente, intenta completar la información con lo que él sabe. “Pero cuéntale lo de tu familia, que son todos químicos y farmacéuticos”. Ella lo mira, sonríe y suelta: “¡Claro!”.

Fran explica que la droguería es de 1944. De una carpeta saca la copia de un contrato antiquísimo a nombre de Nicolás de Frías, que parece ser que fue el primer dueño de este comercio situado en la esquina de la plaza de Nápoles y Sicilia con la calle Baró de Petrés. El suelo, de azulejo verde, es el original, como parecen también el mostrador y una cajonera que hay detrás. Enfrente, en un aparador que llega hasta la viga de madera que cruza el techo, hay un diploma y una imagen de San Esteban. Sobre el mostrador de madera, resiste, casi como un objeto de decoración, una vieja balanza Mobba -una empresa fundada en 1939-  de los años 50.

Vacaciones en Cullera

Fran también hace un esfuerzo comercial y explica que, además del género de toda la vida, la especialidad de la casa son los productos a granel. “Eso no lo tiene casi nadie”, dice. Aunque a Karin le gusta más destacar que ella ha incorporado productos ecológicos porque está muy preocupada por el medio ambiente. ¿Qué impulsó a una alemana de más de cincuenta años a quedarse una vieja droguería de barrio? Karin responde a su manera. “¡Mira! Me gusta. Está genial. Ha venido como ha venido. Claro”.

Karin Joch es de una ciudad próxima a la frontera con los Países Bajos. No cuenta mucho, sólo que está en una montaña llena de ciervos y que sus vecinos inventaron la cerveza rubia. La broma de que fue una gran contribución al mundo le saca una risa y rebaja la tensión durante unos segundos. “En mi familia todos son químicos. Claro. Pero yo con 14 años ya estaba trabajando con el tractor en los campos que tenía mi familia. Allí se cultivaba de todo. Patatas y de todo. Mi madre viajaba mucho por todo el mundo para conocer nuevos productos químicos. Somos cuatro hermanas y yo soy la tercera”.

Ella se formó para ser maestra de idiomas. Dice que estudió Alemán y Matemáticas, pero que le gustan más las letras que los números. La pregunta de qué hizo después de los estudios arranca otra respuesta sorprendente: “Yo tenía tres hijas”. Fran dirá después que suya, en realidad, sólo es una, que las otras dos eran adoptadas (aunque se supone que también suyas).

La familia viajaba desde que las hermanas eran pequeñas a España -“claro”, añade-. Cada Semana Santa y cada otoño dejaban Alemania y se plantaban en la playa de El Brosquil, en Cullera. No quiere decir la edad de las hijas, quizá para que nadie haga el cálculo de cuántos años puede tener ella, sólo que ya están casadas y que ella ya lleva 32 años en España. Karin daba clases de alemán en colegios y academias de idiomas. “Alemán, claro”. Y Fran, que a estas alturas ya está sudando a chorros de lo mal que lo está pasando, añade que Karin daba clases de alemán en el British School, en Alzira.

No come carne

Vuelve a entrar una clienta. Pide una mascarilla, como todas, y pregunta si puede pagar con tarjeta. Karin, que es todo dulzura en cuanto alguien atraviesa la puerta, le dice que sí y que sólo le quedan una pocas mascarillas, pero que ya no va a pedir más porque dentro de nada quitan la obligación de llevarla en los centros de salud. Un aroma perfumado flota en el ambiente de este negocio lleno de detergentes y pastillas de jabón Lagarto. Por una de las dos puertas entra una agradable brisa de vez en cuando, pero Karin, que siente calor, se alivia con un pequeño abanico negro. Su negocio está entre dos extremos de Ciutat Vella. A un lado, el histórico Horno Almirante; al otro, el espantoso edificio de Comisiones Obreras, una aberración en medio del centro histórico. Karin cuenta que los vecinos, algunos de más de 90 años que conocieron, incluso, al primer propietario, se alegran mucho de que ella haya hecho posible que siga abierto este clásico del barrio.

La alemana cuenta que se quedó en España siendo una veinteañera porque le gustó y “está muy chulo”. Su novio explica que le gusta el clima, su gastronomía, el sol… Pero ella le corta. “La gastronomía me gusta, pero hay cosas que no me gustan…”. Se resiste a decir el qué. Pero Fran le anima a que cuente la historia de por qué dejó a comer carne. Ella se revuelve. “No voy a contarlo. No quiero. Pasó un accidente y desde ese día ya no como carne. En mi región mataban a muchos cerdos y a mí me gustan mucho los animales, no me gusta que se maten”.

En una esquina, detrás del mostrador, está la entrada a la trastienda. Allí, sobre una mesa, hay una tela de seda sobre la que Karin tiene un cuadro a medias. En la habitación de al lado, un poco más allá, tiene colgado de la pared uno terminado que ha hecho con pan de oro y pan de plata. La pregunta sobre cómo lo hace es atajada de inmediato: “No lo voy a contar, es secreto. Claro”. Sí cuenta que los vende y que se llevó 800 euros por el más caro de los que ha colocado, uno de un caballo.

Una mujer entra a preguntar por una calle. Cuando se va, Karin explica que eso le encanta, la vida de barrio. Hace dos años que no viaja a Alemania. Cuesta sacarle dónde va cuando regresa a su país. Sólo pronuncia el nombre de algunas ciudades: Bonn, Colonia, Múnich, Berlín… “Aún me queda familia allí. Claro. Lo que más me gusta es la montaña. La de aquí no me gusta porque está todo pelado. Pero también es verdad que, a cambio, las playas de aquí son mejores que las de allí. A mí me gusta la playa para ir a nadar, no para tumbarme al sol”.

Luego se queda callada. Mira a su alrededor, extiende los brazos hacia todos los productos que llenan la tienda y exclama: “¡Está chulo, me encanta!”. Está claro…

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