Tres mujeres nacidas en Francia, Italia y México mantienen una colonia de gatos en un solar cedido por el Ayuntamiento de València. Elvis, Señorita Park o Prince dejaron de ser animales callejeros para pasar a vivir con todo tipo de cuidados en un descampado junto a la avenida de la Plata
VALÈNCIA.- Señorita Park corretea por el solar luciendo un pelazo que es la envidia de todo Waikiki. Y por ese aspecto de gatita presumida, y porque la encontraron escondida en una aparcamiento, Alessandra Moccia le puso el nombre de Señorita Park. Esta gata callejera es uno de los cuarenta y dos felinos que habitan en la comunidad que se ha instalado en un descampado cedido por el Ayuntamiento para cuidar de estos animales abandonados. Allí, de manera altruista, tres mujeres hacen un trabajo exhaustivo para que los mininos estén sanos, seguros y bien atendidos. Para que un gato, en definitiva, no lleve una vida de perros.
Las tres mujeres llegaron a València medio de rebote. «Somos como el chiste», bromea Alessandra sobre sus nacionalidades porque ella es italiana, Valeria Jaime es mexicana y Dolly (Mª Dolores Ortiz), aunque es hija de valencianos, nació y vivió muchos años en Francia. Dolly, que es la mayor de todas, ya está jubilada y se encargaba desde hace años de una colonia felina que había en la avenida del Puerto, en un solar donde iban a empezar a construir y que se vio obligada a abandonar. Por una casualidad, casi todos sus gatos son negros, así que les llama a todos Pepe y Pepa porque los ve a todos iguales menos a uno, Pepo, que tiene un mechón blanco en el pecho.
Valeria fue la última en llegar. Ella se mudó con su marido de Roma a València y viven cerca de la avenida de la Plata, donde se abre un pasillo que desemboca, bajando una rampa, en el solar donde están Waikiki y otras dos colonias vecinas. Encima de la rampa, hay como un balcón al que cada cinco o diez minutos se asoman los curiosos para ver aquella urbanización gatuna. La verdad es que llama la atención aquel terraplén lleno de casitas, jaulas y gatos deambulando por allí.
La tercera pata de este proyecto es Alessandra Moccia, una italiana de Varese, tierra de ciclistas y baloncesto al norte del país, casi en la frontera con Suiza. Ella llegó a València hace siete años, después de que la empresa para la que trabaja, dedicada al control de plagas, abriera aquí una oficina. Tras el confinamiento, en mayo de 2020, comenzó a atender una colonia felina en Ruzafa, donde vivió de cerca la crueldad de los vecinos que no quieren animales abandonados alrededor de su casa. «Una vecina empezó a envenenarlos con sosa cáustica y la mitad de los gatos murieron. Estamos en juicio y esa misma vecina denunció al dueño de un solar privado abandonado en la calle Cádiz porque allí había más gatos que yo alimentaba. A raíz de esa denuncia, curiosamente, el Ayuntamiento me autorizó a trasladar mi colonia a este espacio en la avenida de la Plata».
Alessandra cuenta todo esto recién llegada de su trabajo. No le ha dado tiempo ni de quitarse la acreditación que lleva colgando del cuello y su aspecto, con un vestido ajustado y unas botas de piel, contrasta con el de sus compañeras, vestidas para trabajar un rato en el solar. En cuanto se acercan a la puerta, los gatos salen de sus escondrijos para saludarlas. No se sabe si es cariño o interés, pues saben que ellas les alimentan. Dolly ya no está para mucho tute y por eso aceptó en otoño de 2020 una alianza con Alessandra a la que luego se unió, entre curiosa y solidaria, Valeria.
Pese a la creencia popular de que es mejor adoptar a un cachorro para educarlo, es preferible un adulto porque ya se sabe su carácter
Prince y Morgana son los dos únicos ejemplares que se dejan acariciar. Prince es casi un gato ‘trans’ porque durante semanas le llamaron Princesa. Tiene el pelo blanco y negro muy largo y eso hacía que se mantuviera oculto su secreto. Hasta que un día, cepillándolo, descubrieron que no era Princesa sino Príncipe, así que lo bautizaron como Prince. El cambio de Morgana fue más social. Al principio tenía miedo de la gente, algo muy común en los gatos que vienen de la calle, pero con el tiempo y el cariño ha acabado simpatizando con los humanos.
