VALÈNCIA. Como no me la quito de la cabeza, he decidido escribir sobre ella. Ventajas de tener una columna periódica en la que poder contar estas cosas. Me refiero a El poder del perro, la película que Jane Campion nos ha regalado tras unos cuantos años sin dirigir cine (aunque sí series como Top of the lake) y que pueden ver en Netflix. El film ha ganado unos cuantos premios y más que ganará porque es de justicia, pero no vengo aquí a contarles estas cosas que pueden encontrar en Wikipedia o en cualquier web de cine, donde también les dirán cosas esenciales, como que está magníficamente interpretada por Benedict Cumberbatch, Kristen Dunst, Jesse Plemons y Kodi Smit-McPhee; que la fotografía es soberbia y que la música de Johnny Greenwood funciona a la perfección. Vengo por lo que les he dicho, porque El poder del perro se ha quedado conmigo, en mi cabeza y, como sucede a veces con algunas obras, conforme pasa el tiempo más me gusta y más se engrandece en mi recuerdo, seguro que les ha pasado.
Antes de entrar en materia, una consideración previa sobre la historia que nos cuenta el film de Campion. Que el western convencional tiene un componente homoerótico no lo voy a descubrir ahora. Esas historias de vaqueros o forajidos, modelos de virilidad incontestable, que preferían siempre el incierto destino de dos cabalgando juntos hacia el horizonte y eran capaces de morir por su compañero de aventuras eran historias de amor incondicional. ¿O alguien duda de lo que siente Dutch (Ernst Borgnine) por Pike (William Holden) en Grupo salvaje (The wild bunch, 1969), o los protagonistas de Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1972), ambas de Sam Peckinpah? El llamado western crepuscular, del que ambos títulos son ejemplo, ponía en solfa algunas de esas virtudes de la masculinidad triunfante y deconstruía clichés, aunque el tabú de la homosexualidad no se rompió de manera clara hasta el estreno de Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005).
Pero los westerns recientes de algunas directoras, como Jane Campion en El poder del perro, o Kelly Reichardt en la extraordinaria First Cow (2019), van mucho más allá, y desde concepciones y estéticas prácticamente opuestas. La pareja masculina de hombres tranquilos de la película de Reichardt, que barren su cabaña y que solo quieren vender pasteles, o este vaquero furioso y feroz de la de Campion, encerrado en los estrechísimos límites de una forma totalitaria de ser hombre que le impide dar rienda suelta a su deseo son figuras nuevas y no vamos a encontrarlos, por ahora, en otros westerns actuales, por más que presenten, a veces, cierta heterodoxia. Ambas, Campion y Reichardt, deconstruyen mitos masculinos que es muy necesario deconstruir y, al mismo tiempo, establecen un diálogo imprescindible entre el presente y el pasado.
Pero siendo esto relevante y destacable, lo que vengo aquí a decir es que, como resume el título del artículo, El poder del perro es el poder del cine. El de la imagen y el sonido. El de “no puedo dejar de mirar” aunque los personajes me caen mal y ni siquiera estoy segura de haberlos entendido ni comprender sus motivaciones. Y esto, parece mentira con la brutal oferta audiovisual que tenemos, o quizá por culpa de ella (este debate lo dejamos para otro día), suele ser cada vez más raro: que una película, sus imágenes, permanezcan entre tanto título efímero.
Tenemos cuatro personajes más bien sufrientes, en un entorno que reconocemos como el del western, aunque la acción es un poco posterior a lo habitual, 1925. Las relaciones entre estos cuatro seres solitarios construyen una historia en la que hay poca acción de esa que se puede contar en la trama, pero mucha de la que sucede en el interior de los personajes. Es ese cine que algunos llaman lento y otras le llamamos solo cine. Hay también muchos silencios y cosas no dichas; ira y violencia contenidas; un paisaje extraordinario que es horizonte, pero también frontera y límite; demasiados deseos reprimidos; y sensualidad y erotismo y pasión y aspereza. Y algo que solo puedo llamar atmósfera.
Sé que es un poco tramposo usar la palabra “atmósfera” porque tiene un carácter elusivo y parece una muletilla para cuando no sabes qué decir y quieres quedar bien, pero es lo que hay. Es casi imposible de explicar o delimitar, “atmósfera”, pero esa es la grandeza del arte y una de las razones de su existencia: plasmar aquello que no podemos definir desde la razón y que solo podemos sentir. Así que sí, ahí está la atmósfera, por muy impreciso que sea el término aplicado al cine.
Y eso que, confieso, hay algunas cosas que no acabo de entender bien, principalmente la evolución del personaje femenino. No sé qué le pasa a esta mujer para acabar sintiéndose tan desgraciada. Sé que el comportamiento de su cuñado, que ciertamente es su antagonista y una presencia formidable, le perturba (como al resto de personajes y al público), pero lo que veo y lo que deduzco de las elipsis y el subtexto no me explican tamaño drama. Aquí habla más bien mi necesidad, como la de cualquier espectador, de buscar causas a los efectos. Es posible, incluso, que esté mal contada esa historia, y mira, sí, creo que es un problema del guion. Pero, ¿saben qué?, me da exactamente igual. Ya aprendimos hace mucho que eso es solo una parte de la película y que lo que se juega en una pantalla es mucho más.
Estoy tan atrapada en la imagen; tan metida dentro con todo mis sentidos, mi mirada y mi atención están tan cautivas en esa atmósfera turbia y triste, en las emociones de los personajes, en sus rostros, en sus cuerpos y en su deambular que, francamente, querida, me importa un bledo no acabar de entender qué le pasa a algún personaje. Porque no lo entiendo, pero lo estoy sintiendo. Así que no pasa nada, la peli no se estudiará en los talleres de guion y ya está, pero en los de cómo utilizar la cámara, el encuadre y el montaje para conseguir impregnar de dolor o de deseo o de soledad al paisaje y los objetos, será de visionado obligatorio.