Existe un planeta perdido en la oscuridad del cosmos en el que una extraña criatura más allá de las leyes de la física decide el destino de los peregrinos que marchan a su encuentro
VALÈNCIA. Merodean a tu alrededor toda la vida, te acechan, aparecen en cualquier parte como si simplemente, por accidente, hubiesen caído allí. Son así: se camuflan entre otros y te susurran su nombre de forma subliminal. Un día su apariencia es añeja y otro lucen pieles brillantes y nuevas. Hay historias que se resisten a no ser leídas, historias muy seguras de tener algo que ofrecernos, algo que nos cautivará. Por alguna razón nunca les hemos dado la oportunidad, pese a saber que muy probablemente entrarán en nuestra vida para quedarse. No es nada en concreto, es solo que cuando nos hemos cruzado ha sido sin el impulso necesario para llevárnoslos a casa. El encuentro nos ha cogido con otra historia en marcha, o buscando algo diferente. No han sido ellas, las historias, sino nosotros, que hemos estado poco receptivos. De este modo pasan los años, cruzándonos en librerías, bibliotecas, casas de amigos, anuncios de series en ciernes. Tengo que ponerme al día un día de estos, piensas, pero la portada de la última edición te genera un poco de rechazo y sigues dejándolo pasar. Entonces un domingo paseas la mirada por las estanterías de una librería de segunda mano y te fijas en un lomo impactante, diseñado para destacar entre los demás, para llamar tu atención. Es ella, la historia de siempre que aún no conoces, pero esta vez algo es diferente: su aspecto te evoca sensaciones memorables, te recuerda al de esas lecturas que te encantaban y que hace tanto tiempo que no lees. Y decides darle una oportunidad. Extraes el ejemplar con curiosidad y eres seducido automáticamente por una portada de las que ya no hay. La edición, de bolsillo, no cree en el minimalismo, y se agradece. El nombre de la novela, primera de una saga con millones de fans en el mundo, no se lleva bien con la estandarización aséptica de lo que era extraordinario, con la reducción a un mínimo común denominador. El nombre de la novela rebelde es Hyperion.
El autor, sin embargo, no es Hölderlin sino Dan Simmons. La traducción corre a cargo de Carlos Gardini. El shock que experimentas con las primeras páginas ya no dejará de crecer hasta el final. El talento de Simmons es asombroso, así como lo es su falta de prejuicios para componer esta historia: la peregrinación de siete compañeros de viaje que han viajado hasta el planeta Hyperion, perdido en los confines del universo, para remontar un río, el río Hoolie, con el objetivo de llegar hasta las Tumbas de Tiempo y allí, en ese lugar inconcebible, ser juzgados por una criatura más allá de las leyes de la física, el Alcaudón, la muerte con cuatro brazos, casi cuatro metros de altura, una epidermis de apariencia similar al mercurio y dos ojos demoníacos rojos como un rubí y fulgurantes como una supernova.
Por si fuera poco, Hyperion ha sido colonizado por la corte de un rey mecenas y su séquito de artistas: las ciudades del reino han sido fundadas con nombres como Keats, La Ciudad de los Poetas o Jacktown. Simmons logra unir en una misma historia lo que sin duda deben ser sus afinidades, y con ellas construir una historia absolutamente colosal, que por si fuera poco se desarrolla mediante una estructura de capítulos brillante, en la que los peregrinos, para aprovechar el tiempo en sus desplazamientos y para disponer de toda la información posible a la hora de estar cara a cara con el ángel exterminador, hablan de sus motivaciones auténticas y el porqué de ellas, de esas razones que les han llevado a una aventura con toda probabilidad suicida para gran parte de los miembros de la compañía. Estos episodios acerca del pasado de los protagonistas son excepcionales, muy inteligentes. Y muy macabros. Sirva un ejemplo:
“Día 214. Las últimas diez páginas incluyen todas mis notas de campo y mis conjeturas técnicas. Ésta será mi última anotación antes de aventurarme en la inactiva selva flamígera por la mañana. Sin duda he descubierto el ejemplo más extremo de sociedad humana estancada. Los bikura han alcanzado el sueño humano de la inmortalidad y han pagado por él con su humanidad y su alma inmortal. Edouard, he pasado muchas horas luchando con mi fe —mi falta de fe— pero ahora, en este siniestro rincón de un mundo olvidado, acuciado por este parásito repugnante, he redescubierto una convicción que no conocía desde que éramos niños. Ahora entiendo la necesidad de la fe —una fe pura y ciega que se burla de la razón— como factor para salvaguardar la vida en el mar salvaje e infinito de un universo regido por leyes insensibles y totalmente indiferente a los pequeños seres racionales que lo habitan”. Leído Hyperion, uno cae en la cuenta de todo lo que ha sido creado a partir de su brillantez: inspiración en algunos casos, e inspiración en otras.
Vienen a la mente juegos como Mass Effect, series como Love, Death and Robots, y una vasta cantidad de relatos de ciencia ficción. Las historias de los peregrinos despliegan micromundos tan bien pensados e integrados que uno se adentra en ellos con total convicción: las comunidades hasídicas de Hebrón, las torres de oficinas batidas por tormentas tan apocalípticas como frecuentes, la Red de Mundos (la descripción de una casa posible gracias a su tecnología de teleyectores es uno de los pasajes más sugerentes de la novela, por cierto, primera de una saga), la Hegemonía y sus archienemigos, la raza de humanos conocida como Éxter, acostumbrados a vivir en gravedad cero por lo que son altos y de extremidades largas como arañas. Y por supuesto, el misterioso santuario envuelto en un campo antientrópico que lo hace ir atrás en el tiempo y que parece proteger un ser tan extraño como el Alcaudón, a quien ahora sé, he conocido por mucho tiempo, he visto aquí y allí, hasta que por fin he sucumbido a su llamada.