Antes biblioteca, hoy ayuntamiento, este símbolo ha renacido gracias a la ayuda de países como España y hoy es una gran lección para Europa
VALENCIA.- H sido escenario del comienzo y del final del siglo XX en Europa. La ciudad que ha resistido al asedio más largo de la historia moderna pero también una bella desconocida donde, a pesar de las cicatrices, siguen cruzándose Oriente y Occidente en apenas doscientos metros. Apodada antes de la guerra como la Jerusalén europea, Sarajevo aún tiene esa mezcla multicultural y religiosa aunque en menor medida, ya que está atrapada dentro de una ingeniería institucional de territorios étnicamente limpios que instauró el Acuerdo de Paz de Dayton. Por su convulsa historia, el Nobel Ivo Andric la definió como la única urbe que nace y muere en un único acto.
Muchos analistas internacionales apuntan que Sarajevo no es un ejemplo de lo que ocurre cuando se construyen mezquitas, iglesias y sinagogas unas enfrente de otras, sino de lo que le pasa a la gente cuando por miedo y sed de nacionalismo elige a misántropos como líderes. Por esto en los tiempos de Trump, Le Pen u Orban esta lección es más que necesaria para Europa. El activismo cultural y artístico de sus ciudadanos durante la guerra es todo un símbolo de resistencia a la barbarie, al igual que su Biblioteca Nacional, Vijecnica, que, superviviente del memoricidio más atroz, es hoy la casa de la memoria no sólo para los bosnios sino para todo aquél que la visita.
«Escuchas un silbido sobre tu cabeza, pasan dos-tres segundos de tensión, y entonces ahí abajo, en algún lugar de la ciudad erupciona una explosión. Primero es como una delgada y alta columna de polvo que se va transformando en humo y fuego. Esperas un poco más para reconocer qué tipo de habitáculo es. Si el fuego es lento y perezoso se trata del incendiado hogar de algún pobre. Si brota como una gran bola morada es que está ardiendo una buhardilla revestida de madera lacada. Si llamea largo y tendido, se ha incendiado la casa de algún rico propietario del casco antiguo que estaba repleta de mobiliario de época. Pero si la llama se levanta repentina, salvaje y disoluta como el pelo de Farrah Fawcett, y desaparece aún más pronto, dejando que el viento arrastre las cenizas de las hojas sobre la ciudad, entonces sabes que ha ardido la biblioteca de alguien».
Todas las bibliotecas caseras que ardieron en los tres años y medio de sitio de Sarajevo y que nadie ha podido documentar, tal y como indica el autor de esas líneas, Miljenko Jergojevic, no se pueden comparar con la hoguera que supuso el incendio de la Biblioteca Nacional de Bosnia y Herzegovina, la conocida Vijecnica, bombardeada por las fuerzas serbias y serbobosnias hasta la saciedad desde los montes que rodean la ciudad, y finalmente alcanzada por su artillería pesada en la madrugada del 25 al 26 de agosto de 1992. Ardió todo un día con su noche consumiendo en sus llamas casi dos millones de libros, a pesar de los desesperados esfuerzos de los bomberos y civiles que acudieron bajo la lluvia de mortero a salvar lo que aún se podía. El escritor Juan Goytisolo lo bautizó como 'El memoricidio de Sarajevo'.
Con el objetivo de borrar la memoria y el patrimonio de un pueblo, la quema de la Biblioteca de Sarajevo se convirtió en eso, el mayor asesinato de la memoria desde la II Guerra Mundial en suelo europeo. Un edificio neomudéjar construido por los austrohúngaros, que concretamente buscaron la inspiración en el Alcázar de Sevilla para coronar el casco antiguo otomano y con él darle la fisionomía definitiva a una ciudad con identidad islámica pero europea. Curiosamente y lejos de lo que podía desear el ordenante del ataque, el psiquiatra y poeta Radovan Karadzic, recientemente condenado por genocidio, el espíritu de Vijecnica siguió vivo en sus ruinas y supuso la mecha para todo un despertar cultural de resistencia civil como modo de superviencia.
