La Navaja Suiza publica este inteligentísimo texto que tiene un pie en lo poético y otro en la arenga política, y que con su humor ácido disuelve la apatía y saca el color de la batalla
VALÈNCIA. Formar a futuros emprendedores en campamentos de verano para niños. Enseñarles los fundamentos de la oferta y la demanda en lugar del mapa del cielo nocturno, a orientarse en el mercado de valores en lugar de en la naturaleza, a detectar oportunidades de negocio antes que a identificar setas, a encontrar partners más que amigos. A ser productivos y no felices. En este mundo hiperfuncional linkediniano, mientras tanto, la filosofía cae de los planes educativos. Aprender a pensar, no: aprender a pensar en algo. El beneficio económico, no el de la duda. El tiempo, PechaKucha. La experiencia, TED. ¿Personalidad? Mejor marca personal. ¿Y la poesía? La poesía solo puede ser poesía, pero la poesía puede ser muchas cosas. No es una contradicción. ¿Qué función puede cumplir la poesía, para qué puede servir? ¿Qué genera la poesía, cuánto puede llegar a valer? Son malos tiempos para la lírica: mejor montar una startup.
El de escribir ya era un oficio de riesgo antes de ChatGPT. Ahora la página en blanco es una quimera: la IA ha acabado de una vez por todas con eso que según las frases hechas era un miedo, y para muchos un vacío repleto de posibilidades. Amazon se llena de entrepeneurs del texto maquinal: hay que aprovechar la oportunidad. Escribir (literatura) tiene difícil encaje hoy día, sin embargo, la vocación sigue ahí: ya puede estar todo en contra, ya puede desaconsejarse por su escasa rentabilidad económica, que siguen naciendo las personas que desean enlazar palabras para contar historias o sublimar emociones en poemas. En ese sentido, lo funcional sucumbe ante la voluntad utópica de decir algo que importe y que trascienda. ¿Qué deben saber quienes optan por nadar a contracorriente dedicando sus esfuerzos a algo tan poco práctico como ser poeta? Lo primero, que han tomado una decisión heroica.
A partir de ahí, lo mejor es remitirse a la inteligentísima Poética del empleo de Noémi Lefebvre que publica La Navaja Suiza con una esmerada —y nada sencilla— traducción de Cristina Pineda, quien incluso firma un breve epílogo en el que comparte algunos detalles de la experiencia. No es sencillo colocar una etiqueta a esta obra que haciendo uso de un estilo poético y un humor fino y en ocasiones perturbador, nos habla de la opresiva realidad que de un modo u otro damos por válida viviendo en ella, una realidad marcada por el sálvese quien pueda, por las comodidades de unos pocos a costa del sufrimiento de la mayoría, por el trabajar un tercio del día y anhelar esta condena que para colmo parece un privilegio entre tanto paro (y tanto más que vendrá), por la eliminación a fuego lento o a fuego rápido de libertades y la normalización del fascismo y el odio, hasta un punto tal que en una misma semana un primer ministro israelí defiende a Hitler y el parlamento canadiense ovaciona, dejándose las palmas en ello, a un nazi casi centenario, visiblemente emocionado ante semejante detallazo. En la poética de Lefebvre este inquietante presente se encarna en la figura de un padre que viene y va y al que beber la otorga una confianza despiadada en su visión de lo que debe ser y de lo que es, un padre que destruye e ignora, o ignora y destruye, y prospera navegando plácidamente sobre la ola de una estirpe de la élite que a su paso va ahogando a generaciones de nadies. Quien protagoniza este libro tal singular se enfrenta a él, a ese presente depredador, ofreciendo diez lecciones de supervivencia para jóvenes poetas que tratan de hacer de la poesía un arma, o mejor, un escudo.
Una de las lecciones, la tercera (“Poetas, escribid poemas nacionales, es lo más seguro que hay”), parece conectada con los célebres versos del poeta Enrique Falcón en su poema España y poesía, viejita y regañada: “En mi país cocido de lejos buenamente con las tripas afuera / los poetas comen jeringuillas con leche / carne de avestruz / brotan de las cuevas con un poco de saliva / se derraman por el campo como niños sin dientes. / En mi país cuchillo en las trenzas de los buenos empresarios / no hay huelgas generales: los poetas las evitan con un trapo en la boca / brotan de las cuevas con temblores de piel / y lamen los cercados de los hombres ricos. / En mi país castigo en periferia de los barrios más bellos / se prohíben cosas que no sean de madera: / con blancos mondadientes se arrancan los colmillos / los poetas honestos de todo el país / brotan de las cuevas con los párpados mudos / para luego calmarse con trescientos espejos / los poetas honestos de todo el país. / Mi / verdadero conflicto: / que me muerden mis versos, / que no tengo país”. Otras lecciones tienen que ver con el poder de la palabra para envenenar y con el riesgo de dejarnos vencer por los falsos discursos sobre la falsa libertad: es mejor huir de estos cantos demoníacos que solo buscan embaucarnos y arrastrarnos al lodo en el que ellos, los otros, habitan.
Esta Poética del empleo va dirigida en gran medida a esa clase media que de un modo tan preciso como divertido la autora califica como consumidores de cápsulas de café, la clase de quienes han hecho del café en aluminio, preparado en cuestión de segundos, su bandera: bien pensado en ese café se encuentra todo, la velocidad y el engaño, el estrés, la pérdida de sabor, el residuo innecesario, la pobreza enmascarada, la zanahoria. Cápsulas de café con nombres exóticos en cajas con letras en relieves dorados o plateados que nos hablan de un producto que identificamos con el estímulo para despertar rápido, para abrir los ojos y acelerar la productividad y luego mantenernos despiertos para seguir produciendo y así hasta caer rendido al final del día sobre un sofá y de ahí a la cama, y vuelta a empezar.