Los aplausos de las ocho languidecen, son vacilantes, cortos. Ayer no publiqué mi Bitácora y hoy me contactan inquietos varios amigos. Una paciente a la que he tardado en llamar se preguntaba si mi ausencia se debía al virus, "pensé que habías caído…", confiesa. Ella lo ignora, pero me ha iluminado el camino. Su frase delata de forma más cruda de lo que me permito pensar que voy a romperme de un momento al otro. Tanto oído atento a lo que tenga que decir me sostiene y me lastra a un tiempo.
Estoy exhausta, no puedo negarlo. Como a todos, el cansancio traba mi pensamiento, lo cuaja, le roba presión, y necesito publicar cada dos días para que el resultado refleje esta nueva fase de forma fiel, este tiempo desmochado, de arrastre de pies, un hartazgo lacio que ha llegado para quedarse.
La fantasía era que la normalidad no era nueva, simplemente normalidad. Nos esperaba a la vuelta de la esquina como un pretendiente con ramo y con mucha fe, no se había movido del sitio. Hoy todo engaña, parece lo de siempre. Lo dice el parking del hospital, tan lleno que doy una vuelta de rutina (¿rutina?) y descubro a un hombre aguantando la respiración para entrar de perfil en su coche. Lo dice la entrada de urgencias, con familiares fumando en la puerta y coloquio de ambulancieros sin expresión severa. Lo dice mi candidez al encender el noticiero y renunciar a la nube de algodón que me proporcionaba el realismo mágico de mi audio libro.
Pero la normalidad tiene el rostro erizado de pinchos, sufre secuelas, es nueva. La radio pica como un jersey de lana. Descubro que las ventas de coches han bajado un 90% y las llamadas por violencia de género han crecido un 60. Mi cerebro monta los datos a la manera de un científico aficionado e infiere que el hombre calma su testosterona comprando vehículos, que mi género sucumbirá si no se anima el mercado en los concesionarios; se trata de las mujeres o la atmósfera.
Calibro la realidad de forma torcida. Quizá no sea el agotamiento sino los vapores del spray corrector que he adquirido el súper: cubre raíces y canas, dura un lavado. Cuando llego a la Unidad no se habla de otra cosa que de citas en la peluquería. Ya no queremos ser científicos ni reposteros: ahora el peluquero es el rey de la semana. Asisto al jolgorio alrededor de una compañera que trae su melena impecable y confiesa, no sin jactancia, que al decir que era médica la pusieron la primera. Otra ha conseguido hora a final de mes pero protesta porque le dan la misma hora que ya pidió hace meses: es el día que se casa su sobrina, ¿llegará a la iglesia?
Una enfermera se introduce un termómetro en la boca con mohín de fastidio, las demás la acorralan con los brazos en jarra y sonríen maternalmente, "pero si yo sólo he dicho que me duele la cabeza…", protesta. Estamos en alerta pero es una alerta natural, sin rigideces. Me insisten en el almuerzo. Es el cumpleaños de la auxiliar y ha cubierto la mesa de jamón, queso, papas y empanada. "Todos hemos salido negativos, venga…". Saben que me voy a resistir, pero al final alargo la mano y pesco una loncha. Me siento como una adolescente aprensiva negándose a que le pasen el porro. Nadie se lava las manos más veces que ellos, me digo. Y mientras mastico me cuentan que el test que nos hicieron es una castaña y alguien de un laboratorio se lo ha repetido con otra técnica y ha dado positivo. Sonrío y me vuelvo a hincar la mascarilla.
No estamos mal de la cabeza, reflexiono, somos los mismos. Llevamos demasiado tiempo expuestos, eso es todo, nos visita un fenómeno de manual, una especie de síndrome de Estocolmo: hemos interiorizado al agresor. Lo tuteamos. Vivimos en un nivel más profundo del sótano donde el bicho nos tiene secuestrados. Asisto al celo minucioso con el que la gente común mide el momento de salir de casa y me descubro pensando que exageran.
Pero no me quito el pijama, la mascarilla, los pases de hidroalcohol en el teclado (aunque olvido el corporativo y las llaves). Hay seis pacientes nuevos esperando a ser vistos en sus casas y tenemos que romper el hielo: empezamos por la mujer que fue cuatro veces negativa.
En la parte alta de la curva no me lo he pensado con las urgencias. Es fácil disociarse cuando un problema se desboca, olvidarse de sí mismo, reunir la furia necesaria, la visión en túnel. Ahora toca atender también a los que languidecen en una franja intermedia y ahí remoloneo. Están en un sí pero no. Lejos del epicentro pero dentro del campo magnético. Sufren despacio, se duelen, el marcador de su tiempo baja.
Comparto con las psicólogas de la UCA los quebraderos de una paciente alcohólica y sienten lo mismo que yo. Hay que verla cuanto antes. En el Centro de día la frenaban con el grupo, la ubicaban, lograban un mayor compromiso. Ahora somos un satélite de su sufrimiento. Muchos pacientes no se conforman ya con la voz al teléfono y los conflictos sangran, las emociones se desmadejan.
Bajo a las ocho para nutrirme de la luz horizontal. El parque despide un olor ácido de césped cortado que nos cautiva y nos hace desfilar con paso nervioso. Entre la muchedumbre en chándal hay una tipa que fotografía a su novio mientras abraza un árbol, otra dirige su móvil a la floración de los almendros. Yo arponeo el momento en que una luna tímida se dibuja en la tarde gandula e intento desentrañar el tiempo en que vivo, si está gastado o es de estreno.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora