Alianza Editorial acoge en su catálogo esta obra de divulgación del alemán Albrecht Beutelspacher que nos abre algo más de un centenar de ventanas al reino de lo correcto y la verdad
VALÈNCIA. El lenguaje universal es al mismo tiempo increíblemente poco conocido: balbuceamos lo básico, lo necesario para sobrevivir, o un poco más, lo útil para medrar. El plano en el que se desarrollan los fenómenos que este idioma codifica es el de la abstracción, el de la perfección de las ideas, el cielo del platonismo en el que existen un punto y un círculo despojados de cualquier residuo matérico, solo, ni más ni menos, que su configuración esencial. Este es un territorio en el que se despliegan los mayores prodigios: dimensiones que no podemos concebir, diferentes tipos de infinitos, nociones que parecen ir contra la razón pese a ser producto de la lógica más implacable. Otra característica de esta región del conocimiento tan singular es que en ella solo hay dos posibles estados: lo correcto y lo incorrecto, lo verdadero y lo falso. Del mundo extraordinario de las matemáticas la mayoría siquiera hemos rascado la superficie, un breve contacto del cual, para colmo, hemos olvidado casi todo. Lo común era afirmar que de lo que se nos hacía aprender de esta ciencia, después no utilizaríamos apenas nada, que para qué las raíces cuadradas o el mínimo común múltiplo o más tarde las ecuaciones. Lo habitual era sentir miedo y también incomprensión. Es probable que las matemáticas hayan sido víctima de iniciaciones agresivas y de la espada de Damocles que supone la calificación: en lugar de ver en ellas la belleza de su vastísima amplitud y de sus asombrosas regiones, conocemos su dramática precisión en un camino en el que se nos asignan unos números que dicen cómo de válidos somos y a qué podemos aspirar. De este modo, las matemáticas se convierten en un trayecto peligroso al que hay que sobrevivir para llegar al otro lado cuanto antes y poder olvidarse de ellas.
Sin duda, en el viaje hay quien se enamora. Ahora, además, la industria está requiriendo matemáticos para especialidades que cotizan al alza como el análisis de datos, esencial allá donde se mire, desde la agricultura hasta la plataforma de entretenimiento, pasando por los hospitales o el transporte. En cualquier caso, una vez se sale del aula de las primeras fases de nuestra formación académica, gran parte del conocimiento matemático adquirido —que se recuerde o no después, ha servido para configurar nuestra mente— tiende a ir desvaneciéndose hasta solo quedar las ascuas en algunos, y en otros solo las cenizas. Frustra, lustros o décadas después, descubrir con sonrojo que uno tiene dudas enfrentándose a operaciones básicas. Por suerte en las librerías aparecen obras como Matemáticas: 101 preguntas fundamentales, de Albrecht Beutelspacher, publicada en Alianza Editorial con traducción de Dulcinea Otero-Piñeiro, una breve pero poderosa antología de preguntas relativas a este campo del saber que es la madre de todo, y que además de para abrirnos los ojos a sus maravillas, sirve también para ir más allá del cliché en lo que a las y los profesionales de las matemáticas son o queremos creer que parecen: “las matemáticas no consisten en efectuar cálculos y, aunque así fuera, el cálculo constituye una parte menor y no demasiado importante de las matemáticas. La imagen del matemático sentado todo el día calculando con números enormes o enviando operaciones al ordenador es una caricatura. La realidad es muy diferente. La labor del matemático consiste en meditar tan a fondo sobre un problema, estructurarlo con tanta claridad, dominarlo tan bien, que al final «sólo falte» calcularlo. Dicho de un modo un tanto tajante: ¡las matemáticas son el arte de evitar los cálculos! Eso lo conocen perfectamente los matemáticos. Saben que calcular es sencillo, que cualquiera puede efectuar cálculos, que ellos mismos hallarían el resultado… si se concentraran en lograrlo. […] Lo que realmente les gusta a los matemáticos que no disfrutan haciendo cuentas, y lo que a veces les hace frotarse las manos de alegría, son los pequeños trucos para calcular o, también, pequeñas recetas para efectuar comprobaciones. Por ejemplo, mirar si la última cifra de un resultado encaja, o saber si el resultado es un número par o impar. Con eso les basta”.
Beutelspacher plantea y responde preguntas de diferente naturaleza, como, ¿qué es un Gúgol? ¿Es el cero un número par o impar? ¿Qué es un axioma, y una demostración? ¿Qué es la geometría no euclídea? ¿Por qué las abejas usan hexágonos para las colmenas? ¿Podemos concebir el espacio tetradimensional? ¿Qué es el problema de las tres puertas? ¿Por qué no hay premio Nobel de matemáticas? ¿Qué es el hotel de Hilbert? Muchas de las respuestas podrían ser relatos de ciencia ficción, narraciones metafísicas o ensoñaciones filosóficas si no fuese porque son conceptos matemáticos y por tanto afiladamente rigurosos. En las últimas páginas del libro, el autor trata una de las cuestiones más reveladoras: para las matemáticas hace falta mucha imaginación, y no solo eso, la intuición juega un papel fundamental. Existe una obra de arte con título Mathematical Impressions —de la que ya hablamos por aquí— en la que el matemático Anatoly T. Fomenko ilustra objetos de la topología y la geometría con un estilo tenebroso y onírico, lovecraftiano, objetos con nombres tan ajenos y sugerentes como la esfera cornuda de Alexander, el collar de Antoine, la banda de Moebius, la botella de Klein, la esponja de Menger, la seudoesfera de Beltrami, la trompeta de Torricelli o la casa de Bing. Afirma Beutelspacher que quien trabaja con las matemáticas llega a sentir estos objetos complejísimos e ideales. ¿Existe un plano donde habita la perfección de las formas más puras, un reino platónico del cual solo podemos percibir sombras que nos fascinan y nos impulsan a seguir luchando para empujar los límites de nuestro saber perecedero? Existe. Ese plano no es otro que el de las matemáticas, que premia a quien lo busca y explora con las visiones más prodigiosas.