Los quioscos desaparecen de las ciudades y los pueblos. La magia del papel y la tinta tiene los días contados. La prensa escrita se despide entre la indiferencia general. Comprar un diario es ya cosa de románticos.
Hay un golpe del que no se habla, silencioso e ignorado, que lo ha traído el horrible cambio de costumbres. Lo cierto es que apenas quedan lectores de prensa de papel; por eso cierran los quioscos, en un goteo que pasa desapercibido, salvo para quienes lo hemos tenido como segunda casa desde que cumplimos la mayoría de edad.
Me gustan los quioscos tanto como las estafetas de Correos —también de dudoso porvenir—, las peluquerías, las librerías y las papelerías, y las tiendas de antigüedades. Son lugares en los que me siento cómodo y seguro, a salvo de cualquier contratiempo, al contrario de lo que me sucede con los bancos, los centros comerciales y las clínicas dentales (en València hay un millón de ellas, casi tantas como ópticas y gimnasios).
En mis paseos demorados por València, ciudad que conoce mis puntos débiles, presencio, casi siempre, la defunción de un quiosco abierto durante décadas. La semana pasada, caminando por la Gran Vía Fernando el Católico, descubrí el cierre de la librería 2000, que vendía también prensa. En realidad era una librería con quiosco, o un quiosco con librería, según se mire, en el que podías comprar prensa, revistas y libros descatalogados, además de CDs y DVDs a precio de saldo. Lo llevaban un hombre y una mujer, tal vez unidos en matrimonio, no lo sé. Hacía tiempo que no pasaba por allí.
Esta librería-quiosco la descubrí a finales de los ochenta. Vivía en una habitación alquilada, en la calle Aparicio Albiñana, detrás del edificio Marcol —hoy Hipercor—. Los domingos, que era el único día que libraba en Las Provincias, donde hacía mis prácticas de redactor, me dedicaba a pasear. Pasaba por Nuevo Centro, cruzaba el puente de Ademuz y me detenía a comprar el diario progresista e independiente de la mañana.
Aunque no crucé más que saludos con sus propietarios, me apena que otro quiosco amigo haya echado el cierre. Cuando un quiosco desaparece, algo se muere en tu interior. Es el precio que pagamos los sentimentales por encariñarnos de lo que no toca. Pero ¿qué salida les queda a los quiosqueros? Demasiados madrugones, clientes que se te mueren, enorme trabajo para tan magras ganancias. Sólo resisten los quioscos del centro, y veremos por cuánto tiempo. Algunos se han reconvertido en bazares. La prensa es un pretexto para vender otras cosas. Este verano, en la Gran Vía de Madrid, la mayoría de los puestos no vendían diarios. Habían sustituido los periódicos por camisetas del temible Vinícius.
“No sé qué va a ser de mí. El cierre de quioscos es imparable. Dentro de poco, los diarios se venderán como producto gourmet”
La verdad es que no sé qué va a ser de mí. El cierre de quioscos es imparable. Dentro de poco, los diarios se venderán como producto gourmet, junto con el caviar iraní. En mi pueblo, antes del verano, cerró uno de los tres que seguían abiertos. Me quedan dos, y los domingos sólo uno. Para mí la prensa escrita era un signo de civilización. El nivel cultural de una sociedad se medía también por el consumo de diarios.
Hasta hace unos años, antes de que la crisis de 2018 le diese la puntilla al negocio, había pocos productos que ofreciesen tanto —información, cultura y distracción— por tan poco gasto. Hoy los periódicos nacionales y locales sufren una crisis de adelgazamiento: hay días en que parecen hojas parroquiales por su raquítico número de páginas. Venden la décima parte de ejemplares que hace sólo quince años. Viven de la publicidad institucional, lo que lastima su independencia.
A menudo me pregunto si hago bien siendo fiel a la prensa escrita; si me compensa seguir gastando dos euros diarios, que son tres los domingos, en periódicos que informan de noticias leídas en internet el día anterior. Supongo que como lector busco algo distinto: un columnista irreverente, la crítica del último libro Ian McEwan, una crónica de fútbol bien contada… Esto no quita que me sienta un ser maravillosamente anacrónico, analógico por convicción, al margen de este tiempo de asesinos. Pero cuando me asaltan los malos pensamientos, recuerdo lo que nos aconsejaba un padre salesiano y me doy una ducha fría. Luego, con el pelo mojado y recuperada la serenidad, cumplo con la costumbre de comprar el diario monárquico y, si es miércoles, me llevo el Hola para imaginar cómo será mi futura casa cuando me transforme en un despreciable rico, aspiración que creo compartir con destacados dirigentes de la izquierda política y sindical.