Enes Kujundzic fue el director de la institución entre los años 1993 y 2000. Desde la cafetería del legendario Hotel Europa —que ha servido de escenario para Muerte en Sarajevo, la última y laureada película del oscarizado director bosnio Danis Tanovic— el doctor Kujundzic cuenta que lo primordial tras el incendio fue reunir al equipo humano que ahí estaba empleado y seguir trabajando. «Sabíamos que Vijecnica tenía un valor simbólico como podía tener el Puente Viejo de Mostar por ser un lugar de sabiduría. Aunque ya no hubiera edificio debíamos mantener la existencia de la institución, y la única manera era seguir trabajando desde otra ubicación». Y esa idea de no dejar morir la memoria es lo que el mundo reconoció, especialmente España.
«El día que ardió la biblioteca nos encontrábamos en el Congreso Internacional de las Asociaciones de Bibliotecarios», recuerda Arsenio Sánchez, Premio Nacional de Restauración y Conservación de Bienes Culturales, y miembro del equipo de restauración de la Biblioteca Nacional de España. «Los daños eran enormes. Había sido destruido por completo el Archivo de Estudios Orientales, todo el catálogo de publicaciones periódicas, todo el departamento de tesis doctorales y documentos científicos, en fin, el noventa por ciento del fondo había ardido y el patrimonio del país estaba muy dañado», indica desde Madrid. «Los restos se habían trasladado a un cuartel militar. Recuerdo encontrarme en mi primer viaje con cuatro habitaciones repletas de cajas con restos de libros quemados que ya habían cogido una pátina de hongos». A sus manos de restaurador y a sus conocimientos técnicos se debe todo el proyecto de conservación, restauración y posterior catalogación de lo que es el actual catálogo bibliotecario nacional de Bosnia y Herzegovina.
Mientras la comunidad internacional seguía en un letargo para no intervenir en la guerra de Bosnia, tal y como es el caso actual de Siria, personalidades del mundo de la cultura buscaban en Vijecnica mantener con respiración asistida ese espíritu de memoria colectiva. El actual alcalde de la ciudad, Ivo Komsic, refleja en un escrito sobre la institución cómo «bajo el cobijo de la derruida e incendiada Vijecnica, el periodista y publicista Bernard Pivot reunió a intelectuales de todo el mundo para hablar de la cultura como herramienta de resistencia a la violencia. Es inolvidable la imagen del solitario violoncelista Vedran Smajilovic que, con lágrimas en sus ojos, tocó el Adagio de Albioni en medio de las ruinas de la que una vez fue la casa de esta ciudad, y un templo de sabiduría. Mientras el mundo dormía, en sus ruinas fue interpretado el Réquiem de Mozart bajo la batuta del director Zubin Mehta. Son imágenes que han dado la vuelta al mundo y se han convertido en uno de los símbolos planetarios de resistencia a la barbarie y al odio».
Cuando finalizó el conflicto, el gobierno austríaco hizo una primera donación para comenzar los trabajos de su restauración. «Recuerdo que después de los cuatro duros inviernos sarajevitas que el edificio aguantó sin cúpula, lo más difícil era estabilizarlo. Con esa primera fase nos pulimos todos los fondos. Luego hizo un segundo esfuerzo la Comisión Europea y finalmente España aportó un importante donativo de un millón de euros para restaurar la fachada», cuenta el arquitecto restaurador, Ferhad Mulabegovic, en su despacho aún repleto de planos de un proyecto enorme que tardó sólo dos años en ser construido pero que ha necesitado dieciocho para ser restaurado.
A pesar de que esta historia tiene un final casi perfecto, los libros restaurados nunca han regresado a Vijecnica que hoy funciona como ayuntamiento. Sánchez remarca que «los donativos para carreteras son importantes pero las democracias se construyen con bibliotecas y es una pena que Vijecnica ya no lo sea».
