ALICANTE. Apunta y dispara si sabes que estoy ahí. No me mires a la cara: no me fio de ti. Vas tirando balas. No sé ni quién eres. ¿Qué has hecho de mí? Tú, tan llanero solitario y yo tan mí frente al teclado. Vas tirando balas. Ya no me importa nada.
Intentar definir qué es lo bello supone enfrentarse a un reto complejo, uno con el que la filosofía lleva lidiando milenios. Para Platón, era lo bueno y verdadero. Para los cristianos de la Edad Media, una hablaba de Dios. Para los renacentistas, armonía. En el mundo actual, todas estas preguntas tienen todavía mucho sentido, porque la búsqueda de la belleza podría ser una defensa ante los problemas de nuestro tiempo.
Se sucumbe ante ella, consuela y turba, es sagrada y profana. La belleza concierne a objetos e ideas abstractas, a la naturaleza, a las obras de arte, a animales y personas, a cualidades y a palabras, pero incluso a muertes. ¿Cómo es posible que una misma propiedad se presente en categorías tan dispares? No pertenece al ámbito de la necesidad ni al de la supervivencia. ¿A qué llamamos belleza? Acaso, como explicó san Agustín a propósito del tiempo, si no nos lo preguntan lo sabemos, pero si hay que explicarla la desconocemos.
En esta evolución apareció otra manera de ser bello que, pese a lo paradójico del asunto, nada tenía que ver con la belleza. Era lo sublime, aquello que recuerda la fragilidad y la finitud humanas y que tiene el poder de evocar y destruir, según Burke. Así, hay una belleza que causa amor y una que provoca miedo. Buena parte del Barroco es ya estética de la desproporción y de la desmesura, en la que lo sublime permite trascender el límite de lo que la sensibilidad puede experimentar.
Produce anonadamiento, estupor, asombro y respeto, frente a lo bello, que procura serenidad. «Puede haber belleza en la destrucción, claro, estamos culturalmente acostumbrados a reconocerla en lo monumental, lo no común, lo que violenta nuestra percepción: la erupción de un volcán o un incendio, fenómenos de gran intensidad que nos llegan ya mediatizados, se adecuan a nuestra idea», asegura el investigador y filósofo Pablo Caldera. Todo lo feo es susceptible de convertirse en bello. Todo, salvo el asco, según Kant.
La modernidad trajo nuevos intereses. Con Victor Hugo, Balzac o Baudelaire, las deformidades del cuerpo y del alma, la miseria, el delito o los bajos fondos acaparan el interés de los artistas. Van Gogh ya había pintado sus zapatos, dignificando los enseres gastados. En el XIX, el arte –empresa por la cual el individuo se anuncia al mundo y se reivindica ante los dioses– reemplaza a la belleza natural en la estética.
Hoy cabe preguntarse si son bellas las modas, el metaverso, los rótulos de las marquesinas, las cubiertas de los libros o los emoticonos. Sorprende la capacidad para hacer casi de cualquier objeto en cualquier ámbito u ocasión un pretexto para experimentar la belleza. Eso me sucedió a mí con Casa Otrura. La primera vez que pisé el taller de Verónica y Sergio –mentes tras el proyecto– quedé fascinado.
Sus patrones –diría que inentendibles para cualquier mortal que no fuera Sergio–, sus bocetos exquisitos y un ambiente de trabajo limpio, moderno y fascinante me sorprendieron. En un mundo en el que la belleza estaba replanteándose constantemente, ¿aquel taller en el centro de Madrid podría ser su máxima expresión? Yo, que crecí admirando a Miguel Delibes y con un ejemplar cerca de Señora de rojo sobre fondo gris, diría que Casa Otrura son, como definió a su esposa el autor, “aliviadores de la pesadumbre de vivir”.
Con sede en Madrid, Otrura crea, confecciona y construye con la máxima excelencia todo un universo de objetos y experiencias con la visión de alimentar los sueños e ilusiones de las personas. Combinan artesanía y excelencia: la artesanía como base, no como un añadido, y la excelencia, a través de los talleres y las colecciones alto prêt-à-porter en prendas de mujer y hombre, marroquinería y calzado. Chaquetas con asimetrías, pantalones en lana fría y seda cuya caída podría ser un espectáculo del Circo del Sol de tanta belleza; telas que se unen, convergen, se disipan en un punto y vuelven a unirse que dan un vestido de la mejor de las calidades. Eso es Casa Otrura. Quién la probó lo sabe.
Pero, en ese mundo lleno de crisis, noticias falsas o un planeta que se muere, se necesita más que nunca. La admiración de la belleza. Somos lo suficientemente feos para hacer bonitas muecas con la belleza. Porque esta reside en lo más íntimo de nuestro ser, pero también en lo que sacamos de dentro en las manifestaciones artísticas. Eso he aprendido que es la belleza, aunque no quiero dejar de aprender. Quiero seguir emocionándome con ella –a pesar de que soy un hueso duro y nada me emociona– como lo hago cuando veo las creaciones de Verónica y Sergio. Y tomarme muchos cafés con ellos en su taller, empapándome de ese olor a artesanía, papel de patrones y churros de sedas.
Y así, sin más, busqué la belleza.