Despensas, sartenes, banquetes y recetas actúan como eje, trasfondo o personaje secundario de más productos culturales de los que somos capaces de enumerar. ¿De dónde nace esa fascinación por asomarse a la cocina a través de libros y pantallas?
VALÈNCIA. De los exuberantes bocadillos que surcan The Bear al “pimentó torrat” de Vicente Andrés Estellés. Del banquete imaginario con el que gozan los Niños Perdidos en Hook a las recetas de Nora Ephron. De los mil realities sobre cocineros (donde se entremezclan los formatos basados en el sadismo y la competitividad extrema con los que despliegan paseos por mercados de distintas latitudes) a las Crónicas del Taco. De los platos nipones que devoran los protagonistas de Studio Ghibli al despertar sensorial que ofrece El festín de Babette. Los asuntos del comer y el cocinar actúan como centro de gravedad argumental, sabroso acompañante o punto de partida de un buen puñado de productos culturales. Películas, libros, documentales, series o incluso canciones que encuentran en las papilas gustativas un asidero excepcional.
¿Pero de dónde brota esa atracción por los fogones audiovisuales y literarios? ¿Por qué nos hipnotizan esos platos repletos de manjares a los que solo podemos acceder a través de la ficción? La periodista Marta Moreira es una sospechosa habitual de esta casa y también escribe sobre cocina y sus periferias en nuestra prima glotona Guía Hedonista. Para ella, la gastronomía es “cultura pura. Las dietas locales hablan de nuestra historia, de cómo se ha configurado nuestro territorio, de lo que había y de lo que hemos adquirido, de pueblos que dejaron su huella no solo en ingredientes sino también en procedimientos (como pasa con los romanos y los salazones). Aprender de nuestra gastronomía y profundizar en ella es conocer de dónde venimos. Además, a nivel etnográfico o sociológico, las costumbres y detalles en la mesa narran qué tipo de sociedad hay detrás: ¿es más individualista, más patriarcal? La existencia de todos estos productos culturales y el éxito que tienen demuestran que efectivamente a la gente le parece una manera entretenida y fácil de adquirir conocimientos”. Pero además, Moreira introduce aquí otra derivada: la posibilidad de viajar a través de las ollas. “No solo te interesan las historias que hay detrás de tu propio territorio, sino que la gastronomía vehicula nuestro acercamiento a geografías muy diferentes. Y se trata de una aproximación que tiene algo de democrático: aunque no sepas cocinar muy bien o no tengas mucho dinero, puedes tener un stendhalazo con un bocadillo de calamares o un ramen en un puesto callejero. No hace falta irte a un sitio caro. Comer es un placer universal y eso explica también el bombazo que están teniendo todos estos productos culturales relacionados con la gastronomía”.
Asomarse a guisos y apetitos supone, a fin de cuentas, una investigación sobre cómo revolucionar los sentidos y generar escalofríos en nuestras terminaciones nerviosas. Así lo cree el director y guionista Rafa Casañ, vinculado a proyectos como Gormandia (en À Punt) o la serie de Canal 9, Delicatessen. “El éxito del mundo de la cocina en el audiovisual se debe a que la gastronomía es, además de sabores y aromas, vista y oído, así que juega una capital importancia la visualidad, la presentación de los platos, los colores… Ese universo sensorial que se despliega atrae también a través de los sonidos: el chisporroteo cuando estás friendo algo, ese sonido del café cuando está saliendo, el descorchar de una botella de vino o el hervir del agua. Estímulos que a mucha gente directamente nos hacen salivar y que son perfectamente trasladables a la pantalla. Todos comemos a diario y la comida, el comer y el cocinar son una fuente inagotable de placer que se renueva cada pocas horas. Por lo tanto, cómo no va a haber algo en las programaciones audiovisuales dedicadas a este tipo de contenido”.
Por su parte, para David Brieva y Manu Garrido, libreros en Bartleby, recuerdan que el mundo de los pucheros atraviesa cuestiones que van mucho más allá de la nutrición. “Seguramente, esa atracción que sentimos por la gastronomía, incluso cuando vemos u olemos un plato, pero no lo podemos probar, sea provocada por diferentes motivos: la evocación de una recuerdo, la nostalgia de un tiempo pasado, los cuidados recibidos de alguien, la confortabilidad de un contexto, una suerte de orgullo de pertenencia… Comer es un hecho natural, pero comer con cuchillo y tenedor o con palillos es un hecho cultural, como lo es el saber elaborar una compleja receta. Esto último tiene un cierto componente de distinción, algo que yo sé hacer y el resto de mi grupo no, lo que me permite desarrollar un papel, un estatus (si no, ¿por qué iba a ser la paella el one hit wonder de muchos señores?)”.
