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HISTORIAS DE CINE

50 películas de rock que hay que ver antes de morir

Eduardo Guillot compila en 'Sueños eléctricos' una selección con títulos fundamentales que certifican el feliz matrimonio entre las dos artes populares del siglo XX

13/01/2017 - 

VALENCIA. Lo relataba Frank Zappa en el libro La cultura underground, de Mario Maffi. “Recuerdo cuando aparecieron los créditos y sonó la canción [‘Rock around the clock’ de Bill Haley & His Comets]. (…) Estaba sonando el himno nacional de los jóvenes, y tan alto que yo pegaba saltos. Semilla de maldad, sin considerar el argumento, que dejaba que los viejos ganaran al final, representaba un extraño caso de apoyo a la causa de los jóvenes”. La cita aparece incluida en Sueños eléctricos, el nuevo libro del periodista y escritor valenciano Eduardo Guillot, colaborador de Cultur Plaza, y viene a certificar el momento casi exacto en el que el rock y el cine se conocieron, el día en el que ambas manifestaciones de cultura popular unieron sus destinos en una relación llena de altos y bajos, idas y venidas, pero irrompible. No hay divorcio posible desde entonces. Ningún científico, credo, profeta o economista podría haber concebido unión más fructífera. 

 Con el descriptivo subtítulo de 50 películas fundamentales de la cultura rock, el volumen de Guillot, que ha sido editado por la Universidad Oberta de Catalunya en su colección Filmografías esenciales, viene a ser el relato de esta historia de amor a través de algunos sus hijos. Cabe detenerse en esta serie de ensayos. Hasta la fecha se han publicado cinco títulos, que abarcan desde el oeste a las adaptaciones literarias, pasando por los films ambientados en la ciudad, la política o la medicina, y se han convertido en auténticos musts, textos de referencia para cualquier cinéfilo. Sueños eléctricos, que se halla ya a la venta y hace honor a la colección en la que se encuentra, se presentará el próximo jueves 19 de enero a las 19.30 horas en la librería Bartleby de Valencia, en un acto en el que Guillot estará acompañado por Carlos Madrid, recientemente nombrado director de Cinema Jove.

La selección de Guillot, este medio centenar de títulos esenciales de rock en el cine que a continuación se enumeran, es, como él mismo apunta en el esclarecedor prólogo, un “listado (…) que se pretende abierto y se plantea, principalmente, como punto de partida para estimular el debate”. Tras una excelente introducción en la que resume las constantes principales que han marcado la relación entre el rock y el cine, Guillot, en estricto orden cronológico recorre los más de sesenta años de este matrimonio lleno de reproches pero también de perdón. Un vínculo que se inicia con la mentada Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955), un film cuya verdadera importancia son unos títulos de crédito que marcaron un antes y un después, y nunca mejor dicho. Asimismo, de esta primera década de relación dubitativa llena de “producciones menores”, Guillot destaca Rock Rock Rock! (Will Price, 1956) y un film, cómo no, de Elvis Presley, El barrio contra mí (Michael Curtiz, 1958); pero sólo uno porque una constante del libro del periodista valenciano es que ha evitado en la medida de lo posible las repeticiones de nombres propios, ya sea como estrellas o como directores. Se trata de ir a la esencia, al meollo.

La segunda década, la de los florecientes sesenta, se abre con ¡Qué noche la de aquel día! (Richard Lester, 1964), “una ruptura radical en el modo en el que se han relacionado hasta el momento cine y cultura rock”, escribe Guillot. Junto este largometraje seminal, se puede leer sobre Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966); el documental Dont Look Back (D. A. Pennebaker, 1967) en torno a la figura de Bob Dylan; Pasaporte a la locura (Richard Rush, 1968), “con toda probabilidad, la [película] que mejor ha reflejado en la gran pantalla el ambiente que reinaba en las calles de San Francisco a mediados de la década de los sesenta”; el encuentro entre Jean-Luc Godard y The Rolling Stones Sympathy for the devil (1968); la insoslayable Buscando mi destino (Dennis Hopper, 1969) en la que se “certificó el fin del sueño hippy”, en la descripción de Guillot; el documental Woodstock (Michael Wadleigh, 1970) sobre el celebérrimo festival; las singulares Performance (Donald Cammell y Nicolas Roeg, 1970) con Mick Jagger y Gimme Shelter (Albert Maysles, David Maysles y Gary Weiss, 1970), sobre la gira americana de The Rolling Stones (una de las pocas formaciones que repiten presencia en el listado); el experimento 200 Motels (Tony Palmer y Frank Zappa, 1971) y la caribeña Caiga quien caiga (Perry Henzell, 1973), un film protagonizado por Jimmy Cliff que, con el telón de fondo de la música reggae, ofrece una mirada poco complaciente sobre la vida en Jamaica.

