Los historiadores sobre la Transición tradicionalmente han tenido un interés relativo en la cultura popular del momento. El cine, la música, el cómic y la literatura, obviamente, han sido bien tratados, pero las culturas y subculturas urbanas no han solido tener el foco pertinente. Ahora, un ensayo de Iñaki Domínguez indaga en los niños de las clases acomodadas que por nihilismo o ideología ultraderechista eran extremadamente violentos
VALÈNCIA. No hace falta que me hablen ahora de un interés entre morboso, obsesivo o nostálgico de los años 70 y 80 españoles, porque yo, siendo un adolescente, ya lo sentía en los 90. En aquella época, cualquier revista procedente de esas décadas era como un tesoro arqueológico. El aspecto de la gente en cualquier fotografía maravillaba, todo lo referente a cómo se vestían los jóvenes era fascinante. Icónico.
Iñaki Domínguez, en su último libro, da muchas pistas que explican el porqué de esa fascinación. Algunos de los enfoques que realiza ya los había comentado antaño Alejo Alberdi, del grupo Derribos Arias: Las décadas 70 y 80 fueron los años de la generación del baby boom, había muchos jóvenes. Sobraban. Tantos, que hasta había campañas para no marginarlos por el hecho de serlo.
Con la llegada de la libertad, fueron la primera generación en décadas que pudo crecer sin la bota de una dictadura en el cuello. Eso se traduce en el espíritu que quiso llamarse Movida, pero que era mucho más amplio de lo que se vende ahora como canon. Simplemente, había tanta juventud y tenía libertad que la vida cultural era efervescente y todo, por lo general, muy divertido. Algunos de los entrevistados de Domínguez lo recuerdan así de simple, sin adornos de ningún tipo. Eran unos años de diversión por todas partes, a pesar de los graves problemas que paradójicamente atravesaba el país.
Sin embargo, la época también tenía una vertiente extremadamente violenta. Lo era la sociedad, sin más. Basta hacer una búsqueda entre las sentencias de delitos de la época para encontrar sucesos inverosímiles hoy. En Madrid, cualquiera que escuchase a los mayores que vivieron la época se encontraba con peleas entre mods y rockers -enfrentamiento con muy poco sentido- muy duras, pero ni siquiera hacía falta ese pretexto. A veces bajaban los de un barrio con los cintos en la mano y le daban a una paliza a los que encontraban por la calle. Solo hacía falta que se aburrieran, se envalentonaran en grupo y decidieran echar así la tarde.
Los 90 también fueron violentos, el fenómeno skinhead fue la prueba, sobre todo por sus matices políticos, pero nunca llegaron a alcanzar el nivel de organización y fenómeno sistémico que Domínguez relata en La verdadera historia de la Panda del Moco (Ariel, 2023) No solo es que los Guerrilleros de Cristo Rey, Fuerza Nueva y el Frente de la Juventud intentasen impedir la Transición, la desintegración de la dictadura, en acciones de provocación que buscaban desencadenar enfrentamientos o que sus rivales de izquierda contraatacasen poniéndose al fin y al cabo a su altura. También había un fenómeno de mayor envergadura entre los hijos privilegiados del régimen.
Siempre hemos prestado más atención a los hijos de personalidades del régimen franquista que se cambiaron de bando o al menos desertaron del propio. Javier Pradera sería un ejemplo paradigmático, o Antonio Escohotado. Fueron muchos, pero parece que más excepciones que norma. Porque la norma estuvo en una extensa capa de hijos de políticos, militares y empresarios que se sentía por encima del bien y del mal dadas las conexiones de sus padres con el poder.
En las hazañas de la Panda del Moco, de lo que trata el grueso del ensayo, lo más destacado está en esos orígenes. Cómo en los colegios elitistas de Madrid, como el Liceo Francés, lo que se comía entre los alumnos era una sensación impunidad. Todos eran hijos de personajes importantes del dinero o de la política y, al contrario de lo que sucede ahora, que el privilegio se tiende a ocultarlo, ellos presumían entre sí y acababan demostrándose entre ellos su nivel cometiendo barbaridades. Por sus testimonios, entendían que si pasaba algo, sus padres les librarían del castigo.
"Todo parte de un ambiente donde nos sentíamos absolutamente poderosos e intocables. De hecho, lo éramos. Por ejemplo, mi tío abuelo era comisario jefe de Madrid", dice una fuente anónima al autor. La Transición, no obstante, representaba para todas esas familias una amenaza. De ese clima, surgió esa actitud entre los jóvenes en la que "los niños bien se prepararon para el combate en las calles". Según el entrevistado Kiko Matamoros: "creían que iban a ir a la Guerra Civil otra vez". Sin embargo: "Luego ya en los noventa eso se acabó, ya la policía te inflaba a porrazos igual, por muy pijo que fueses, y se te quitaban las ganas de hacer el gilipollas. Pero como pijo, en los años anteriores tenías la sensación de que podías hacer lo que te saliese de las pelotas porque siempre tu papá iba a sacarte de la movida. Esa era la historia".
Una historia que consistía en hacer cacerías, moverse a otros barrios a dar palizas. Algunas podían ser tipo vendetta, por un atraco sufrido, otras simplemente matapobres, de ir a Entrevías a pegar a gente con menos dinero que ellos. Ese es uno de los pocos detalles que cobra sentido a lo largo de toda la investigación del autor. Se pegaba al que no pertenecía al grupo exclusivo, al que se equivocaba de bar, al que llevaba calcetines blancos... hay toda una obsesión con los calcetines blancos.
La atmósfera está muy bien explicada con las características sociológicas de los años 80. Culturalmente, si algo se impuso en esta era no fue una música u otra, sino el consumo. Lógicamente, este siempre había sido un marcador de clase, pero en esta década se llevó a cabo la hipercomercialización de muchos aspectos de la vida. En la ropa empezó a importar cada complemento, los conciertos empezaban a estar bien organizados, la comida pasaba a tener un nivel plus en una hamburguesería de estilo estadounidense, las motos definían al personaje, etc... Y lejos de ocurrir como hoy, subraya Domínguez, que "son los pijos los que imitan las estéticas de la pobreza", se trataba de ser mejor que los demás de forma ostentosa y superficial.
Hay un análisis del caldo de cultivo de un "quiero y no puedo", de gente de clase obrera que quería pertenecer a círculos de nivel en los que nunca sería admitido porque todos saben de qué linaje procede cada uno. Y desemboca al final de la obra con, en Madrid, la fusión de los ritmos que llegaban de Valencia, la música tecno, con las actitudes de los nazis de Barcelona, conformando el universo bakala de los 90, que merece otro tratamiento monográfico. Por lo pronto, aquí tenemos un acercamiento a las calles de aquellas época que siempre solemos conocer más por fotos y canciones que por las verdaderas historias que había detrás, cuando solo ellas pueden dejar claro qué ha cambiado y qué no en este país.