VALÈNCIA. No tengo ni idea de pop actual, soy un analfabeto. Lo mismo con los nuevos sonidos latinos, traperos y todo lo que nuevo en general. Porque soy un viejo ya desconectado y desde un lugar apartado solo puedo contar batallitas de otro tiempo para el que le interesen. Eso no quita que me pueda gustar música actual y de la más comercial. Podría pasar por un joven cualesquiera gozando Still don’t know my name, que además es un lema definitivo para la crisis de identidad de los jóvenes del siglo XXI, podría decirse que el título es incluso literal. Y del mismo modo, la aparición de Lana del Rey con Video Games es algo que me pareció soberbio.
Posiblemente, la última persona en Europa Occidental que pensé que podría tener interés en el pop luminoso de primera línea y en una diva como Lana es Luis Boullosa. Hace exactamente una década, comentábamos en esta columna El puño y la letra: creación literaria y rock & roll underground
(66 Revoluciones, 2013) Desfilaban en esas páginas Kim Warsen, Julian Cope o Ryan Sambol en lo que era una interesante conversación que reflexionaba sobre el valor expresivo del rock. Ahora, en la segunda edición de Diez maneras de amar a Lana del Rey: una investigación pop (Liburuak, 2022) podemos volver a ver cómo Boullosa cae rendido ante una interprete que, bien pensado, encaja a la perfección con todo el imaginario rockero, una propuesta sentimental, retro, nostálgica y anclada emocionalmente en los 50 californianos. De hecho, da igual. Siempre se ha dicho que la música de esta artista hace sentir nostalgia a la gente aunque no sepa de qué.
La obra no es tanto un monográfico sobre la artista, sino que esta sirve de premisa para intentar penetrar en el absurdo a la par que poderosísimo mundo del pop y sus mecanismos. Un ensayo que es perfectamente complementario e incluso puede servir de continuación del anterior, que se dedicaba a espacios más subterráneos o de subculturas.
Lo del pop es otra historia, porque superficial como es y simple, llega a dejar huellas de calado histórico. Con prestancia e ignorancia, que suelen ir juntas, los fans de otros géneros musicales rechazan lo pop por su supuesta baja calidad, pero elaborar algo que se convierte en uno entre un millón y marque la vida de millones de personas solo está al alcance de muy pocos. Y el hecho es que, de un tiempo a esta parte, lo pop que nos marca, la inmensa mayoría, es de origen anglosajón.
Sobre los símbolos o mitos que evoca Lana del Rey, hay un capítulo realmente interesante El placer culpable de las comillas. En él, a partir de textos de Susan Sontag se analiza la evolución del mito y lo kitsch hacia lo camp. Boullosa lo explica como una fórmula para resignificar los mitos con cierta distancia irónica.
La regurgitación de elementos estéticos pasados de moda es una constante en el ciclo de consumo del pop y de la moda. El reciclaje puede ser tan sorprendente como la novedad y, muchas veces, a partir de la reinterpretación de lo ya existente llegan las novedades. La tan cacareada revolución musical de 1977 del punk y la Nueva Ola no era más que un regreso a los 50 y 60, con reinterpretación del canon y de los valores estéticos. Según el autor, Lana del Rey toda la imaginería de “ídolos de plástico”, “universo anacrónico”, o “estridencia sentimental” de la artista deben ser leídas desde el humor. Es un humor que se manifiesta de forma cada vez más sutil, incluso subliminal apunta Boullosa, pero para esbozar una sonrisa, porque hay un juego.
A partir de ahí, hay una reflexión curiosa: “Lo capitalista, por supuesto, no puede ser pop. Pero si algo es pop es, inevitablemente, al tiempo, capitalista y romántico. Y dada la sobredosis que de kitsch que implica la relación (porque el capitalismo lo genera a toneladas, interesadamente, y el romanticismo se extravía fácilmente hacia él), lo camp es un elemento absolutamente necesario para el equilibrio de la ecuación”.
Personalmente, es curioso. Lo camp, entendido como una cita de los mitos, no como una encarnación, siempre me ha parecido más interesante como consumidor que en la vertiente de los creadores. El placer de dejarse llevar por coordenadas estéticas y mensajes que no tienes por qué compartir, pero sí puedes disfrutar la vivencia de su expresión. Boullosa parte del concepto de placer culpable, pero yo nunca he sentido ninguna culpabilidad por no ser un consumidor de cultura popular obediente y que respeta los cánones y los compartimentos estancos en los que hay que ser vistos para mantener estatus. Me parece mucho más respetable la curiosidad que lo contrario.
Pero solo así se puede entender a una artista que creció en Lake Placid (Nueva York) más cerca de Montreal que de Manhattan, un lugar especialmente frío, y que, conforme fue consumiendo y aprendiendo sobre música logró trasladarse o, mejor dicho, transmutarse, en un ideal soñado que no existe, probablemente no existió nunca, pero que dejó un amplio reguero de referencias e imágenes simbólicas grabadas a fuego en cuya inocencia, como en el ansia de retorno a un pasado edénico, todos quisieran estar.
Es la California platónica de Lana del Rey, que el ensayo la sitúa en la estela de creadores como David Lynch. En una deglución de la cultura a través de un lenguaje onírico. Un universo que al principio Lana del Rey trataba encarnándolo en historias personales, pero que luego fue llevando a un gran mosaico sobre los problemas sociales profundamente neuróticos que sufre Estados Unidos. Y lo que podría ser una musicalidad superficial que surfea las convulsiones de un país tan complejo, es en realidad una visión incisiva e inteligente. Al menos, así lo entiende Boullosa en otro ensayo que vuelve a dejar claro lo dicho; no tomarse la cultura popular ni demasiado en serio ni demasiado en broma.