Postdata Ediciones publica el nuevo poemario de la autora nacida en Atenas que escribe en español, en valenciano y entre otras, en la lengua que hablan los miércoles
VALÈNCIA. Si llega un día, y llegará, en que con un discreto dispositivo en mi oído o en la patilla de unas gafas puedo entender cualquier idioma, o mejor dicho, puedo transformar al mío cualquier otro código, habremos matado algo demasiado hermoso en el camino hacia una comunicación total, excesiva. Está a la vuelta de la esquina: es tecnología del hoy más que del mañana, el siguiente paso en la traducción simultánea, la traducción automática e instantánea, la traducción uniforme, uniformizante, ensordecedora. La abolición del asombro en aras de la productividad, la aniquilación total de una de las escasas oportunidades que tenemos para cambiar de piel y ver el mundo de otro modo, otro mundo, el mismo, pero a la vez diferente. ¿Quién querrá vivir los titubeos inseguros de las primeras incursiones lingüísticas? El algoritmo se encarga, el algoritmo te lo aplana: lo que importa es la función, decir sin evocar. Suena melodramático. Es trágico. Es lo que hay. Aprender un idioma es una experiencia frustrante en primera instancia, gratificante después.
En el proceso de aprender un nuevo idioma se aprenden además otras muchas cosas: las palabras y expresiones que vamos haciendo nuestras transportan consigo una codificación de la realidad. Por eso dominar un idioma ajeno a nuestra lengua materna conlleva tanto esfuerzo y tiempo, porque la asimilación no es únicamente de términos planos, sino que lo es también de un conocimiento profundo y complejo de una cultura, eso que hace que una persona absolutamente bilingüe pueda parecer una alguien hablando en español, y alguien muy distinto cuando lo hace en japonés. Y luego pasa eso de escribir, de ser capaz de crear en una lengua aprendida. Para quien lo consigue supone una gran satisfacción: los horizontes se expanden, el mensaje es auténtico, sin siquiera la sana adulteración de la traducción profesional. Para el público es una suerte.
Danai Delipetrou es griega nacida en Atenas, pero cuando uno lee su nuevo poemario Constel·lacions o un baile de infinitos en tu portal (publicado por Postdata Ediciones y con ilustraciones de Luis Crespo y Alba Pérez), la siente también nacida valenciana, española, y sobre todo, estacional, en el amplio sentido que permite el concepto. El poemario de Delipetrou se instala en el tiempo y se desarrolla a caballo de este a diferentes escalas: la autora recorre los días de la semana, los meses —pongamos que hablamos, por ejemplo, de septiembre—, las estaciones, e incluso las fases zodiacales. El tiempo, lo único que importa y sobre lo que merece la pena escribir (el amor y sus contrapartes están hechos de tiempo), es la sustancia con la que la autora ha dado forma a estos poemas políglotas, cósmicos en su volar de estrella en estrella (¿de lunar en lunar?).
Si un ser procedente de otro planeta nos descubriese, podría considerar que todos hablamos el mismo idioma. Es decir: para nosotros, el chino y el portugués están muy lejos el uno del otro, pero con la suficiente perspectiva, son solo dos segmentos del gran código del lenguaje humano. En ese sentido, se agradece el uso de varios idiomas a la vez, entreverados, cuando la emoción lo pide. A Delipetrou esto le surge natural: sus poemas saltan de segmento para poder expresar lo que aquellos días y sus posteriores mañanas significaron: días de felicidad, y otros de recuerdo: "Jo li dibuixava versos d'oxigen a les mans / i el seu pel s'omplia de flors, / una per cada poema d'amor. / Ella respirava fort i, / amb cada batec, / es banyava en l'eternitat / vestida de cel i d'aigua marina. / Te'n recordes? / Encara era estiu".
O también: "La cicatriz / Nací un viernes de enero en un país / donde no hablan tu idioma y a veces / no entienden el mío. / Desde entonces, / el viernes es mi día favorito / y el frío me recuerda que sigo viva / aunque mi corazón se salte / algún latido que otro. / El día que te marchaste, / te escribí un poema tan triste / que nunca lo acabé. / No era enero pero sí hacía frío y los pájaros dejaron de cantar / fuera de mi ventana / y yo dejé de avisarte / que había llegado a casa bien por la noche cuando ya no estabas. / No fui a la playa aunque tal vez / debería haberlo hecho". ¿En qué lengua sucedieron estas memorias? ¿En cuál se codificaron? Los poemas de Constel·lacions nacen de los agujeros que nos legan las ausencias, no se dejan nada, ponen (casi) todo sobre el papel: "La novena pàgina del calendari / em conta que és setembre. / I jo anhele l'olor de pluja / i trobe a faltar / una posta de sol lenta, / un parell de poemes sense acabar / en la meua llibreta, / les ones que vaig guardar / en les meues butxaques / (per si de cas) / i els versos que vaig prometre / que serien els últims. / Mai ho són. / M'amague en la nostâlgia dels dies / que vindran / i d'aquell lloc / que mai vaig conéixer/ però les seues lletres / formaven la paraula / casa / en cada batec. / Com la paradoxa / d'una microeternitat / atrapada en un raig de llum aquell estiu". Nunca son los últimos versos cuando todavía queda tanto por decir. La imagen podría ser la siguiente: una persona, la autora, pide el último turno de palabra y comienza a hablar; habla y habla y lo que lleva en el pecho se convierte en un río que se extiende en el tiempo y desemboca en un hoy ideal que quizás exista en alguna dimensión de este universo vastísimo, que es espacio, y es tiempo, y es nuestras historias personales, las que han sido y las que podrían haber sido, las que nosotros hemos fijado a él para conservarlas, para preservarlas del gélido invierno del faltar y el calor abrasador de los mejores momentos, para completarlas de algún modo con una rúbrica final, porque al fin y al cabo merecieron la pena.