Zapata Tenor se reinventa como escritor en su lucha por hacer llegar la música clásica a todos los rincones de la sociedad
VALÈNCIA. Parece un libro de autoayuda, pero no lo es. Sin embargo, Música para la vida (Ed. Planeta), de José Manuel Zapata (a.k.a Zapata Tenor), es toda una inyección de buen rollo. Con un currículo que incluye haber compartido escenarios con los mejores de la ópera y actuar en teatros como el Metropolitan Opera House (Nueva York), el Teatro Real (Madrid), el Rossini Opera Festival (Pésaro), la Ópera de Berlín, el Theater an der Wien (Viena)… sorprende encontrarse con este genio de los de cero ego, de los que no ya tienen nada que demostrar y no necesitan perder el tiempo en reivindicarse. Se ríe de todo, empezando por él, y se cuida mucho de pontificar. La misma portada de su libro es una declaración de principios: vestido como uno de los personajes de alguna de sus óperas pero con una Gibson Les Paul al hombro.
A Zapata le hace gracia lo de que el suyo parece un libro de autoayuda, pero se lo toma casi un piropo, «porque lo que intento no es solo de hablar de música, sino de cómo puede ayudar a la gente, cómo podemos apoyarnos en ella, para que ayude a otros igual que lo hizo conmigo». Explica que fue la herramienta que le ayudó a superar todos sus fracasos (de los que da buena cuenta en su libro).
«De lo malo se aprende más que de lo bueno. Yo, de las críticas buenas, no me acuerdo, pero las malas, sobre todo cuando tienen razón, me cuesta mucho olvidarlas. Creo que si soy feliz como soy es porque esas dificultades que me han hecho esforzarme a ser mejor. Beethoven también decía algo así, y ¿quién soy yo para contradecirle?», bromea. La manera en que cuenta su paso por COU —dos veces y casi tres— es un ejemplo de lo que ha sido su vida: «yo era bastante vago, me encantaba la ‘observación del medio’, y no fui buen estudiante hasta que encontré lo que de verdad me gustaba. Me sabe mal, pero hay muchos niños como yo, a los que se etiqueta como malos o que no sirven, y eso además de injusto es cruel porque solo están esperando su momento».
Zapata Tenor forma parte de ese grupo de músicos —como James Rhodes o Ara Malikian— que intentan acercar la música clásica a la calle borrando esa imagen de que es algo reservado a grandes auditorios, con gente de alto poder adquisitivo, y que por edad fueron vacunados en la primera fase. ¿Se paga un precio en su sector por desacralizar la música clásica? «En esta profesión, como muchas otras, hay corralitos y hay gente que no lo entiende. En mi mundo, Rhodes es casi el anticristo, pero él no oculta su nivel ni pretende ser Solocov. Yo creo que, tanto en su libro Instrumental como en sus conciertos, hay una honestidad y un amor a la música que se transmite, y yo eso se lo compro. A mi me la trae al pairo lo que me digan, pero es verdad que a otros de mis compañeros no les gusta bajarse del pedestal… ni que les bajen».
Zapata comenzó a hacerse popular fuera de su circuito natural con su espectáculo de From Bach a Radiohead. ¿A qué tipo de público era más difícil convencer? «Pues la verdad es que a ambos, y yo era el primero que tenía recelos a la hora de prestarle atención a Radiohead, hasta que mi amigo Juan Francisco Padillo me hizo escucharlos y me di cuenta de lo que me estaba perdiendo. Yo también era víctima de mis prejuicios, y contra eso es lo que lucho. También es verdad que ambos grupos , cuando se dejan convencer, ya no dan vuelta atrás».
Otro de sus espectáculos, Concierto para Zapata y Orquesta, lo realizó con Paco Mir (de El Tricicle). Uno de sus objetivos era experimentar nuevos formatos para lograr que la música clásica llegara al público. «Tenemos que asumir que la forma de consumir música clásica no ha evolucionado en siglos, seguimos abonados al formato del gran templo cultural y el boato, pero está todo por inventar», explica.
De hecho, para él no debería haber diferencias entre como se produce un concierto de rock y uno de música clásica. «Vas a ver a AC/DC y flipas. Está la música, pero también las luces, la muñeca que se hincha, Angus Young bajándose los pantalones… hay espectáculo. Y no veo qué problema habría en hacer lo mismo con un repertorio clásico, podría perfectamente plantearse como un show así. No sé si el director tendría que aparecer en plan Gene Simons, el de los Kiss, flotando con un arnés sobre el público, o llenarlo todo de humo pero tampoco veo porqué no se puede hacer», apunta mientras reconoce que de ese tipo de conciertos saca un montón de ideas. De hecho, en cuanto vuelva la normalidad tiene previsto sacarse una espina: aún no ha visto a los Iron Maiden en directo. Se le perdona por ser quien es.
Para él, uno de los problemas al hablar de la música clásica es que «estamos hablando de creación más tiempo. Es decir, miramos hacia el pasado y nos maravillamos de los que hicieron los grandes músicos olvidando que, en su época, no tenían esa etiqueta. Dentro de cien o doscientos años, grupos como los Beatles estarán en esa misma categoría». La historia de la música, explica, es la de la rebeldía. «Eso no nació, como pensamos, con el rock’n’roll en los cincuenta», añade, «sino que es su ciclo natural: siempre hay algo que se considera el canon cultural del momento, y llega alguien que lo rompe. Entonces los guardianes de las esencias reaccionan airados hasta que se convierte en el nuevo estándar, el status quo lo asume como propio, y ya vendrán otros a cuestionarlo. Esos músicos que fueron contracorriente son los que hoy llamamos ‘clásicos’ y son los que hicieron avanzar el arte; a sus críticos se los ha tragado la historia y ni nos acordamos de ellos».
Ilustra su razonamiento con Carmina Burana, una de las piezas más reconocibles de la historia de la música gracias a Carl Orff. «Él recuperó los cantos goliardos del siglo XII y XIII y los elevó a lo más alto, pero los goliardos eran lo que hoy llamaríamos un movimiento contracultural, como el punk en los años 70, formado clérigos vagabundos, unos vividores que no tenían un duro, y que se bebían todo el vino de la sacristía», apunta.
Zapata se permite, además, el lujo de hablar con tapujos. Unas declaraciones sobre Plácido Domingo le valieron la típica tormenta (en un vaso de agua) de esas que se dan en las redes sociales. «Si a mí me preguntan mi relación con él solo puedo hablar bien. En el escenario es una persona muy generosa, que sabe dejar espacio a sus compañeros, y fuera te tendría que decir que lo mismo”. Pero a continuación añade «yo solo puedo decir que si es cierto lo que se ha publicado, y yo no lo puedo saber porque no lo vi, pues que lo pague. Con el abuso, tolerancia cero».
Eso lleva a al siguiente tema, el del autor y su obra. Él prefiere distinguir. «Wagner se ha interpretado en Israel y no ha pasado nada. Todo el mundo sabe quién fue él y que papel jugó en la creación del imaginario nazi. Cuando él murió Hitler ni había nacido, pero ya había dejado claro su antisemitismo en obras como El judaísmo en la música. Dicho esto, ¿Puede alguien no maravillarse al escuchar El anillo del nibelungo o Tristán e Isolda?». Desde su punto de vista, «el error es elevar a los altares a los creadores y pensar que son figuras celestiales o algo así. Hay que disfrutar de su obra —sea música, literatura, pintura…— pero sin olvidar quiénes fueron. Si quitamos a los que no nos caen bien de la historia de la música, igual solo nos quedaría el hilo musical», bromea.
Otro tema que sale a colación es el del machismo en la música clásica. «Es innegable», sentencia. Según él, no se da en todos los escalafones —dentro de las orquestas o entre los actores se da menos— pero hay un innegable ‘techo de cristal’. «No es normal que haya tan pocas directoras de orquesta. Sí, está Marin Alsop en la Orquesta Sinfónica de la BBC, o Alondra de la Parra, que tiene un estilo propio y le critican por eso, Mirga Grazinyte-Tyla…y cada vez hay más, pero queda mucho trecho por recorrer», explica.