La despensa, inciden, es también una cuestión de clase. Así, en la novela Carcoma, de Laila Martínez (Amor de Madre), abuela y nieta “comen exclusivamente de una humilde olla que está constantemente al fuego y a la que se le van añadiendo ingredientes fortuitos y en ocasiones poco apetecibles, lo que contrasta con la vida ostentosa de los señoritos del pueblo. Algo que remarca el lugar en el mundo que ejerce cada cual, como en aquella versión popular del himno de la Internacional que cantaba «arriba los de la cuchara / abajo los del tenedor»”.
El cineasta Óscar Bernàcer ha dirigido el documental La receta del equilibrio y la serie Cuineres i cuiners. Preguntado por la relación entre imagen y cazuelas, recurre a un invitado inesperado: las salchichas. “Muchas veces me viene a la cabeza aquel anuncio en el que dos viajantes coinciden frente a frente en un tren. Es de noche, uno es representante de salchichas y el otro de queso. Se disponen a cenar y, en un alarde de compadreo cada uno ofrece al otro de lo suyo. Ambos combinan los alimentos, juntos generan un producto nuevo, encajan a la perfección y asistimos al emocionante nacimiento de las salchichas con queso. Lo mismo pasa con la gastronomía y el audiovisual. Funciona. Nos gusta comer y nos gusta que nos cuenten historias. La atracción es natural, como lo era para mí sentarme a comer y escuchar las historias de los mayores”. Es más, defiende que para que un ágape puede ser considerado memorable, además de comer, “hay que compartir una conversación; contar una historia o que te la cuenten”.
Precisamente, pasamos ahora de la sartén a la narrativa para descubrir qué ingredientes debe tener ese producto cultural para saciar nuestros buches. “Si el formato es puramente gastronómico, la seducción no solo debería ser visual. Es importante la historia que hay detrás, quién lo cuenta, cómo lo cuenta y qué camino ha llevado hasta llegar ahí. En todos los documentales gastronómicos que he hecho en los que los cocineros eran los protagonistas, siempre he buscado un punto de partida diferencial para cada uno de ellos y lo he encontrado escuchando sus propias historias”, desarrolla Bernàcer.
Nos quedamos extasiados ante un primer plano de un bocadillo de pastrami o una descripción lo suficientemente sensual de cómo preparar unas croquetas. Toca ahora, preguntarse si esa fascinación en el plano imaginario se traduce también en un mayor interés por nuestras propias viandas. ¿Nos interesa la cocina o solo su representación?
Turno para Moreira, quien señala que, aunque para una parte de la población demostrar su sabiduría gastronómica “es una cuestión de estatus (y tiene algo de pantomima), cada vez hay más personas interesadas en explorar sabores, ampliar su vocabulario y su paladar… Y eso es consecuencia, en parte, de todos esos documentales, series y libros que toman la alimentación como eje”. Una postura que no acaba de maridar con la de Casañ: “no creo que el hecho de que haya una constante difusión de este tipo de contenidos audiovisuales haga que aumente o que haya un mayor interés por la alimentación en sí… Esos formatos pertenecen al campo del entretenimiento y apelan al placer visual y auditivo y al sueño de esa comida futura que pronto llegará a nuestros estómagos. En cualquier caso, es una oportunidad que sí que se está aprovechando para trasladar las bondades de la dieta mediterránea y la alimentación saludable y equilibrada. Al fin y al cabo, se trata de productos culturales que se adhieren a proyectos políticos mayores o de salud general global”.
Por despensas similares se mueven en Bartleby: “parece más bien una cuestión simbólica de la imagen que transmite esa representación; un anhelo de refinamiento más que una voluntad por aprender cómo se elaboran esos platos o qué propiedades tienen pueden tener para el organismo. Un plato muy elaborado o unos ingredientes costosos también puede señalar un camino aspiracional”. Al respecto, los libreros citan la novela La madre de la perra, de Pavlos Mátesis (Xordica), en la que la protagonista recuerda cómo en su infancia, durante la ocupación de Grecia en la Segunda Guerra Mundial, “siempre que acude al cine con su hermano pregunta al taquillero si en la película de esa tarde hay escenas de banquetes, que son las más celebradas por los espectadores, hasta el punto de ‘emberrenchinarse’ cuando los actores aparecen frente un suculento plato sin probar bocado. Y muchas veces abandonan la sala a mitad de la película cuando han acabado las escenas de comida”.
