El Transbordador publica este libro excelente que demuestra que no solo queda mucho y muy bueno por escribir sobre los Mitos, sino que es imperativo seguir haciéndolo
VALÈNCIA. Hace tiempo que su nombre dejó de ser patrimonio quimérico de los iniciados en los horrores allende las estrellas: el genio enfermizo y soñador de Providence, cuya vida llegó a su fin sin permitirle conocer el éxito, es ahora parte de casi cualquier historia inquietante, sea esta literaria, audiovisual, o jugable. Es inevitable: las criaturas más prosaicas del terror, los monstruos tradicionales, palidecen ante las realidades del cosmos que vamos conociendo a medida que avanza la ciencia. Las posibilidades de la escala cuántica o las implicaciones de la geometría que es el universo son infinitamente más terroríficas e inhumanas que cualquier ser, por muchos colmillos o garras de las que disponga. El vislumbrar las propias dimensiones del tejido que habitamos ya es suficiente para sentir escalofríos electrizantes en la columna. Por no hablar de los enigmáticos agujeros negros y sus simas imposibles. En ese sentido, se podría decir que no ha habido momento más propicio para sus historias que el de ahora, puesto que cuanto más sabemos, más insignificantes nos sentimos, y más nos convencemos de que cualquier cosa es posible allí afuera. El horror cósmico, por tanto, está de moda. Lovecraft está de moda. Su círculo está de moda. Quién se lo iba a decir. A él, que aborrecería esta época y a quienes vivimos (o sobrevivimos) en ella. De esto también hemos sabido hablar: el autor, elevado a ciclópeos altares destinados a la adoración de los maestros, ha tenido que ser también analizado e interpretado, siendo uno de los mejores ejemplos de esa dicotomía autor-obra que tantos quebraderos de cabeza provoca. Sea como sea, hay un poco de Lovecraft en la mayoría de relatos que nos rodean. Hay Lovecraft hasta en las narraciones de aquellas personas que no saben quién es Lovecraft, porque como decíamos, los rasgos esenciales de su literatura son el signo de los tiempos, y de esos tentáculos, lamentablemente, no se puede huir.
Si algo caracteriza el imaginario lovecraftiano es su estructura colaborativa: la obra del creador de la mitología ancestral más actual se relaciona desde sus orígenes con los aportes de diferentes firmas: Robert E. Howard, Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long, August Derleth, Robert Bloch, Donald Wandrei, Virgin Finlay, Algernon Blackwood, o Zealia Brown-Reed Bishop en una primera etapa, y desde entonces, tantos otros que es muy improbable que pudiésemos hallarlos y glosarlos, porque quien más y quien menos, si escribe fantástico, consagra en algún momento un relato en ofrenda a los Primigenios. Stephen King, por citar un ejemplo global, lo ha hecho con mayor o menor acierto. Podemos hablar también de Emilio Bueso, a Caitlín R. Kiernan, o a Álvaro Aparicio, autor del magnifico A propósito de Lovecraft, una colección que publica El Transbordador que es tan fiel a la esencia del de Providence y a la vez tan actual, y que además está tan bien escrita, que debería ser considerada canon para salvaguardarla de las tormentas de las novedades y las modas, y de los eones por venir. En ella, Aparicio, que además de escritor es podcaster y gamedev, desarrolla varios a propósitos a lo largo de la cuarta dimensión, entre ellos Alhazred, Nyarlathotep o Yuggoth. Cuando se ha leído mucho de aquello escrito acerca de los Mitos, se aprende a distinguir lo bueno, que lamentablemente (aunque comprensiblemente) escasea. No todo vale: ni una adjetivación barroca porque sí ni descripciones vagas que tratan de justificarse por lo inconcebible. Aparicio, sin embargo, no se deja nada en el tintero: todos los relatos son excelentes, siendo el último todavía más que eso. Uno desearía que el libro contuviese el doble de relatos, o no, porque la obra es en su forma actual digna de pertenecer con todas las de la ley (de una ley aberrante y sidérea) al canon del legado magistral de Lovecraft.
Esto sucede en sus originalísimas páginas (y ser original pero coherente a la vez con un corpus no es tarea sencilla): “—Da igual lo que te estés preguntando o lo que me quieras preguntar. Nunca vas a dar con la cadena de palabras adecuada para siquiera acercarte remotamente a lo que necesitas saber. Intuyes cuál es el potencial de la flauta. Te has curtido en su éxtasis; y en tus manos, con tu talento, es una fragua de noches. Ajardinarías dimensiones moribundas con tus melodías. Y por tu capacidad, habrás percibido una liviandad peligrosa que te absorbe. Debes tenerla en cuenta. Está ahí para limitarte, para que no rajes el universo por la mitad".
"La razón de tu talento es un misterio que jamás resolveré. Pero no eres una singularidad; otros como tú heredaron el testigo de los flautistas siglos atrás. Te concedo que tu juventud es una novedad. Nadie había verbalizado la pureza de los soles habiendo vivido tan poco. Lo achacaría al cúmulo de desgracias al que llamas vida, pero no es justo para aquellos que florecieron a través de la bonanza. No creo en las bondades poéticas de los espíritus atormentados". Las historias lovecraftianas que dieron origen a todo lo que vino después apuntaron detalles que al igual que el Jockey de Alien, eran semillas en sí mismos de potenciales nuevas ramificaciones. Las flautas, en este caso. Pero hay mucho más. Es imprescindible aprovechar las ondas originadas en el acontecimiento que fue el de Providence y que todavía sacuden nuestra realidad (quién sabe si otras, y de qué modo, quizás en ellas Lovecraft triunfó en vida), es obligatorio multiplicarlas, hacer de repetidores humanos, transformarlas en un eco de oportunidades para el advenimiento de un más allá monstruoso, en el que sin embargo, todavía caben últimos disparos divinos de francotirador, volúmenes arcaicos recuperados de la noche de los tiempos que buscan sabotear a los grandes saboteadores, que con su luz buscan ser la materia de la antimateria, pero que como no puede ser de otra manera, fallan, sucumben a la desolación y quedan atrapadas, como aquí, en un último cuento sensacional.