Herder publica este texto todavía muy válido de Séneca, un libro con dos milenios de antigüedad que nos demuestra que en lo esencial hemos cambiado muy poco
VALÈNCIA. Somos criaturas hechas de tiempo. Todo lo que conocemos es tiempo: nuestros alimentos mantienen su vigencia hasta una fecha concreta, lo que nos hace reír se conservará gracioso con suerte dos generaciones, a nuestra capacidad para proyectar hacia adelante los genes —egoístas— se le pasa el arroz entre facturas, inflaciones y otras preocupaciones adultas, las viviendas adquiridas se miden por lo general en años (de hipoteca), los medicamentos se toman cada ocho horas, los libros, juegos y películas se califican por edades, celebramos que nacimos con una fiesta cada trescientos sesenta y cinco días, los descuentos son para jóvenes o mayores, se nos permite descansar de la condena del trabajo tras décadas de esfuerzo y solo entonces.
El tiempo a veces no nos da, a veces lo perdemos y a veces lo matamos. Somos la especie que ha puesto relojes en sus torres, en sus muñecas y en sus electrodomésticos, que ha medido la la cuarta dimensión con el Sol, con arena, con clepsidras o con las fuentes de emisión del cesio. Llamamos al tejido universal que habitamos —a falta de algo más en detalle, más profundo— espacio-tiempo, pero saber, saber, no sabemos muy bien qué es el tiempo, si el futuro viene o si vamos nosotros hacia él, si es una leyenda andaluza, flamenca, si realmente existe o si es solo percepción de la propia caducidad. Saber no sabemos, solo lo experimentamos. Por su naturaleza misteriosa y letal el tiempo siempre nos ha obsesionado: desde los antiguos dioses hasta la gravedad y su monstruosa deformación del segundero en el interior de un agujero negro; paradójicamente, cuanto más sabemos, más extraño se vuelve. Frente a nuestro ser como un sueño que va sobre el tiempo hundido hasta los cabellos, un concepto hermoso y terrorífico: la eternidad, el infinito en su vertiente existencial.
De lo efímero de nuestras vidas llevamos lamentándonos desde, probablemente, el origen de nuestros tiempos. Los seres humanos no hemos cambiado demasiado en lo esencial de la época de las cavernas hasta hoy. Lo uno y lo otro puede comprobarse leyendo una de las últimas novedades de Herder Editorial, La brevedad de la vida, del filósofo cordobés Séneca, una joven promesa estoica de hace dos mil años al cual uno lee en febrero de dos mil veinticuatro y piensa que no sería descabellado ni anacrónico darle una columna en un diario. Séneca lo tenía claro: pese al título, no es que la vida sea breve, sino que ocupamos demasiado tiempo en no vivirla como corresponde: “Teméis todo como mortales, deseáis todo como inmortales. Escucharás decir a la mayoría: «A los cincuenta años me jubilo» o «cuando tenga sesenta años no trabajo más».
¿Y a quién diantres tomas como garante de una vida más larga? ¿Quién hará posible que las cosas vayan como lo has dispuesto? ¿No te avergüenza reservarte para ti los restos de la vida y destinar para la sabiduría aquel tiempo que no podría utilizarse en ninguna otra ocupación? ¡Qué tarde es comenzar a vivir cuando hay que dejar de vivir! ¡Qué estúpido olvido de la condición mortal es postergar los buenos propósitos para los cincuenta o sesenta años y querer comenzar a vivir en el punto que pocos han alcanzado!”. Poco más que añadir: se conoce que hace dos milenios la gente andaba con las mismas. Seguro que también soñaba con la lotería, con un golpe de suerte patrimonial para poder dedicarse definitivamente a la vida contemplativa. Es curioso, porque tendemos a creer que en un intervalo de tiempo así las cosas tienen que haber seguido derroteros tales que nos resultaría casi imposible entendernos con nuestros parientes del pasado, pero luego uno lee una obra como esta, y se da cuenta de que no.
Otra de Séneca: “Se pide como si fuese nada, y como si fuese nada se da. Se juega con el bien más valioso de todos, pero este los engaña, pues al ser algo incorpóreo, no cae bajo la visión de los ojos y por eso se piensa que vale poco, o más bien que su precio es casi nulo. Los hombres aceptan ingresos anuales y donaciones con suma gratitud e invierten esfuerzo, trabajo o diligencia para lograrlos, pero nadie valora el tiempo; todos lo usan de modo más laxo, como si fuese algo gratuito. Pero mira a aquellos enfermos: si el peligro de muerte se les acerca, ¡cómo se aferran suplicantes a las rodillas de los médicos!”. El trabajo, los salarios, esa expresión terrorífica del “tiempo libre”. Es cierto que ahora conviven el mindfulness, la slow life y el carpe diem más extremo de canal de YouTube y adrenalina redbullífera: por un lado queremos no sucumbir a las velocidades inhumanas que Séneca no conoció y que sin embargo ahora son nuestro pan de cada día, y por otro las velocidades nos han envenenado con la necesidad de la satisfacción inmediata y ya no nos vale cualquier cosa.
Séneca habría quedado horrorizado con nuestra pandemia actual de ansiedad, afortunadamente nos legó su pensamiento transtemporal que hoy publica Herder en su catálogo para acercarnos a una sabiduría lo suficientemente próxima y lejana como para poder sentirla nuestra pero no producto de nuestras circunstancias exactas. ¿Qué es el tiempo? ¿Cuánto dura el instante presente? Quizás Séneca no lo sabía, como nadie de nosotros, pero sí lo intuía: “Y como no sirve de nada echar toda el agua que quieras si no hay un fondo que la acoja y sostenga, así tampoco importa cuánto tiempo se nos dé si no hay un fondo: se cuela por las almas destruidas y agujereadas. El tiempo presente es tan breve que algunos piensan que no existe; en efecto, siempre está en curso, fluye y se precipita, deja de existir antes de llegar, y no tolera más demora que el mundo o los astros, cuyo movimiento siempre incesante jamás permanece en su propia huella. Por lo tanto, a los ocupados solo les pertenece el tiempo presente, el cual es tan breve que no se puede arrebatar; pero incluso de este se les despoja, pues andan distraídos en muchas cosas”. Algo parece que sí sabía.