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las series y la vida

‘Bocas de arena’: la belleza del salitre y el gasoil

29/05/2021 - 

VALÈNCIA. Es difícil no sentirse atrapada en los primeros minutos de Hondar Ahoak, Bocas de arena en la traducción castellana, el muy recomendable thriller vasco y en euskera creado, escrito y dirigido por Koldo Almandoz y que puede verse en Filmin. El rostro de un hombre con los ojos cerrados y su voz en off dice, irónicamente: “Odio las historias que comienzan con una voz en off”. Y sigue: “Pero aún odio más que lo último que recordaré será este olor a salitre y gasoil”. Así pues, nos habla un muerto, lo que nos coloca en un inevitable tono fúnebre y sombrío. Un muerto que evoca el olfato, justo un sentido que no opera en el audiovisual y que solo puede expresarse a través de cierta sinestesia que la miniserie consigue, sin duda: al final del primer capítulo acabamos oliendo salitre y gasoil.

La voz sigue hablando de distintas formas de desaparecer mientras se suceden imágenes que muestran esas opciones: la huida, la soledad que te convierte en invisible, diluirse y aturdirse a través del sexo, emigrar, las drogas y, finalmente, la muerte. La secuencia es muy estilizada y elaborada, con distintos tratamientos visuales para cada una de las microescenas que la constituyen, que sirven de presentación de algunos de los personajes principales. También permite fijar la estética de la serie, uno de sus grandes valores, puesto que es visualmente muy bella e imponente.

Un espacio cuadriculado y saturado cromáticamente y un lento travelling de acercamiento para la soledad. Un montaje rápido y percutiente de planos cortos y de detalle para las drogas. La cámara pegada a los cuerpos y una iluminación roja y cálida para el sexo. Un interior de fuerte contraste de luz y sombra para los inmigrantes. Un travelling que avanza al mar abierto desde el puerto. Entra la cabecera de la serie con los títulos de crédito, un collage que reúne algunos motivos visuales y elementos clave de la historia, que nos sitúa en un espacio geográfico muy concreto, un pueblo vasco marinero, y en una atmósfera envolvente donde habitaremos durante todo el relato. Porque si hay un adjetivo que puede definir a Bocas de arena ese es “atmosférico”.

Comienza la investigación acerca de la desaparición de ese personaje que nos ha hablado al inicio y que lo volverá a hacer al principio y al final de cada episodio. La investigadora principal es una forastera, Nerea, una mujer menuda, huraña y dura que procede de Bilbao y no conoce nada del pueblo. Y por eso, su primera aparición en pantalla será de espaldas, observando un típico cuadro de pescadores. No está mirando la realidad, sino su representación estereotipada, así que su misión y su aprendizaje va a ser ir de esa imagen a la realidad, lo cual no será un ejercicio precisamente fácil y cómodo.

Como en muchos thrillers que suceden en localidades pequeñas, en microcosmos acotados, como por ejemplo Mare of Easttown, The killing, Broadchurch, La caza: Monteperdido, O sabor das margaridas; también el llamado nordic noir, y mucho antes que todas ellas Twin Peaks o Fargo (la película), la investigación funciona como un hilo conductor, a veces incluso como una excusa, para contar lo que sucede en una comunidad: sus gentes, sus relaciones, lo que hacen, lo que ocultan. La condición de forastera de Nerea, y también su carácter poco contemporizador, permitirá ir desvelando secretos, anhelos y temores y hará reaccionar a los habitantes de un lugar en el que un día se parece inexorablemente al otro y al otro y al otro.  

Sin embargo, es un microcosmos en proceso de cambio. La presencia de los inmigrantes senegaleses funciona como un recordatorio permanente de la existencia de un mundo más allá del pueblo. Sobre todo, más allá del horizonte marino. No es extraño que la investigadora y su mirada forastera se sienta, en parte, identificada con la de estos hombres y mujeres venidos de tan lejos, por más que su situación económica, social y personal, es decir, los efectos de la desigualdad, les coloque en un lugar bien diferente, como deja patente el relato. 

Abundan los planos reiterados, los encuadres fijos, los lentos movimientos de cámara. Es el modo en el que la imagen expresa ese mundo cerrado, lleno de rituales cotidianos y de tradiciones. De un tiempo que parece no avanzar. Los planos aéreos, cenitales muchos de ellos (muy bien utilizado aquí el rodaje con drones) revelan un mundo lleno de fronteras: entre el agua y la tierra, entre el cemento de puerto y el mar, entre el bosque y la carretera, entre la naturaleza y lo construido por la acción humana. Desde arriba esos espacios parecen ordenados, incluso geométricos (los barcos en el puerto, los contenedores, los almacenes) pero cuando descendamos a tierra, vale decir a lo humano, el orden se resquebraja y mandan las pasiones y la violencia contenida. 

Vale la pena dedicar un momento a los intérpretes, que aquí resultan esenciales. Nerea está muy bien interpretada por Nagore Aranburu, estupenda actriz todoterreno de larga trayectoria, a quien vimos en un papel secundario en Patria y como protagonista de Loreak (2014), la preciosa película de Jon Garaño y José Mari Goenaga. Le acompaña Eneko Sagardoy, inolvidable en Handia (Jon Garaño y Aitor Arregi, 2017), y también presente en Patria. El resto de intérpretes están también muy ajustados a sus personajes y su trabajo contribuye enormemente a la indudable calidad de la serie. Háganme caso, no se la pierdan, acabarán oliendo el salitre y el gasoil. Y el mar.

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