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LA LIBRERÍA

ChatGPT, Borges y las inteligencias

Uno de los argentinos inmortales, Jorge Luis se encuentra en una capa de realidad difícil de precisar; allí habitaba cuando vivía, y también ahora, cuando es un recuerdo y una onda

19/12/2022 - 

VALÈNCIA. Está en boca de todos: basta un paseo, pongamos, camino de la biblioteca —un espacio luchando consigo mismo para asumir una forzosa metamorfosis—, para, a la altura de una escuela de fotografía, escuchar a dos jóvenes decir que con esto de las IA, quién le va a pagar a alguien por escribir. Uno, que dedica buenas horas al día a pensar acerca del futuro, que llega ahora tan rápido que es casi un presente largo, hace de tripas corazón, se aferra a sus conclusiones más optimistas —el repertorio tiene de todo—, y sigue caminando. A la altura de la esquina de una calle, que puede ser la calle Hospital, esquina con Rivendel —no el élfico, sino el valenciano—, otra conversación captada al vuelo: la pregunta en este caso es qué serán capaces de hacer en un par de años. Años es un plazo demasiado largo para hablar de esta tecnología, que de una forma más precisa debería llamarse machine learning, aprendizaje de las máquinas. A escala algorítmica el tiempo pasa mucho más rápido, o bien se aprovecha mucho más. Como los insectos que en un cortísimo intervalo de tiempo desarrollan todo su ciclo biológico. 

Hay que hablar de esto, porque es el siguiente paso tras el meteorito asombroso que fue internet, que nos sumergió en un plano de realidad difícil de haber imaginado incluso desde la perspectiva de la ciencia ficción, y tras sus hijas, las redes sociales, cuyo nombre es más preciso de lo que nos pareció al bautizarlas: son sociales, son un tejido de nodos y puentes, y también una trampa para cazar seres humanos. La inteligencia artificial, si hacemos uso del concepto que ya se ha impuesto, supone un cambio tan drástico en nuestra forma de gestionar la realidad, que ni tan siquiera los mejores profesionales de la videncia científica pueden anticiparlo. De los últimos grandes saltos, el más similar es internet, pero es que esto, por lo que permite —más allá de crear imágenes— en cualquier parcela de nuestra vida, por lo increíblemente rápido que evoluciona —a cada segundo, a cada interacción—, y por lo disruptivo que es, nos ha cogido por sorpresa, nos ha adelantado, y corre hacia adelante arrastrando a la humanidad, que cuelga enganchada de un estribo. No hay casi nada, seamos francos, que a largo plazo las inteligencias artificiales no vayan a poder asumir. Y en ese casi no sabemos muy bien qué quedará.

En este tiempo de cambio aceleradísimo, uno sale a la calle, recorre unos metros —supera varios bares, un negocio de alquiler de bicis, una sorprendente mercería—, y llega a una modesta librería. La selección es muy pequeña, pero muy acertada. Cuesta creer que el librero viva de ello. De hecho, es casi seguro que no. Lo más probable es que sea su pasatiempo. Soledad en la brevísima librería, y una interrupción puntual. Algún curioso, o algún cliente. Los libros se venden por muy pocos euros. El librero lo sabrá o no, pero simultáneamente, unas redes neuronales artificiales aprenden como un relámpago. Quizás más rápido. Gracias a la inconmensurable fuente de información que es internet, son capaces de escribir la reseña de un libro en menos de un minuto, responder a prácticamente cualquier pregunta —no necesariamente diciendo la verdad, a veces con invenciones muy creativas pero verosímiles—, escribir relatos a medida. Supongamos que entra un cliente, saluda, y contesta a un ofrecimiento de ayuda asegurando que quiere simplemente perderse en las estanterías. Sacar a pasear una vista perezosa, cómoda, que lee algunos lomos y otros no. A punto de dar por zanjada la expedición, un destello. La obra poética de Jorge Luis Borges, edición de hace varias décadas, portada magistral. Un Borges duotono en azules se apoya en su bastón y mira hacia su izquierda, nuestra derecha. El bastón se apoya sobre la casa editorial: Alianza | Emecé. Alianza es Madrid, Emecé Buenos Aires. Hablamos de mil novecientos sesenta en la edición original bonaerense, y de mil novecientos setenta y dos en la madrileña. Sobre Borges, unos títulos enérgicos, acaso de neón rojo y rosa. Un calambrazo vuela arriba y abajo de la espina dorsal. Ese libro tiene que migrar a un nuevo hogar. Temor a no poder adquirirlo. Sorpresa: solo tres euros con cincuenta. Mientras se lleva a cabo la transacción, la humanidad usa y abusa tanto de ChatGPT que la prodigiosa IA, incluso con todas las ganas de aprender, empieza a saturarse. Demasiadas peticiones. Se la puede comprender, claro. 


Jorge Luis Borges. Obra poética. Qué libro tan maravilloso. Fuera de sus tapas solo han quedado “algún ejercicio cuya omisión nadie deplorará o notará” —la humildad de Borges, siempre rayana en lo sobrenatural—, y los versos escritos después de mil novecientos sesenta y nueve y recogidos en “El oro de los tigres”. Dentro, una dedicatoria escrita a boli: “Felicidades / Cesar Naty”. Y después: Fervor de Buenos Aires, que se inicia con un a quien leyere, que dice así: “Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”. A continuación, precisamente, las calles, la Recoleta, la plaza San Martín. Borges fue un dios de la narrativa, y un santo de la poesía. Que la poesía no fuese su mejor talento solo quiere decir que era extraordinario componiendo relatos. Borges es Borges, sin idealizaciones. Estaba más allá. Quien sostiene el libro habría dado cualquier cosa por conocerlo, por cruzar unas palabras con él. Era un genio. Lo era por lo que sabía y por cómo lo sabía, por la manera en que este conocimiento se alojaba en su mente, por las asociaciones que se había producido en sus neuronas biológicas, por los temas que le habían interesado y por cómo había sido capaz de practicar apnea en ellos, no ahondando, sino llegando a lo auténticamente profundo, emergiendo después para traernos las perlas del abismo, centelleantes de nácar bajo la luz del sol. Bien pensado —probablemente bajo el influjo de una ingenuidad pueril, de un arrebato fan por el argentino—, en ese casi que las inteligencias artificiales no podrán asumir, descansarán Borges y todo lo que le ha seguido. Quién sabe.

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