Páginas de Espuma cuenta en su catálogo con este compendio espeluznante de historias cortas en las que el leitmotiv de la infancia es capaz de concretar las peores pesadillas
VALÈNCIA. La infancia es un tiempo idóneo para el terror, campo abonado para los malos sueños: las crías humanas inician su comunicación llorando, y no dejan de hacerlo hasta pasados muchos meses de desesperación parental. La privación de sueño desvía el pensamiento: emergen ideas egoístas, posibilidades remotas, el afilado instinto de supervivencia. Se empieza a hablar de ello, sí, pero todavía no lo suficiente como para que resulte sencillo asumir que el niño soñado, el alfa y el omega de la felicidad, es un ser tan desconocido e irritante como adorable, pero sobre todo es un agujero negro que engulle todas las atenciones que se adentran más allá de su horizonte de sucesos, y lo que puede llegar a sucederle a un bebé es todo un catálogo navideño de miedos para los progenitores, que como se suele decir, aprenden en ese momento lo que es la auténtica e irremediable intranquilidad que ya (casi) nunca les abandonará. Del lado de la cría se desarrolla otro segmento del espectro terrorífico: el miedo será una de sus emociones más útiles, una reacción que le permitirá evitar situaciones potencialmente peligrosas, dañinas o letales.
El miedo infantil, sin embargo, sobrevive adaptándose, poniendo el foco en objetivos que abandonan la prudencia racional en pos de elementos menos prosaicos, más poéticos: sobrenaturales. Un ejemplo es lo que comenzará a perseguirnos —y nos agarrará si no corremos lo suficiente— en el mismo instante en que apaguemos la luz del pasillo, o bien lo que yace inmóvil bajo nuestra cama aguardando con un objetivo incierto (puede que solo yazca), o incluso esa cabeza que de pronto podría mirarnos fijamente desde la ventana, allí donde es imposible que pueda estar haciendo pie. La oscuridad es el reino absoluto de los miedos infantiles, el lugar que habitan todos los seres malignos que nuestra imaginación pueda concebir: demonios, fantasmas, monstruos (como el del armario), muertos en diferentes grado de descomposición, criminales de todo tipo, congéneres extraños e inquietantes, el coco. Hay además un tercer lado en todo lo que concierne a la relación de lo infantil con el miedo, probablemente la más siniestra: el miedo que la infancia puede generar en nosotros, los adultos.
David Roas comprende la vertiente horrífica de los niños a la perfección y ha decidido jugar con ella para construir el artefacto literario que es Niños, que publica Páginas de Espuma: un libro breve de relatos breves articulado en fases insectoides que no necesita más para activar resortes primarios del terror. El juego al que nos referíamos tiene que ver con la manera en que se activan estos resortes, conduciéndonos con amabilidad hasta una habitación para de pronto ampliar el plano hasta que nos demos cuenta de que lo que realmente veíamos, digamos, era la televisión de esa habitación y no la habitación en sí misma. Allí, por supuesto, es donde aguardará el verdadero hecho horroroso, que puede ser fantástico o puede ser dolorosamente plausible. Un caso es el gambeteo con el confinamiento. Hay otros. Roas nos invita a pasar al salón y a presumiblemente —esto al fin y al cabo es un libro de ficción, inspirado en hechos reales, eso sí— conocer a la familia, por medio de una postal añeja y con olor a ancianidad rural, o a través de sus ojos de padre. La familia representa un papel esencial en estos relatos vertebrados por la infancia, y cuando hablamos de familia, miedo y dolor pueden ser dos caras de una moneda con muchos rostros: “Justo en el momento en el que abro la puerta de su habitación, le escucho decir «¿Vale, yaya?». Sentado en el suelo frente a Alexa, me saluda con la mano. Me agacho, le quito los auriculares de un tirón y me los pongo. Me mira con enfado. Hasta mis oídos llega la voz inconfundible de mi madre. Habla sin saber que soy yo el que ahora la escucha. No puedo creerlo. -¿Mamá? pregunto sin poder añadir nada más. Mi hijo sonríe”.
Los niños pueden resultar muy inquietantes: ¿estamos seguros de que sus fantasías son solo eso, fantasías, o ese amigo invisible del que hablan es para ellos real, y por tanto, en cierto modo, efectivamente real? ¿Y si oyésemos llorar a un bebé no nacido que ni siquiera respira por medio de sus pulmones? Dice la leyenda que el llanto constante de un bebé puede vencer al guerrero más poderoso. El autor hace uso de la misma idea, y la concluye así: “Pablito, por fin, se queda dormido. Mauricio no se atreve a moverse. Rosa, sorprendida por el repentino silencio, se despierta. La voz del narrador del documental atrae la atención de ambos. En la pantalla se ve un riachuelo casi sin agua en el que varios salmones se agitan moribundos. Todos ellos tienen muy mal aspecto. Han perdido buena parte de su piel, que deja ver una carne pálida y desleí-da, como si sus cuerpos estuviesen descomponiéndose. Y todos boquean y mueven de forma frenética sus agallas, intentando respirar. Los títulos de crédito aparecen sobre un primer plano de uno de aquellos peces agonizantes. El niño vuelve a berrear”.
Entre algunos horrores, Roas deja espacio para el humor, como en El día de la marmota. Las referencias son otra dimensión de Niños, cuyo autor es además un estudioso del género. Encontramos así, además de a la citada marmota en bucle, creepypastas de YouTube, la versión escalofriante de un relato, al mítico Zoltar, o una última historia, quizás la más turbadora, que nos trae ecos de una carretera bien conocida: “CUÁNTAS VECES habíais bromeado acerca de a quién os comeríais antes si llegaba el apocalipsis zombi. Papi siempre era el primero en responder: A ti, que estás más tierno, carne infantil sin contaminar. Yo empezaría por las nalgas, que es la zona más jugosa. Carpaccio de nalga. Delicioso. Nalga empanada. Papi sabía muy bien lo que hacía usando la palabra nalga. Era inevitable que al escucharla te echases a reír. Cuántos chistes habíais inventado con ella. Pero eso no quitaba que en tu mente la risa se uniera al miedo. No podías —no querías— imaginar que tus padres tomaran la decisión de comerte. Mami, siempre más sensata y prudente, reñía a papi por esas tontas bromas, que te hacían sentir muy intranquilo”. A él, y a nosotros.