VALÈNCIA. En la era del calentamiento digital, no hay día sin que una u otra cuestión se convierta en #HistoriadeEspaña o encienda las redes, como si estas fueran un fogón, con una #polémica tras otra. Todo parece más grande, más brillante, al calor de las brasas de las redes sociales. El fuego, claro está, hay que alimentarlo para que sus llamas se vean hermosas. Qué nos van a contar a los valencianos. La pasada semana le tocó a las partes íntimas de Aramis Fuster, convirtiéndose en trending topic aquí y en Transilvania. Ahora es el turno de la exposición de esculturas que próximamente inaugurará Antoni Miró en ‘La base’ de La Marina. De airear el sótano va la cosa.
De carácter sexual, inspiradas en las escenas eróticas representadas en el arte grecolatino e instaladas en un lugar abierto, las piezas han generado “controversia”, “indignación” y “polémica”. Vaya el hashtag por delante. Si bien, todos estos años hemos convivido con imágenes grotescas, escenas repugnantes que nos han pasado desapercibidas o sobre las que hacemos la vista gorda. Quizá por costumbre, quizá por haberlas aceptado como naturales. Pero ahí están, desnudas frente a nosotros, con todo colgando. Y no, no hablo de la gárgola que se masturba en la fachada de La Lonja, que en pocos días pedirá pixelar la Asociación del Banco de Tres Patas (AB3P).
Nadie piensa en los niños, me cague en Déu.
Lo grotesco es otra cosa, es aquello que, en ocasiones, va de la mano de algunos de esos monstruos de los que hablaba Fina Cardona-Bosch este domingo en Cultur Plaza (#ad). Lo grotesco a veces lleva traje y corbata. Pero hoy, en los tiempos del modem caliente, lo censurable es El origen del mundo (Gustave Courbet, 1866) o algunas obras de Miquel Navarro –tal y como recogieron los compañeros de Las Provincias- en Facebook. También se censuran los besos entre parejas del mismo sexo en Instagram o los pezones femeninos. Eso es lo reprobable en un espacio virtual donde poco importa la lírica. Con lo importante que es. Y es en este momento de supuesta apertura de puertas y ventanas cuando toca coger los bártulos del arte y enclaustrar todo aquello que suponga una alteración para un espacio público que a veces no se sabe si es físico o digital. La culpa, por supuesto, no es ni de Twitter ni de Facebook.
El análisis es más extenso de lo que uno podría abarcar en estas líneas, pero la falta de consideración (económica y social) de los creadores y el bajísimo consumo cultural no hacen bien a la exaltación social. Mientras tanto, y ante la duda, hay quienes agachan la cabeza como avestruz –no todos, claro-, quienes prefieren apagar rápido los fuegos digitales no vaya a ser que les cueste un puñado de followers, votos o que la policía del Twitter les castigue. Aquí, claro está, los hay que se quedan cortos y los que se pasan de frenada. La polémica es necesaria y muy útil, pero no es una cuestión de tamaño. Y no, no estoy hablando de las esculturas de Antoni Miró. A veces toca decir con claridad que tal #polémica es un disparate, una tontería en mayúscula. Y que los feuds, o cómo diablos se llame ahora, de todo a cien hagan las maletas y nos ocupemos de lo verdaderamente grotesco. Lo del sexo, no; lo del mundo de los vestidos.
Si bien todo esto que les cuento no es nada nuevo, conviene recordarlo.
De hecho, conviene practicarlo. Lo uno y lo otro.