La máquina que hace PING! suma a su catálogo esta primera novela de un autor escritor y científico que se siente cómodo difuminándose en el reino del new weird y el slipstream
VALÈNCIA. Cuando leemos, entramos a hurtadillas en realidades. Las historias a las que nos unimos, porque eso hacemos, son capas de realidad que visitamos. Así, quien escribe, crea realidad. Lo que ocurre intrahistoria, es real. ¿Por qué no debería serlo? ¿Podemos afirmar con certeza que lo nuestro, todo esto, es en esencia muy diferente? La verdad es que no sabemos nada de este universo que habitamos. A veces se siente como que nos han sustraído la clave para entender, una pieza sin la cual nunca podremos comprender de verdad qué es este escenario, qué hay detrás del telón, o si es que hay siquiera algo como un telón, y no únicamente nuestra ceguera micro o macroscópica. Es probable que nuestros conceptos más esenciales no signifiquen nada, que a las preguntas como por qué hay algo en lugar de nada, cómo se creó ese algo, o que sucedía antes del principio ni siquiera se contesten con respuestas porque incluso el mismo hecho del formular preguntas carezca de sentido.
Dirigir la mirada al abismo de nuestra ignorancia produce vértigo. Pero también podría ocurrir justo lo contrario. Podría ser —y esto es un pensamiento recurrente desde hace mucho, mucho tiempo— que solo existamos nosotros, es decir, yo, que todo lo que nos rodea no sea más que un parque de atracciones para nuestra mente única y protagonista: lo cierto es que no podemos estar seguros de que existe algo realmente sintiente o real más allá de nuestra consciencia. Por lo que sabemos, nosotros somos, pero lo demás, bueno. Sabiendo lo que es soñar, cuesta poner la mano en el fuego. Nada nuevo en las costas del especular: podríamos incluso estar jugando a un juego consistente en vivir —una vida humana, en este caso— en el que uno no sabe que juega hasta que deja de hacerlo cuando muere —con el objetivo de lograr las mayores cotas de realismo—. Esto del juego resulta especialmente inquietante porque no parece tan lejano. Un juego tan inmersivo sería un éxito. Al despertar quizás nos cueste acostumbrarnos al hecho de que no somos humanos, sino otra cosa.
La realidad es un concepto muy vago. Tirando un poco del hilo del multiverso, quizás cada decisión bifurque los caminos, quizás nuestro pensamiento moldee eso a lo que llamamos realidad a cada paso que damos, pero no necesariamente en el sentido que desearíamos si pudiésemos manipular la realidad como si fuese un bloque húmedo de arcilla. En El horizonte del universo, el escritor y científico Joaquín María Azagra nos obliga a entrar en un juego de capas y proyecciones que nos lleva a preguntarnos acerca de la naturaleza de eso a lo que llamamos ser o yo. Su primera novela, inteligente y atrevida, abre una grieta en la superficie de lo real a través del acto de crear: en este caso pintar y escribir, aunque no exclusivamente. Cabe destacar que Azagra ha entrado con esta historia en el catálogo fascinante de La máquina que hace PING!, un sello atípico que ya ha aparecido en esta sección, en el que se encuentran auténticas joyas de lo new weird y lo slipstream como Buscando a Jake y otros relatos, del gran China Miéville. Azagra es de hecho el primer novelista español publicado por esta editorial. La premisa es la que sigue: una pintora y un científico tienen un encuentro sexual en un acantilado. Lo desconocen todo el uno del otro, e incluso desconocen cómo han llegado a parar allí. Tras esto se separan: él marcha a Leiden de estancia en un centro de investigación, y ella pinta un retrato del científico, pero la figura del cuadro escapa de él y adopta la forma siniestra de El Hongo, un musgo viviente que acecha al científico en su apartamento de Leiden, como una sombra furtiva en la pared o como una aparición barkeriana que se encarna poco a poco desde el espanto. La novela de Azagra no es sencilla: lo que ocurre se enrosca sobre sí mismo y se despliega, vira y salta de órbita y de dimensión. No en vano ese definirse como slipstream implica vocación de extrañamiento, de desconcierto, de una sana incomodidad.
El horizonte del universo es un título —no el primero que tuvo el relato, pero sí el mejor— que juega en este nivel del zarandear la razón: su autor nos descubre buhardillas en las que no terminan los edificios a la vez que trae hasta un primer plano a Gulliver, pero sobre todo escribe acerca del hecho creador. Los protagonistas de esta historia son también motores que generan otras historias, y en esta línea sucesoria de creadores creados podríamos seguir y seguir —¿y a Dios, quién lo creó?— mientras esos personajes de los que hemos sabido al principio de la novela se dibujan y desdibujan y se vuelven a dibujar. Cómo conjuga Azagra la existencia de un amenazante ser fúngico y de inquietantes buhardillas cósmicas, el desarrollo de encuentros sexuales terminales sobre acantilados, o la transmigración de las almas hechas de palabras es algo que solo se averigua acercándose a una librería o a una biblioteca para conseguir un ejemplar de esta novela weird y wise, para a continuación leerla sin dejar que pase demasiado entre la primera y la última página. En la novela de Azagra se entra mirando a un lado y a otro, se aprieta el paso, se corre a través de los capítulos, se para en seco, se titubea, se adentra uno en lo desconocido, se es arrastrado por los acontecimientos, se cae rampa arriba sin poder asirse a nada, se es deslumbrado como un conejo en una nacional transdimensional, se abandona la resistencia y se acepta finalmente que si uno lee, también puede estar siendo leído. Dice Azagra, quién sabe si en este punto él mismo personaje de la imaginación: el lector cree que nuestra historia es ficción y la suya no.
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