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tribuna libre / OPINIÓN

La irresistible seducción del error

El autor sostiene que es imposible encontrar un solo argumento racional que justifique la independencia de Cataluña

27/09/2015 - 

Es un lugar común entre los políticos (yo lo he sido) afirmar que el pueblo nunca se equivoca. Tras unas elecciones, semejante aserto sirve como excusa resignada al perdedor y como reafirmación gozosa al ganador. En los medios, la frase, aunque manida, es reproducida sin demasiado espíritu crítico. Y a los ciudadanos no les chirría en exceso, ya que por repetidas tales palabras forman desde hace tiempo parte del paisaje.

Y, sin embargo, los pueblos, las sociedades, los países, las naciones, se equivocan. Lo hacen tanto como aciertan. Unas veces, sin ser conscientes de sus equivocaciones; otras, a sabiendas y, lo que es peor, a queriendas. En ocasiones, el error colectivo es repentino o, al menos, sus causas tardan pocos años en conformarse; en otras, se gesta durante siglos. La Historia está tan llena de ejemplos, desde la caída del Imperio Romano entre los siglos III y V hasta la ascensión de los Nazis al poder en Alemania en apenas unos años, que su relación es, en sí misma, una historia.

No podría ser de otra manera: los pueblos, las sociedades, los países, las naciones, están compuestas por personas, que colectivamente se equivocan tanto como aciertan individualmente, ya que las personas, ontológicamente, acertamos y nos equivocamos.

Los catalanes, como pueblo, como sociedad, como país, incluso como nación si se quiere, llevan unos cuantos años equivocándose. Posiblemente, probablemente, también el conjunto de los españoles, pero el error de todos no empaña o justifica el de algunos. Y parece que ese pueblo, esa sociedad, ese país, esa nación si se quiere, está en el filo de ahondar su error el próximo domingo.

Es imposible encontrar un solo argumento racional, además de los meramente jurídico-constitucionales, que justifique la independencia de Cataluña. En las últimas semanas se ha puesto de relieve por las más autorizadas voces, con fundamento en hechos demostrados y en razones inatacables, el descalabro que para la propia Cataluña –también para el resto de España– sería la secesión, que conduciría a una prolongada recesión económica, a una hemiplejía cultural –¡pero si Barcelona es el cap i casal del libro español y en castellano de las últimas décadas, con Carmen Balcells y la editorial Planeta, con el insigne cervantista Martí de Riquer y el premio Nadal!– y a un desgarro emocional sin precedentes.

La información acerca de las nefastas consecuencias de todo orden que comportaría una separación del resto de España es conocida por todos los catalanes, quienes han escuchado, si es que han querido, las voces que, en catalán, en castellano y en otros idiomas –en el rotundo alemán de Angela Merkel, en el elegante inglés de David Cameron, en el persuasivo francés de François Hollande– les han ilustrado acerca de ellas, del aislamiento internacional al que estaría abocada una Cataluña decadente y sola.

Si las encuestas aciertan, la mitad de la población más o menos se mantendrá el domingo en el error

Y, si las encuestas aciertan, poco más o poco menos de la mitad de la población se mantendrá el próximo domingo inconmovible en el error, y lo hará con perfecta advertencia, pleno conocimiento y decidida voluntad.

Admiro a Cataluña y a los catalanes desde que era niño. Mi tío abuelo y sus cuatro hijos son catalanes. Mi abuelo era viajante de empresas catalanas, y entre los buenos amigos de mi padre, quien sucedió en sus representaciones comerciales al suyo, puedo nombrar unos cuantos catalanes (Barrés, Esquerrà, Flaqué, Murillo), gente amable, emprendedora, trabajadora y acogedora.

Durante la carrera mi periódico de cabecera era La Vanguardia (la de antes, no la de ahora), viví en un Colegio Mayor rodeado de catalanes (Joan Costa, el catalán de Banyoles que descubrió el resto de España sin salir de Pamplona; Bruno Mateu, con quien disfruté las Olimpiadas yendo y viniendo a diario a Barcelona desde Sant Andreu de Llavaneres; Lluís Simón, hoy Mossèn Lluís, sacerdote y culé de L’Arboç, en el Baix Penedès), vibré en el piso de unos compañeros de estudios catalanes con el gol de Koeman que le dio al Barça su primera Copa de Europa y mi vida profesional la inicié en Tarragona, ciudad en la que estuve destinado el que probablemente haya sido el año más feliz de mi vida, recién aprobadas las oposiciones, recién estrenado mi matrimonio y maravillosamente acogido por mis compañeros de profesión catalanes (todavía conservo la placa que me entregó el entonces decano del Colegio de Abogados, Antoni Huber), a quienes gustaba recordarme que yo era más Advocat que de l’Estat. Precisamente en El Diario de Tarragona publiqué mis primeras colaboraciones en la prensa.

Por eso creo que conozco bien a los catalanes, y por eso sólo puedo encontrar una explicación al inmenso error colectivo que pueden cometer: su irresistible seducción emocional, la irracional atracción de unos sueños imposibles (por decirlo con la letra de Els Segadors, los sueños en una Catalunya triomfant que ha tornat a ser rica i plena, como si la Cataluña de septiembre de 2015 no lo fuera más, mucho más, de lo que lo ha sido el resto de su centenaria historia), el triunfo de la pasión y el sentimiento desnudos, despojados del necesario acompañamiento de la razón.

Sólo desde la emoción pura, desatada, seductora y descarnada puede aprehenderse, que no comprenderse, que más o menos la mitad de los catalanes que van a ir a votar el próximo domingo se encastillen en el error.

Por eso es tan importante que los catalanes que habitualmente se abstienen, aquellos que piensan que lo de las urnas no va con ellos, esos que conforman la llamada mayoría silenciosa, acudan masivamente el día 27 a las urnas. Porque el error, aunque ellos personalmente no lo cometan, también les será imputable, porque si no adoptan una postura activa y racional el torbellino pasional de la independencia acabará arrastrándoles también a ellos.

Y, con ellos, a toda España, que sin Cataluña no es España.

*José Marí Olano es abogado del Estado. Entre 2007 y 2012 fue diputado del Grupo Popular en las Corts.

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