VALÈNCIA. Entre las cosas que ha demostrado la pandemia, una fundamental que no debemos olvidar nunca es la necesidad de la sanidad pública. Defenderla es atender a un derecho vital, el de la salud, pura supervivencia. Por si alguien no lo tiene aún claro (inexplicablemente hay gente así) y niega los impuestos necesarios para sostenerla, colocándose del lado de lo privado, aquí le traigo una serie para que se lo repiense un poquito, a ver si el poder de la ficción le hace plantearse lo que no se plantea con la realidad. Que parece mentira, esto de la ficción y la realidad pasa más de lo que nos creemos.
New Amsterdam se llama la serie y su nombre corresponde al del hospital ficticio donde sucede la acción, caracterizado por ser el mayor hospital público de Estados Unidos. El New Amsterdam de la ficción es un trasunto del Hospital Bellevue, uno de los hospitales más grandes de Estados Unidos y el centro sanitario público más antiguo del país, fundado en 1736. La serie está inspirada en las memorias del Dr. Eric Manheimer, Doce pacientes: vida y muerte en el hospital Bellevue, y sus quince años como director médico en dicho hospital.
Otra serie de médicos. Desde que la tele es tele y ahora que también es plataforma y streaming ha habido series de médicos y hospitales de ficción. Es un lugar idóneo para desarrollar historias de interés, entre la vida y la muerte, el dolor y la alegría. Y para la serialidad, porque permite combinar lo episódico con historias a largo plazo, desde la urgencia de salvar una vida en el momento hasta mostrar la evolución de un paciente, y todo lo que compone la vida hospitalaria, como la vocación, la entrega y el sacrificio, los avances y las técnicas insólitas, los desafíos médicos, historias extravagantes, dramáticas, cómicas, entrañables, emocionantes. La mezcla de lo personal y lo laboral, en un trabajo que conlleva tanta implicación, resulta particularmente efectivo. Y los líos de hospital, claro, que eso sí que nos engancha, ese quién se lía con quién que Anatomía de Grey ha llevado a su máxima expresión.
En New Amsterdam hay un poco de todo ello, aunque líos hay pocos, no es su estilo, centrándose fundamentalmente en el ejercicio de la medicina y en los muchos problemas que la falta de medios provoca. Digamos que tiene una vocación más social y realista que la citada Anatomía de Grey, Urgencias o The good doctor. La serie comienza con la llegada de un nuevo y joven director, de métodos poco convencionales y con una enorme energía, dispuesto a cambiarlo todo para que el hospital, que tiene muchas carencias, pueda estar a la altura de las necesidades de la sociedad.
Las dos temporadas que, de momento, tiene la serie, muestran su batalla por conseguir dotar el centro de lo necesario para poder ejercer su función de salvar vidas y mejorar la salud de la gente. Y ese relato acaba siendo, por supuesto, el de la defensa de la sanidad pública. Conviene recordar, como hace la serie constantemente, la precariedad de la sanidad en Estados Unidos, ese país donde hay 29 millones de personas sin seguro médico y otros 58 millones de personas infraaseguradas, es decir, con pólizas de coberturas mínimas y altos copagos.
Lo hemos visto muchas veces en películas y series USA. El padre que roba un banco para poder pagar el tratamiento de su hija, la madre que inicia una recogida de fondos para poder tratar la enfermedad de su hijo, el anciano enfermo o la joven con leucemia que no van al hospital porque no tienen seguro. Historias que nos espantan y que aquí, con la sanidad pública y universal, cuestan de entender. Todas estas situaciones y muchas más aparecen en la serie y una de las líneas centrales del argumento es el de las acciones que hay que emprender para poder acceder a los fondos necesarios para sostener el hospital. Entre ellas, la necesidad perentoria de fondos privados que lleva a supeditar las necesidades médicas y de salud pública a los intereses políticos y, sobre todo, económicos de esos patronos privados. Fiestas para recaudar, crowdfundings, trampas para saltarse las limitaciones de los seguros. El horror de que la salud esté supeditada a las leyes del mercado y el capitalismo.
Por cierto, ¿no les asombra esa capacidad, o llamémosle libertad, de cualquier serie o peli estadounidense de chicha y nabo para contar los muchos fallos del sistema y exponer las ruindades de los diversos poderes sin tapujos? Da igual que sean jueces, empresarios, políticos de cualquier nivel, las fuerzas de orden público, la CIA, el FBI, la NSA, el presidente de la nación o el ejército. Es inevitable no sentir una sana envidia al verlas y lamentar que las producciones audiovisuales españolas sean incapaces (y en esa incapacidad hay muchos y complejos factores internos y externos) de contar cosas así. Si se hiciera, en más de un caso conllevaría hasta intervenciones parlamentarias.
Que tenga tan buenas intenciones y una mirada tan reivindicativa no quiere decir que no sea una serie del montón, que lo es. No pasará a la historia, pero es entretenida, ideal para esos días en que nuestro nivel de exigencia no está muy alto. Uno de sus principales problemas es el personaje principal, que aspira a ser muy carismático y a ratos resulta más bien irritante en su idealismo. Que no estamos aquí en contra del idealismo, ni mucho menos, pero es que a veces la resolución de los problemas parece más bien cosa de realismo mágico que no de un guion que pretende reflejar la realidad. En parte se debe a que el personaje tiene un peso enorme en las tramas. Cuando alguien llega con algún problema, él pregunta “¿En qué puedo ayudar?”, que, ojo, es un buen mantra, y sería estupendo oírlo con regularidad en boca de muchos jefes. Lo que pasa es que a partir de ahí él puede con todo, lo arregla todo, es el único que parece capaz de pensar, actuar y resolver algo, y acaba resultando totalmente inverosímil. Esto se subsana en parte en la segunda temporada, que funciona más equilibradamente.
Eso sí, hay que reconocer lo imaginativas que resultan las fórmulas que se inventa para arreglar las deficiencias del hospital. Fórmulas, algunas de ellas, que ya me gustaría ver plasmadas en nuestra administración pública y no solo en sanidad. Por ejemplo, aquel episodio en el que se dedica a escuchar a todos los colectivos que forman el personal para detectar problemas, como la dificultad de la conciliación, y buscar soluciones, tan simples a veces como poner un autobús del propio centro para los y las trabajadores y así evitarles más de dos horas de desplazamiento. O aquel otro en el que intenta localizar al personal que no tiene trabajo, porque su función ha quedado obsoleta, pero no para despedirles, sino para recuperarles, implicarles en el día a día del hospital recordando su carácter de servicio público y darles otras funciones acordes a su especialización.
La parte que parece magia es la que se refiere a los procedimientos y el modo en que subsana la burocracia y rompe las reglas. Entendemos que mandan las necesidades narrativas y el avance de las tramas, pero no cabe duda de que hacen un uso más bien despreocupado de la elipsis, porque todo se resuelve en tiempo récord, alehop, problema resuelto. Tampoco es tan grave y viva el optimismo, lo aceptamos en aras del ritmo y el entretenimiento, como tantas otras veces. Y, qué diablos, nos encanta ver a alguien capaz de romper las reglas y poner la burocracia al servicio del bien común. Que no ven lo difícil que es eso en la vida real.
Espero que estos tiempos extraños les permitan disfrutar del verano. Y no se olviden de defender con uñas y dientes la sanidad pública, hasta las series del montón nos lo recuerdan. Volvemos en septiembre.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado