Random House publica lo nuevo de una de las mejores voces del panorama literario actual, una escritora con un talento extraordinario que se parece solo a ella misma
Anclados todavía a la falsa creencia de los cinco sentidos, la mayoría, ignorantes de lo que supone no contar con alguno de los sensores biológicos con los que nos ha equipado la evolución, vive sus días dando por supuesto lo que es realmente asombroso: los seres vivos, configuraciones de la materia animadas, somos, según algunos, el universo percibiéndose a sí mismo. Lejos de la euforia new age, esto tiene un alto porcentaje de verdad: lo vivo, a escala infinitesimal, no se diferencia en nada de lo inanimado. El Dr. Manhattan de Watchmen, en su artística omnisciencia, lo tenía claro: para él lo vivo no era más especial que las derivas geológicas de un planeta inerte como Marte. Para nosotros sin encargo, que no conocemos otra cosa que ser y saberlo —y está consciencia no es necesariamente positiva—, lo vivo forma parte de una categoría especial. Es cierto que luego, en el día a día, no lo demostramos: si bien son solo unos pocos los que matan (a congéneres), no es que a los demás nos resulte este hecho algo insoportable.
Nos hemos acostumbrado, se podría decir, para sobrevivir sin trastornamos. O bien, siendo sinceros, llevamos conviviendo con la aniquilación del otro desde que nuestra capacidad para confirmar grupos numerosos de individuos nos permitió extinguir a otras ramas de homínidos que durante mucho tiempo convivieron con el Homo sapiens, que ahora es el único en su piso del árbol de la vida, pero que en épocas pretéritas, era un producto de la evolución muy similar a otros. No es cuestión de ser negativo, como se suele decir. Es solo nuestra historia. Retomando la cuestión de los sentidos, sentimos devoción por la vista, nuestra herramienta principal: en comparación con otros animales, nuestra vista es bastante competente en términos de nitidez, profundidad, o cromatismo, pese a que —está bien documentado— el olfato es el gran motor de los recuerdos, el tacto los proporciona una enorme cantidad de información en su gran despliegue de la piel, y el oído nos induce estados de ánimo hasta el punto de ser capaz de modificar por completo todo nuestro aparataje emocional.
Precisamente por ser tan dependientes de lo visual hemos dedicando tantas historias a lo que vemos. Y por eso hay que tener tanto talento para construir un gran relato en torno al sonido, al ritmo vibrante, a lo que subyace a la propia manifestación de este campo sensorial que es la música. Mónica Ojeda ha demostrado ya con creces que es una de las grandes voces del panorama actual; con todo y con eso, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, su nueva novela —que publica Random House—, es una de esas obras arriesgadas que solo decide acometer quien tiene la confianza suficiente para ello. Esto, claro, no es garantía de nada, pero en este caso concreto, la apuesta no solo ha salido bien, sino que ha dado como resultado una novela única. Desde el propio título, de lo mejor que quien escribe conoce, su última historia se eleva a un nivel altísimo.
La cosa es como sigue: dos mujeres marchan de un Guayaquil devastado por el narco rumbo a un festival, Ruido Solar, que se celebra en un escenario andino cataclísmico: volcanes, terremotos, tormentas eléctricas y lluvias de meteoritos acogen bandas tecnochamánicas, artistas que samplean sonorizaciones astronómicas de la NASA, cantoras cuasimitológicas o poetas que llevan al público a estados elevados de la consciencia. En torno al festival, además, se desarrolla una leyenda: se dice que de sus ediciones, siempre volcánicas, ciertas personas nunca vuelven, y a la inversa, que luego estos desaparecidos descienden de los bosques para sumarse a la comunión colectiva que posibilita la música telúrica y neoancestral que se convoca en el cráter.
“Leía mucho, como si buscara alguna cosa. Se inventas bailes para nuestra tecnocumbia espacial, que a veces también llamábamos «tecnocumbia extraterrestre», y me contaba de nebulosas con forma de cabeza de bruja o de cómo el oro era producto de la muerte de estrellas. Con datos así mezclábamos instrumentos electrónicos, sonificaciones del universo y ritmos secuenciados. Música tradicional y moderna, popular y astronómica. Música para moverse y sentirse menos solo en la gigantesca soledad sideral. Bailábamos y hacíamos que la gente cantara con nosotros «La venada plutoniana» o «Dulce meteorito indio». Éramos autodidactas, no sabíamos tocar instrumentos. Componíamos melodías de puro oído en computadoras viejas y cantábamos mal, pero lo hacíamos por atrevimiento cuando Carla escribía letras de amor, de astros o de armonías alojadas en cometas. No buscábamos más que entretenernos. Lo que sonaba bien se quedaba, lo que sonaba mal se iba. Conocimos a Noa atendiendo a los sueños del vachak. Él reunía a la gente en un círculo para contar a viva voz sus desdoblamientos nocturnos. Decía que dormido se convertía en un oso y les hablaba a las fieras. También tocaba el tambor y cantaba con la boca cerrada”.
Así, con esta cita, se entiende mejor de qué hablamos cuando hablamos de la música en el fin del mundo, en ese refugio tan inestable como la urbe de la que parten pero en el que por lo menos la muerte es ajena a la crueldad de la que se hace gala en la podredumbre de un narcoestado. Decía Ojeda en la presentación del libro en Valencia que estar vivo significa por definición no estar a salvo. Mientras este encuentro literario tenía lugar, el fuego arrasaba dos edificios en el terrible incendio de Campanar. A la salida del evento, las llamas ya habían consumido cualquier atisbo de esperanza. El aire nocturno, caliente y pesado, portaba en volandas partículas de lo que hasta hacía unas horas era vida y sueños. Planes. Las protagonistas de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol también tienen planes: suben a la cordillera buscando dejar todo todo atrás; Se encomiendan al espíritu ígneo del volcán, un volcán que es refugio, un refugio, que en palabras sísmicas de la autora, es emoción.