VALÈNCIA. Todos tranquilos, no asustarse. La historia del cine está hecha de obras, muchas de ellas maravillosas, que defienden mensajes y tesis y a nadie le espantan: que no hay nada como la familia, que casarse es la mayor felicidad, que la ley funciona, que el bien siempre gana, que la unión de la clase trabajadora es imprescindible (de estas hay menos), que la empresa es una gran familia (y de estas muchas más), que un hombre solo (a veces una mujer), puede derribar a un gran poder corrupto, que existen la media naranja y el amor eterno. También está llena la historia (del arte, del cine, de la literatura) de personajes que simbolizan algo, sea un concepto, una idea o a todo un colectivo. De relatos que quieren concienciar, denunciar o informar. Existen obras que son panfletos magníficos, films aleccionadores preciosos, series muy educativas a la par que entretenidas. Así que menos aspavientos, por favor, cuando llega una serie feminista que quiere que entendamos algunas cosas que funcionan muy mal para las mujeres en nuestro mundo actual.
En general, la opinión sobre Intimidad (Netflix), la serie creada por Laura Sarmiento y Verónica Fernández, es buena y es lógico que así sea. La serie funciona, no solo como denuncia de algunas cosas, sino como relato audiovisual. Eso no quita para que gran parte de los artículos que le han dedicado hagan referencia al peligro del esquematismo en la composición de los personajes o las situaciones, o al riesgo de supeditar la verosimilitud al mensaje, por muy útil que este sea. Esa señal de peligro, esa prevención, no siempre se activa cuando se tratan otros temas. Parece que cuando la cosa va de feminismo, de derechos de las mujeres o del colectivo LGTBIQ+, o de violencia machista o de abusos está todo el mundo a la caza del cliché, del personaje esquemático sin matices, como si los relatos audiovisuales que cuentan otras cosas no estuvieran llenos de ellos desde que llegó la imagen en movimiento a nuestras vidas.
A partir de dos tramas de ficción que tienen ecos muy claros en la realidad, la publicación del vídeo sexual de la concejala Olvido Hormigos y el tremendo suicidio de una trabajadora de IVECO tras la difusión en la fábrica de imágenes suyas de contenido sexual, Intimidad analiza los efectos de estos hechos en las vidas de las protagonistas y su entorno familiar o laboral. Entrelazando con bastante habilidad dos historias inspiradas en estos hechos, despliega un conjunto de personajes que reflejan aspectos diferentes: el sexismo en la fábrica y en la política, el paternalismo, la violencia latente y patente, el distinto rol social y público de lo masculino y lo femenino, la libertad y la identidad sexual, el acoso, los tejemanejes políticos, etc.
Cuando en una película o en una serie se pretenden contar tantas cosas con una voluntad de denuncia el peligro de lo artificioso acecha, no se puede negar. Hay que organizar muy bien las cosas para que la obra no sea solo la ilustración de un tema, de una tesis o de unos sucesos. Se trata de no perder la verdad. Pero no me refiero aquí a la verdad acerca del tema o los hechos tratados, sino a la del relato audiovisual. No la verdad del acoso y la violencia, sino la verdad de la narración, del conflicto dramático, de los personajes, de las emociones y las reacciones, de los diálogos y la puesta en escena. Que nos lo creamos, vaya. Esa verdad.
Y aquí, salvo un caso concreto que ahora comentaremos, funciona. Hay verdad surgida de la propia obra, de la disposición sus elementos creativos, del guion, de la composición, de la interpretación, no del hecho de saber que lo que se cuenta sucede en la realidad. La hay en la batalla de Malen por su autonomía y por su dignidad como mujer y como política, una convincente Itziar Ituño que sabe aprovechar bien su imagen. En el sufrimiento y la determinación de Begoña en busca de la verdad, magnífica como siempre Patricia López Arnáiz, qué gran actriz. En la confusión, a ratos conmovedora, de Alfredo, el marido de Malen, y quizá el mejor personaje de la función, muy bien interpretado por Marc Martínez. En la rabia y el miedo de Leire, la hija adolescente, muy bien servida por Yune Nogueiras. En la fragilidad de Ane y sus secretos, bien Verónica Echegui. En Miren, la política veterana que ha desarrollado su carrera en un mundo de hombres y ha tenido que tragar todo lo que ahora otras denuncian y a la que Emma Suárez presta la mirada y el gesto exacto, uno en el que conviven la renuncia y el hartazgo, pero también el poder.
Y, por supuesto, hay verdad en muchos de los comportamientos machistas de algunos de los hombres que rodean a las mujeres protagonistas, esos trabajadores de la fábrica que le hacen gestos obscenos o acosan a Ane tras ver su vídeo, o esos empresarios que cierran tratos en puticlubs o clubs de golf, que llaman paternalmente chica o nena a las mujeres que les rodean. El retrato nos puede parecer burdo y poco sutil, y al verlos así todos juntos algunos piensen que qué exageración y que qué tosco y poco elaborado, pero qué quieren que les diga…
Quizá lo menos creíble y más artificioso de la serie, el caso concreto al que antes nos referíamos, es el personaje de Alicia, la policía bien interpretada (porque siempre lo hace bien) por Ana Wagener. La artificiosidad no tiene tanto que ver con que sospechamos que no es muy fácil hallar en la vida real tanta comprensión y tal despliegue de actividad motu proprio por parte de los cuerpos de seguridad, sino por la puesta en escena: esos planos generales de Alicia en su mesa colocada en el centro de una comisaria muy grande y muy geométrica, y en la que prácticamente no le vemos interactuar con ningún colega, casi nos expulsa de la pantalla, nos aleja. Quizá sea deliberado, ese no lugar, esa soledad en el espacio policial, como aislada del resto del mundo, para reflejar su singularidad, pero si es así, funciona en sentido contrario.
Es obvio que su papel como policía y su trabajo son fundamentales en la trama y, sin duda, una declaración de principios por parte de las creadoras acerca de la necesidad de la denuncia y de la decidida actuación policial para acabar con algunas cosas; sin embargo, su historia, la aceptación de su homosexualidad y la relación con su pareja es la menos necesaria de todas y no encaja bien con el resto de tramas.
También puede que el final, uno que ajusta muchas cuentas pendientes, tenga su artificiosidad, su mucho de mensaje y enmiende la plana a una realidad poco amable y justa. Pero, amigas, por más que defienda cosas tan importantes como la libertad sexual de las mujeres o denuncie el machismo esto no es una tesis, ni un ensayo académico, ni un reportaje periodístico. Es una serie, territorio de ficción y fabulación y, como tal, puede permitirse mostrar el mundo cómo es, pero también cómo nos gustaría que fuera. Nada que objetar a ello.