La nostalgia, ese veneno, también infectó la relación entre el rock y el cine. La primera muestra de ello es una de las películas seleccionadas por Guillot, y que para muchos es la obra maestra de George Lucas: American Graffiti (1973). Son los años de El fantasma del paraíso (Brian de Palma, 1974) y Tommy (Ken Russell, 1975), pero también los del documental inédito Bird on a Wire (Tony Palmer, 1974-2010) sobre Leonard Cohen, que no pudo ver la luz hasta hace unos años. De la diversidad de esta década dan fe la coincidencia en el tiempo de largometrajes tan dispares como la producción Nashville (1975) en la que el maestro Robert Altman se acercó al country, The Blank Generation (Ivan Kral y Amos Poe, 1976) en la que se dieron cita buena parte de los grandes del punk estadounidense con Blondie, Talking Heads y The Ramones a la cabeza, o la icónica Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977) que convirtió en estrella a John Travolta al ritmo de los falsetes de The Bee Gees. En paralelo Martin Scorsese retrató el final de The Band en El último vals (1978), Franc Roddam dio prueba de fe de las peleas entre mods y rockers en la generacional Quadrophenia (1979), con Sting paseando por allí, y los Ramones tuvieron su propia película, al más puro estilo Elvis (salvando las distancias, claro) en la comedia Rock and Roll High School (Allan Arkush, 1979), producida por el inefable Roger Corman, titán del cine de serie B. Hair (1979), la estética adaptación del gran Milos Forman del musical de James Rado y Gerome Ragni, cierra unos años setenta plenos de oferta.

Signo de los tiempos, el arranque de la década de los ochenta, los años de la cocaína, tiene como protagonista a uno de los personajes más excesivos de la historia reciente del cine estadounidense: John Belushi. Guillot ha seleccionado Granujas a todo ritmo (The Blues Brothers), la película de 1980 que dirigió John Landis y en la que el infortunado actor formaba el mítico dúo de hermanos huérfanos con Dan Aykroyd. De ese mismo año es la que para muchos, incluido Guillot, es la película más importante del cine punk: Caído del cielo. Dirigida por Dennis Hopper, uno de los pocos cineastas que repite en el exigente listado, esta descarnada, lírica y espeluznante reflexión sobre la generación punk revela hasta que punto el séptimo arte es un espejo de su tiempo. Igualmente, se resaltan la incursión en el cine de Paul Simon One Trick Pony (Robert M. Young, 1980) o la adaptación sui generis que realizó Alan Parker en Pink Floyd The Wall (1982) del disco homónimo de la banda británica, que contó con Bob Geldof como protagonista.

Con Estilo salvaje (Charlie Ahearn, 1982), la primera película rap de cierta consideración, se inician dos décadas marcadas por la constante presencia de documentales de nivel. El listado incluye entre este año y 1999 sólo seis películas, de las cuales cinco pertenecen a este género y la sexta es uno de los mejores mockumentarys (o sea, falso documental) de la historia, el descacharrante This is Spinal Tap (Rob Reiner, 1984). “Los cineastas de los ochenta son conscientes de la existencia de una tradición previa que forma parte de su educación y después de la fase nostálgica es inevitable que llegue el turno de la parodia”, escribe Guillot, y en ese sentido esta película, dice, dio “un paso decisivo en esa dirección”. Los otro cinco documentales, los de verdad, son Stop Making Sense (1984) con la que Jonathan Demme (mucho antes de El silencio de los corderos) creó “el Ciudadano Kane de las películas de conciertos”, en la ditirámbica descripción de la revista The Face; la atípica aproximación a Chet Baker Let’s Get Lost (Bruce Weber, 1988); el honesto retrato de la escena grunge que fue Hype! (Doug Pray, 1996); el maravilloso y amable documental Year of the Horse (1997) en el que Jim Jarmusch acompañó de gira a su amigo Neil Young y su banda Crazy Horse; y cierra la década Buena Vista Social Club, el trabajo de Wim Wenders nominado al Óscar sobre la música cubana vista desde la perspectiva de Ry Cooder, quien hace las funciones de Virgilio en el infierno (entiéndase como metáfora).

Con la llegada al nuevo siglo, la presencia de la música en la gran pantalla se plasma en documentales (verdaderos y falsos), obras de ficción que reconstruyen hechos reales, y todo tipo de producciones que rompen los pespuntes de los géneros tradicionales. La variedad y la calidad es tal que se han seleccionado 14 películas de los últimos 15 años. La primera de ellas es la que hace de bisagra entre centurias: Generación éxtasis (Justin Kerrigan, 1999), un largometraje que retrata el ambiente clubber y las modas de la época. Tras ella la eficaz versión que realizó en 2000 el siempre infalible Stephen Frears de la novela Alta fidelidad de Nick Hornby; el documental revisionista de Julien Temple sobre The Sex Pistols The filth and the fury (2000); la divertida comedia Hedwig and the Angry Inch (John Cameron Mitchell, 2001) sobre el queer rock; la imprescindible 24 Hour Party People (Michael Winterbottom, 2002) que relata la vida del periodista Tony Wilson, impulsor del sonido Manchester, o el no menos imprescindible documental Instrument (2003), en el que Jem Cohen retrata la carrera de Fugazi, o lo que para él era lo mismo, el grupo de su amigo del colegio Ian MacKaye.

Más documentales. Los llamados rockumentales son parte esencial en la correspondencia entre cine y rock y DIG! (2004), seleccionada entre estas 50 películas que hay ver antes de morir, es uno de los más sorprendentes. La directora Ondi Timoner retrató en él con precisión quirúrgica la enfermiza relación entre The Dandy Warhols y The Brian Jonestown Massacre, o mejor dicho entre los líderes de ambos grupos: Courtney Taylor-Taylor y el atormentado Anton Newcombe, respectivamente. The Devil and Daniel Johnston (Jeff Feuerzeig, 2005) da un paso más descarnado al acercarse a la entrañable y patética figura del músico y dibujante Daniel Johnston, enfermo bipolar y convertido en icono por la escena alternativa. Junto a ellos, películas con aires de cinema verité. Last Days, la reconstrucción de la muerte de Kurt Cobain realizada por Gus Van Sant en 2005; la ficción inventada por Todd Haynes en torno a Bob Dylan I’m Not There (2007); o la biografía de Ian Curtis firmada por Anton Corbijn Control (2007), completan el listado junto al documental sobre el heavy Metal: A Headbanger’s Journey (Sam, Dunn, Scott McFayden, Jessica Joy; 2005) y el célebre Searching for Sugar Man (Malik Bendjelloul, 2012) que descubrió al gran público a Sixto Rodríguez. Una selección que se cierra con el falso documental 20.000 días en la Tierra (Iain Forsyth, Jane Pollard; 2014) sobre Nick Cave. 50 películas pues que ejemplifican cuan intenso es el vínculo entre rock y cine, y donde queda de manifiesto que las expectativas son aún mejores. Porque, como señala Guillot, por ejemplo en el ámbito del documental musical estamos ante “una realidad viva y multiforme que atraviesa uno de los mejores momentos de su aún breve trayectoria, producto de su particular predisposición para convertirse en terreno de investigación de nuevos modelos narrativos”. Que la banda siga tocando.

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