Y es que, hablar de cocina nunca es solo hablar de pan, carne o cebolla, sino de una cartografía de significados compartidos que chisporrotean a su propio compás.
Hemos pedido a nuestros expertos en cultura que hace chup-chup que confeccionen un itinerario para alimentarse a través de la imagen o la palabra escrita. A continuación, sus propuestas para alimentarse a través de la vista y el oído.
“De los millones de formatos sobre gastronomía, los únicos que no me interesan demasiado son los realities (aunque he visto varios ). Si tengo que recomendar un título, sería Gastrosofía, de Eduardo Infante y Cristina Macía (Rosamerón). Se trata de un libro muy divertido que habla de la relación con la comida de distintos filósofos, como Aristóteles, Platón, Marx o Kant y recopila qué consejos daban sobre cómo, qué y cuándo comer”.
“Cuina o barbàrie!, de Maria Nicolau (Ara Llibres). Un libro divulgativo que trasciende la función de un mero recetario para ahondar en todo aquello alrededor del acto de cocinar: desde llenar la despensa hasta comprender qué fenómenos físicos y químicos tienen lugar en las técnicas culinarias, pequeños bocados de historia… Todo ello de una manera desenfadada que apela al riesgo, al atrevimiento y a la intuición.
La cantina de medianoche. Tokyo stories, de Yaro Abe (Astiberri). Una deliciosa serie manga (adaptada después al formato audiovisual) sobre una pequeña taberna del barrio de Shinjuku en Tokio que abre de doce de la noche a siete de la mañana y en donde, siempre articuladas en torno a un plato concreto de la gastronomía japonesa, se cuentan las estrambóticas historias cotidianas de los personajes noctámbulos que la frecuentan.
La casa de Lúculo o el arte de comer, de Julio Camba e ilustrado por Miguel Calatayud (Reino de Cordelia). Si bien no es un libro fácil de conseguir, el Centre del Carme exhibe ahora estos días algunas de sus páginas en la exposición «Miguel Calatayud. Trànsit il·lustrat», en donde el gran dibujante despliega toda la experiencia de su madurez en escenas voluptuosas, coloristas y llenas de detalle que hacen que, pese a situarse en las antípodas del realismo, nos entren ganas de hincarles el diente”.
“Me gustó mucho la película Hierve de Philip Barantini. En un plano secuencia, el director traslada a los espectadores la presión de un chef roto en lo personal, que se la juega en el servicio nocturno de su restaurante. Muestra la crudeza de la gerencia en horas bajas, no hay tiempo para recrearse en la elaboración de nada, no hay planos beauty de platos ni se habla de los sabores. Se trata de salvar el servicio y no morir en el intento. Porque cuando las cosas van mal, pueden ir aún peor.
Por otro lado, por el formato y lo tranquilos que se ve a los invitados, me divirtió la serie The Chef Show, de Jon Favreau. Viene a ser la versión cool y mainstream de Con las manos en la masa, pero con recetas pasadísimas de triglicéridos. Dieta USA ideal para el colesterol”.
“El primer gran impacto gastronómico que tuve, en el sentido cultural, fue la lectura, siendo niño, de Charlie y la fábrica de chocolate. Si hablamos de literatura dramática, destacaría Notas de Cocina, de Rodrigo García, y sus piezas con La Carnicería Teatro, una compañía que tenía como signo distintivo la preparación de alimentos en escena. Su trabajo cambió mi forma de ver el teatro.
En cuanto al cine, me fascinó Delicatessen, de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro. Como escenas aisladas relacionadas con el comer sería ese momento en La quimera del oro cuando Chaplin está preparando y devorando su propia bota. Me parece una secuencia culmen de la fusión entre cine y gastronomía, una auténtica maravilla. Y no menos impactante, la famosa comida de Indiana Jones y el templo maldito donde sacan desde sorbete de cerebro de mono a otras exóticas comidas que perduran hasta hoy en mi retina. También recomendaría la comedia de época Delicioso, de Eric Besnard. Una película placentera, tranquila, sensorial y agradable de ver (y que desde luego hace salivar).
Si tuviera que buscar una canción de referencia en este campo, sería la inolvidable sintonía de Con las manos en la masa”.