Aun siendo así, Vijecnica ha mantenido viva la llama de la dignidad y de la memoria en Sarajevo. Han pasado veinte años de posguerra, salpicada por la desilusión por un futuro mejor que no llega, de transición económica en la que ha habido incluso un intento de primavera bosnia que fue diluido por la élite política anclada aún en el discurso del odio, pero con el renacer de Vijecnica, Sarajevo también parece haber vencido el memoricidio. No en vano, y en sus tiempos más duros surgieron iniciativas tan fantásticas como su Festival de Cine (SFF) por cuya alfombra roja ha desfilado este año Robert De Niro, o en su pasada edición Benicio del Toro junto al director español Fernando León de Aranoa, sobrecogidos por la fuerza del mensaje de paz que es la esencia de esta muestra. El premio especial ha recaído este año en el documental Scream for me Sarajevo en el que se cuenta la peripecia de la mítica banda de heavy metal Iron Maiden por entrar en la sitiada ciudad y tocar para su público. La gente abandonaba la sala de proyección con lágrimas en los ojos recordando un tiempo en el que fueron tan grandes, incluso más que los tanques que les acorralaban.
Su resistencia atrapó la mirada de Annie Leibovitz, Susan Sontag, Pavarotti o Bono, quienes compartieron en la guerra la valentía de los sarajevitas consistente entre otras cosas en jugarse la vida atravesando a pie la pista del aeropuerto, la de la muerte para salir de la ciudad y representar a su país en Eurovisión porque, como me cuenta entre risas su intérprete, Muhamed Fazlagic, «no teníamos otra arma más que nuestra pasión»; u organizar un certamen de misses soportando un cartel en el que ponía «no dejen que nos maten»; o también mandar postales al exterior ilustradas con los grandes iconos de la sociedad de masas en las que ponía «recuerdos desde Sarajevo», como un mensaje de que no era Sarajevo la que le había dado la espalda al mundo sino más bien al contrario; o celebrar cada noche desde los sótanos una función de teatro a la que el público acudía arreglado como en los mejores tiempos. Esas hazañas que ya son historia viva de esta ciudad fueron olvidadas durante las últimas dos décadas de supervivencia económica. Pero hoy, bajo la cúpula de Vijecnica, parecen revivir como el mejor estandarte de lo que puede ofrecer Sarajevo al mundo, y en especial a Europa.
La cuidad acoge muestras antológicas de todo eso y más, que no pueden dejar indiferente a quien la visita. «Durante la guerra nos dimos cuenta de que la cultura era una necesidad igual que la comida. El público arriesgaba su vida para asistir a las funciones y nosotros por actuar. Nuestro espíritu multicultural pertenece a Europa y Europa también puede aprender de ello», indica Nihad Kresevljakovic, el director de MESS, el festival teatral que sobrevivió al asedio y que hoy es uno de los más reconocidos del continente. A pocos metros de su sede, una escultura de mujer con los brazos abiertos saluda a los viandantes. Bajo sus pies pone: «lugar para besarse». Es un sitio de encuentro para los jóvenes sarajevitas que nacieron después de la guerra y no saben que durante el asedio esta obra de arte yacía en consonancia con su ciudad, rodeada de alambre de espino esperando el último tiro de gracia.
Su autor, Alija Kucukalic, uno de los mayores exponentes de la escultura contemporánea del país, falleció en una de las masacres de la ciudad, y a pesar de su grandeza artística ha tenido que esperar el mismo tiempo que Vijecnica para ver iluminada de nuevo su obra. Su hija, Leyla, afincada en Villena (Alicante) acaba de publicar la monografía El escultor Alija Kucukalic, que será presentada el próximo mes de noviembre en Sarajevo y que tendrá una versión en castellano. Desde su estudio artístico comenta que este trabajo reivindica la historia real de su ciudad, la que parece haber pasado un tránsito de amnesia para al fin dirigirse hacia los verdaderos héroes de este país, sus ciudadanos.
Existe hoy en Sarajevo un punto divisorio justo en el lugar donde comienza el casco antiguo otomano o Bascarsija. En él hay una leyenda que apunta hacia Oriente y Occidente, y un rótulo en el que pone: «Sarajevo, encuentro de culturas». Aunque este punto existe desde hace más de cinco siglos, hoy este gráfico se lo recuerda a cualquier paseante. Es una instantánea mucho más optimista que las kilométricas hileras de cementerios blancos que rodean la ciudad, testigos de los más de once mil sarajevitas inocentes caídos en el yugo de una guerra provocada por misántropos que no respetaron la diversidad de esta joya europea.
Como dijo el escritor Milijenco Jergojevic, «acaricia tus libros, forastero, y recuerda que son polvo».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 23 de la revista Plaza (septiembre de 2016)