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Niños grandes

8/07/2023 - 

VALÈNCIA. El otro día me llama la atención una sincera declaración. Me voy a una casa de campo hace un par de domingos para hacer una paella entre amigos y rematar con botella de mistela como es tradición. Un ritual valenciano que requiere reunir varios perfiles decisivos. El experto, el que se pasa de sal, el que compra, los que opinan, al que le vuelve loco el socarrat y el que va porque le gusta el comboiet pero en su larga vida de valenciano no tiene ni idea de los ingredientes necesarios.

De repente, entre un “esto está muy soso” y, “échale más agua o el arroz se pasa”, un amigo lector de mis columnas me suelta: “Oye Carla podrías escribir sobre la búsqueda constante de la libertad tras la paternidad”. Lo dice tal cual. Sin rastro de culpabilidad ante la atónita mirada de su mujer. “ Vamos a ver”, prosigue, “ existe un deseo humano por reproducirse, al menos en un elevado porcentaje de la población, sin embargo, una vez cumplido el objetivo de la procreación no negaréis que hay momentos que mandaríais a fer la mà la teoría de la evolución”.

“La verdad es que pierdes casi toda espontaneidad”, añade una amiga dando pie al tema de conversación . “Nosotros lo que peor llevamos es volver a pedir permiso para salir a nuestros padres”, admiten otros. Benditos abuelos, pienso.  Una pareja de amigos embarazados se retuercen en su asiento tras estas crudas confesiones.

A lo lejos, nuestros hijos saltan emocionados en un charco ensuciándose toda la ropa. Disfrutando de su  libertad ante la falta total de autoridad. Provocada por nuestra distracción mientras disparamos dardos envenenados hacia la dura realidad de la maternidad. Ese lado oscuro que pocos se atreven a revelar. Ese lugar secreto que solo padres y madres comparten con absoluta intimidad.

Hace poco recuerdo encontrarme con el marido de una amiga y su hijo en un concierto. Él, algo achispado y una cerveza en la mano me saluda animado. Mientras, el niño se amorra a un biberón tumbado en el carrito dispuesto a dormir pese al follón. “ Su madre quiere apuntarlo a clases de música y esto me parece una buena iniciación”, se excusa buscando mi total complicidad.

Unos días más tarde me cruzo a una vecina cuya hija va a la misma guardería que el mío: “Hace tiempo que no te veo ¿Nos vemos luego en la puerta de la escuela?”, le pregunto. Me reconoce que últimamente le pide a su suegra el favor de recogerla y, mientras ella se va al gimnasio, de compras o se hace la manicura, la niña se entretiene con su abuela.

Me viene también a la mente una anécdota que hace poco me contó una amiga. Le regaló por el cumpleaños a su novio una cena en un conocido restaurante de estrella Michelín. Fue tal la emoción de la sorpresa y de una velada solos en pareja, que el protagonista en cuestión se bebió al segundo un reserva muy especial. “Deberías parar ya con el vino”, le suplica mi amiga mientras él sigue poniéndose fino. En ese momento aparece un camarero prendiendo un diminuto objeto con un mechero. De repente algo parece emerger. Sin pensarlo dos veces, el ebrio comensal se lo quita de la mano y se lo traga de un bocado cual sabrosa croqueta.  “Señor, eso era la servilleta”, anuncia cortado el mozo.

Me doy cuenta que los padres en cierto modo somos como ellos. Niños grandes. Tiene sentido pensar que en cierto modo nunca dejamos de serlo y que seguimos apostando por ciertas pasiones. Que pese a nuestra condición de progenitores y nuestro obligación por ser organizados y responsables en una rutina infinita, también pedimos parones para hacer lo que nos venga en gana.

Quizás anteponer de vez en cuando nuestra salud emocional, siempre y cuando sea posible, para gozar de alguna debilidad sea una necesidad. Alejémonos de la idea de intentar imponernos ser siempre los mejores. Sin juicios ni presiones por aquellos que parecen haber inventado para la crianza un manual de instrucciones.

El disfrute del cuidado de mi manada puede que se relacione más bajo el mantra de “hoy por ti, hoy por mi”. Por permitirnos que ellos también se aburran en nuestros planes. Por encontrar un equilibrio de calidad entre parques, horarios asfixiantes, cursos de inglés y música temprana, para gozar de cierta inmunidad.

Llego a la siguiente conclusión: dejemos ser a los niños lo que son. Y tu, adulto que me has prestado hasta aquí toda tu atención, salta de vez en cuando en algún charco y entrégate al barro que ya es verano. A jugar.

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