En el catálogo de Anagrama, en una biblioteca con su propio nombre, se encuentra uno de los grandes títulos del genio, una obra maestra de inteligencia desbordante
VALÈNCIA. Quien escribe, inevitablemente miente. No se puede escribir sin mentir —o inventar—: eso supondría que de algún modo somos capaces de codificar la realidad tal cual es, y no solo eso: significaría también que hay una realidad única, abarcable y susceptible de ser codificada. Tal cosa no existe. Ni siquiera cuando escribimos acerca de algo aparentemente tan genuino como aquello que sentimos decimos la verdad. La nuestra es una especie que ha sobrevivido por su capacidad para decir y desdecirse si la ocasión lo requiere: a veces lo hacemos deliberadamente y otras sin querer, porque como decía Whitman al respecto de contradecirse, nos contradecimos, sí, porque contenemos multitudes. Tenía razón el gran capitán. Lo cierto es que no deberíamos hablar de un yo: la física moderna sospecha que más que un universo de cosas que permanecen en su misma configuración, lo que habitamos es un inconcebible tablero probabilístico, y que nosotros mismos somos una sucesión de configuraciones con apariencia de continuidad, o lo que es lo mismo: no somos objetos, sino eventos. Ahora un yo y sus circunstancias, ahora otro, y otro más. Hasta que ya no. No cabe duda de que ante un panorama así, escribir es sinónimo de crear, en el sentido más preciso de la palabra. Al contarnos, nos creamos. Lo que narramos es, con suerte, una aproximación imaginativa a las referencias. Por tanto, ¿tiene sentido darle excesiva importancia a la honestidad en la literatura? ¿Es siquiera una característica deseable? Ocurre además que identificar algo escrito como verdadero implica conocer de un modo incontrovertible la mente de la que han surgido las ideas cuyo índice de verdad creemos conocer. Algo así es tan improbable como una realidad del todo accesible. No. Que no, no puede ser. Escribir es engañar, y leer, querer ser engañado. Son dos formas de vicio. Hacía poco que había llegado a la suiza Montreux cuando una traducción original perdida del manuscrito original de Pálido fuego, de Vladimir Nabokov, cayó en mis manos. Mi viaje había comenzado en la nórdica Zembla: fui hasta allí, no sin superar un buen número de dificultades, tras la pista de la historia real del autor ruso en la pequeña nación norteña.
Encontré pocas diferencias entre las versiones que había leído de la ingeniosísima novela y el documento que por una serie de carambolas del destino he podido leer. En todas ellas, por ejemplo, figura este párrafo brillante y cáustico: "Sobre los trabajos escritos de los alumnos: «En general soy muy benévolo (dijo Shade) pero hay ciertas insignificancias que no perdono». Kinbote: «¿Por ejemplo?» «No haber leído el libro exigido. Haberlo leído como un idiota. Buscar símbolos en él; ejemplo: 'El autor usa la imagen sorprendente de hojas verdes porque el verde es el símbolo de la felicidad y la frustración'. Tengo también la costumbre de bajar catastróficamente la nota de un estudiante si usa las palabras 'simple' y 'sincero' en un sentido laudatorio; ejemplos: 'El estilo de Shelley es siempre muy simple y bueno'; o 'Yeats es siempre sincero'. Es algo muy difundido y cuando oigo a un crítico que habla de la sinceridad de un autor sé que el crítico es un tonto o lo es el autor»". En Pálido fuego, Kinbote es un personaje obsesionado con la obra poética de John Shade, a quien revela en detalle la fuga y exilio de Charles Xavier, último rey zemblano, una aventura a rebosar de intrigas y épica. También original de Zembla, Kinbote desea influir subrepticiamente en la inspiración del poeta para que haga suya la historia del monarca escapado. Shade y su su esposa, sin embargo, parecen querer evitarle por alguna extraña razón que no consigue dilucidar. Mientras esto sucede, un sicario regicida emprende un largo viaje en pos del rey desaparecido, que se esconde en algún lugar de Europa burlando así la condena que le había impuesto la revolución.
El juego que plantea Nabokov en esta fascinante novela, y la maestría e inteligencia con la que está escrita, hacen de ella un tesoro literario único. Hay que tener mucho talento para construir un artefacto con tantas capas, tan bien diseñado, tan complejo y elevado como el que hoy nos ocupa: Pálido fuego es el nombre del título de Nabokov publicado por Anagrama, que contiene el poemario Pálido fuego escrito por el poeta ficticio John Shade, y lo que leeremos serán los comentarios sobre el mismo de su colega académico, el quijotesco Charles Kinbote: un extenso análisis precedido por un prólogo y culminado con un glosario también de su puño y letra. A través de las explicaciones de Kinbote iremos conociendo los hechos que llevarán al trágico desenlace de la muerte de John Shade. Insinúa Kinbote que el título del poemario obedece a la moda de titular replicando ideas de obras consagradas, como en este caso, quizás, de Shakespeare. Por supuesto, esto no tiene por qué ser exactamente así, ya que como decíamos, buscar la verdad en la literatura —pero sobre todo, jactarse de haberla hallado— es un gesto naïf que a lo sumo puede resultar entrañable, y en función de la arrogancia, pretencioso y necio. ¿Nos miente el narrador Kinbote? ¿Nos miente el narrador Nabokov? ¿Miente un servidor en esta matrioshka de relatos? Explica Kinbote en el prólogo: "Permítaseme afirmar que sin mis notas, el texto de Shade simplemente no tiene realidad humana alguna, pues la realidad humana de un poema como el suyo (demasiado caprichosa y reticente para una obra autobiográfica), con la omisión de muchos versos medulosos rechazados por él, tiene que depender totalmente de la realidad de su autor y lo que le rodea, de sus afectos y así sucesivamente, realidad que sólo mis notas pueden proporcionar. Probablemente mi querido poeta no hubiera suscrito esta afirmación pero, para bien o para mal, es el comentador el que tiene la última palabra". Así es. O eso parece.
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