Dolly, que es alimentadora certificada, pidió ayuda al Ayuntamiento cuando tuvo que dejar el solar anterior y llegó a la avenida de la Plata con sus gatos portuarios en marzo de 2020; seis meses después apareció Alessandra con sus mininos ruzaferos. «Al principio esto estaba vacío, con solo una casita que nos dejó el Ayuntamiento con nueve camas para más de treinta y cinco gatos. Nos tocó empezar toda la labor de poner en seguridad el espacio para que no se escaparan, construir refugios, casitas, unas jaulas de adaptación para que pasaran un periodo de transición al llegar porque son muy territoriales y si introducimos nuevos gatos es importante que primero estén en un sitio más pequeño. Y así, además, podemos ver si traen una enfermedad. Es como una especie de cuarentena».
Aquello es algo así como Cat City. Casas de todo tipo están desperdigadas por todo el terreno. Muchas de ellas son muebles antiguos que encontraron por la calle sus cuidadoras y que cubrieron con un modesto techo de uralita. Pero también hay camas minúsculas, cajas hechas con palés y hasta la carcasa de una radio antigua, el refugio que eligió de forma natural uno de los gatos nacidos en Waikiki y que por eso recibió el nombre de Elvis. Valeria y Alessandra logran que se acerquen abriendo unos sobrecitos del que sale un líquido viscoso que les encanta. Y así, lamiendo la abertura del sobre, se dejan fotografiar mientras cogen confianza con los extraños recién llegados.
En Ruzafa, una vecina empezó a envenenar a los gatos con sosa cáustica y la mitad murieron. Ese fue el germen de la colonia Waikiki
Mientras, Dolly cuenta que aunque un gato doméstico puede vivir más de quince años —«yo tuve uno que llegó a 18», advierte—, uno callejero no suele pasar de los tres. O los matan o los atropellan o cogen una enfermedad que acaba con ellos. Por eso son importantes colonias como Waikiki, un nombre que es fruto de la imaginación de estas tres mujeres. «Waikiki es una playa paradisiaca de Hawai. Cuando llegamos al espacio este parecía un campo de concentración: no había nada, ni plantas ni refugios, nada, pero vinieron a ayudarnos y salió como una broma que al final iba a ser como un resort paradisiaco para gatos y por eso cogimos el nombre de Waikiki», explican.
Todos los residentes en Waikiki están esterilizados, desparasitados y vacunados. Son gatos que no pueden ser adoptados porque vienen de la calle y no están acostumbrados a convivir con personas. Pero esa misma razón es la que le cierra las puertas a los mininos domésticos que les intentan endosar amos desencantados con su mascota. Y es que esos pueden ser adoptados y por eso prefieren dedicar todos sus recursos, que salen casi íntegramente de sus bolsillos, a los inadaptados. Un saco de pienso de quince kilos no dura más de diez días. Y hay que limpiar, darles de beber, llevarlos al veterinario… Por eso Valeria, que es una artista, como demuestra el broche con una simpática forma de gato que lleva prendido al jersey, hace calendarios solidarios o figuritas para conseguir alguna donación.
Cada día va una de ellas a atender a esta especie de comuna felina. Los fines de semana, con más tiempo, se explayan en su cuidado. Los sábados o los domingos los dedican a limpiar a fondo cada lecho. Cambian las mantas, arreglan los refugios, retiran las heces, desinfectan y cortan la hierba porque aquel es un lugar salvaje y, si dejan que crezca, Waikiki se convierte en la selva y es difícil encontrar a los animales. A Alessandra se le ve una persona feliz rodeada de gatos en esta ciudad en la que se estableció, y se enamoró, en 2015. Antes vivió en Varese, Oxford, Venecia, Cardiff, Barcelona y Estados Unidos.
Por eso, quizá, le entristece recordar el virus que se coló hace unas semanas. Waikiki está entre otras dos colonias más pequeñas. Los responsables tienen que atravesar este paraíso gatuno para llegar a su espacio y Alessandra sospecha que, en febrero, cuando llegaron dos gatos nuevos a una colonia vecina trajeron la panleucopenia, un virus mortal. Como no hicieron cuarentena, contagiaron a más gatos y fallecieron cinco. Al ser un virus orofecal está en las heces y creen que por los zapatos llegó a Waikiki y se cobró dos víctimas. Durante esos días usaban veinte litros diarios de lejía que, como todo, costeaban con su dinero, aunque algunos vecinos les ayudan. «Tuvimos mucho cuidado e íbamos dos o tres veces al día a desinfectar. Esto no es lo normal, pero cuando te comprometes con algo hay que hacer sacrificios y estar el tiempo que necesiten».
Alessandra no siempre fue así. Antes viajaba mucho por trabajo, pero llegó la pandemia y su vida pegó un frenazo. La italiana se tuvo que encerrar en casa y entonces tuvo tiempo de darse cuenta de que, por los tejados, había varios gatos, algunos cachorros. «Así que decidí cogerlos yo misma, dar en adopción a los pequeños y esterilizar a los mayores. Siempre me gustaron los animales y esto es algo que siempre había querido hacer. Creo que es algo propio de los niños querer salvar o cuidar a un animal, pero normalmente tus padres siempre te dicen que te despreocupes, así que ahora me siento como si hubiera rescatado mi alma de niña. Y es curioso porque desde que ves el primer gato, ya no puedes dejar de ver gatos por todas partes, pese a que nunca te habías fijado».
Con @waikikigats_coloniafelinavlc, la cuenta de Waikiki Gats en Instagram, se ha abierto también una puerta a los ingratos, gente que les hacen chantaje emocional o que es capaz de amenazarles con matarlos si no los acogen. Y en lo que llevan de año ya han aparecido cuatro gatos que han ido soltando dentro de la colonia.
«Todos los residentes en Waikiki están esterilizados, desparasitados y vacunados. Son gatos que no pueden ser adoptados porque vienen de la calle»
Igual que, como cuenta Dolly, es mucho más fácil lograr que se adopte a un cachorro que a un gato adulto porque la gente «cree que así logrará educarlo como quieren, y no es así, son muy cabezotas». Por eso dicen que es mejor adoptar un adulto, porque ya sabes el carácter que tiene. Dolly, que vivió 27 años en Nimes (Francia), dice que ahora ya tiene suficiente con los gatos de la colonia. Alessandra tiene dos en casa y Valeria, tres.
A Alessandra, que tiene 35 años y una gran vitalidad, no le importa que puedan decir de ella que es una loca con sus gatos, un tópico. «Prefiero que me llamen loca por tener otras preocupaciones que no sea mi bienestar, a ser superficial y egoísta, a preocuparme solo por mí misma y no ver lo que hay a mi alrededor». Y cuenta que ahora que se ha llevado los gatos de Ruzafa, algunos vecinos, al encontrársela por la calle, la abordan para decirle que los echan de menos. «En cuanto dejan de estar comienzan a aparecer ratas, ratones, cucarachas… Plagas que controlan las comunidades felinas. Igual que los vecinos de ahora, que están muy contentos porque antes tenían un basurero debajo de casa y ahora tienen un espacio bonito y muy cuidado». Y quién sabe si será uno de ellos el que ha pintado en el muro que hay a la entrada una frase que se antoja excesiva: «Los gatos son God».
A Señorita Park, como buena señorita, le gusta que le lleven la comida hasta donde está. Esta gata se crio en un parking de Ruzafa y cuando la rescataron prácticamente no había visto la luz. Por esto la tuvieron un tiempo en semioscuridad, para que el cambio no supusiera un trauma. Ahora ya se ha acostumbrado y deambula por allí con gatos de toda índole. Unos tienen el rabo cortado o dañado, hay un par que caminan sobre tres patas y casi todos rehúyen las caricias. Toda la población lleva una marca que se le pone a los gatos para que se sepa que son callejeros: un pequeño corte en una oreja. A los machos, en la derecha; a las hembras, en la oreja izquierda. Ahora siguen viviendo en la calle, pero una calle que se ha convertido en un resort: Waikiki, el paraíso de los gatos.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 91 (mayo 2022) de la revista Plaza