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VALÈNCIA A TOTA VIROLLA

De la Casa de los Gatos al Donald de Viveros: proteger algo más que la obra

Los recientes ataques a dos símbolos de la ‘València en pequeño’ representan actos de vandalismo, pero desnudan daños que van más allá de los físicos

16/12/2023 - 

VALÈNCIA. Ha coincidido que, en las últimas semanas, dos esculturas en abierto han sido vandalizadas (un verbo tan profiláctico que neutraliza el contexto: la importancia de quién y por qué). A la Casa de los Gatos, de la calle Museu, la han desfigurado pintarrajeándola: como coger el rostro de alguien y descargar en su piel toda la inquina en rojo. Al Pato Donald de Viveros (una escultura que, habitualmente, da miedo) le rompieron la mano, como es habitual aproximadamente cada década, y le lanzaron pintura. Es posible que su actitud, con la manita hacia arriba dando buenas vibras, sea una provocación inaguantable para sus enemigos.

Otra vez las lamentaciones: que el patrimonio está en peligro, que no son unas gamberradas sino algo más, la llamada a la educación. Pero todavía sin llegar al tuétano: ¿hay manera de evitarlo? En el peor de los casos ha dado pie a las habituales teorías conspirativas sobre el reinado del spray sobre los muros, y la supuesta amenaza de los graffitis sobre la integridad de la ciudad. Nada tiene que ver una intervención urbana con esto.

La coincidencia en el tiempo de las dos agresiones es un ataque a la ciudad en pequeño. Los dos corresponden a proyectos ajenos a la solemnidad y los fastos. Recordemos: la Casa de los Gatos es producto de la espontaneidad del escultor Alfonso Yuste, en 2003, a la memoria de los cuatro gatos. ¿Se refería Yuste a los cuatro gatos que quedarían en el vecindario una vez expulsados por el empuje inmobiliario en tránsito? No exactamente: es el retrato de la leyenda sobre el intento de aniquilación de los gatos de València en 1094. El homenaje a los resistentes, a los felinos contados que quedaron manteniendo a la especie en el Carmen. “En este barrio español los gatos tienen más de siete vidas”, escribía la BBC hace pocos años.

La historia del Pato Donald, más bizarra, es testimonio de la València de Rincón de Arellano y la sentida aflicción de la ciutat cuando Walt Disney murió. Los niños españoles, mediante colectas, recaudaron dinero para homenajear a Disney. El crowfunding de la infancia: a Viveros le tocó un Pato Donald: un libro tallado en piedra y sobre ello, en cerámica, un pato gélido. Fue obra de Rodilla Levante Mármoles. “A Walt Disney. Los Niños”. Como es una aparición ‘rara’, que va más allá de los cánones de la escultura en el espacio público, se ha llevado una colección de agresiones. 

Algo más que una gamberrada, según las asociaciones y voces en defensa del patrimonio, las medidas habituales pasan por pedir más vigilancia (al punto de que las cámaras de seguridad acabarían siendo parte de las obras protegidas), más defensa (la típica escultura con valla; ¡otro cercado con vallas metálicas no, por favor!) o, en un monumento a la ilusión, más dosis educativas, mayor conciencia del espacio público.

Los motivos por los que una persona la emprende contra una casita de gatos tallada a pie de calle o contra la escultura de un pato ya forma parte de un viaje a la psique más íntima, en una mezcla entre el desprecio por lo colectivo y la depravación. Y, por qué no, con una muestra de cobardía: con los mayores no te atreves a meterte. 

Pero más que procurar cuidados paliativos, más que querer poner toda la fuerza argumentativa en la protección de elementos en el espacio público -en estos casos, con más valor simbólico que valía física-, sería necesario cambiar la prioridad del argumento: lo importante en casos como los de la Casa o el Pato no tanto el objeto como la intención con la que se esculpió el objeto. 

Tomar esas dos piezas -como tantas otras, expuestas al mismo riesgo- simplemente como si fueran antiguallas, a las que hay que mantener criogenizadas, es restarles su importancia. La mejor manera de ‘salvarlas’ es que proliferen muchas más: que esa intención con la que se crearon tenga alicientes. 

Esa ciudad en pequeño parece demasiadas veces quedar confinada a los parques infantiles, como si la ciudad para quienes no son séniors estuviera delimitada. Al margen de homenajes antediluvianos a Walt Disney, había una idea poderosa en la iniciativa: incluir a las comunidades locales -en este caso, las de menor edad- en un proyecto de representación en el espacio público. Más transformador todavía es el concepto de, espontáneamente, crear un pasadizo simbólico en la calle Museu: proyecta la viveza de la ciudad, la sensación de que se pueden imaginar alternativas más allá de las convenciones.

Por eso, más que la propia presencia escultórica, lo que de verdad está dañada es la idea que les precedió. El antídoto frente a la destrucción también pasa por una mayor afinidad con las intervenciones que contribuyen. Conviene proteger -también- la voluntad de querer reimaginar la ciudad. 

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