Ya hay restaurantes que se niegan en redondo a cobrar individualmente a cada uno de los 27 comensales de una misma mesa
Y es que cóbrame lo mío, además de ser una frase de mafioso de guardería, supone un quebradero de cabeza importante para los locales: 27 cobramelomíos en la barra, desmenuzando lo que han comido como si estuvieran en la consulta del gastroenterólogo, aportando análisis de heces si es necesario, generan una cola innecesaria, ocupan un tiempo y un espacio claramente deficitarios para el local.
Además, al último de la fila se le queda cara de visita al proctólogo, es a él a quien se le endosa esa ensaladilla huérfana, ese solomillo trinchadito al centro, esa copa de coñac, no importa que él sea abstemio.
Por ende, esta práctica exige a los camareros que ya tuvieron que estudiar la carrera de filología inglesa y la de psicología, con especialidad clínica, un máster en microeconomía aplicada, en coste variable, fijo, medio y marginal.
Por tanto, lo que se recomienda a los grupos es dividir la cuenta y pagar a pachas, no importa lo que hayas tomado, evitando mirar mal al compañero que pide como si no hubiera un mañana.
A pachas a menos que haya algún pachá en el grupo. Recuerdo que, con veinte años, estudiaba cine en Barcelona, y uno de nuestros compis de la escuela era un notario que fumaba en pipa. Sin que nos diéramos cuenta, se deslizaba hasta la barra y pagaba las consumiciones de todos, con discreción de notario, echando una firmita, como si estuviera devolviendo al universo todo lo que el universo le había dado, como si el tonto de Coehlo existiera ya entonces.
No es habitual.
Claro que el protocolo a la hora de pagar en bares y restaurantes no está claro, afortunadamente, sino este artículo lo estaría escribiendo en alemán.
Sí existen no obstante algunas leyes no escritas. Cuando quedas con alguien para un posible trabajo, es la parte contratante de la primera parte la que se espera que invite. Aunque la otra parte debe hacer el amago de pagar. Es importante la escenificación, qué gran pegamento social es el fingimiento.
Otra de esas leyes no escritas dice que cuando estás en tu ciudad o en tu barrio, pagas tú, desenfundas primero con cara de este es mi territorio, forastero.
Entre amigos de confianza, las reglas se vuelven más laxas, los hay que pagan siempre a medias, y otros alternando, hoy tú y mañana yo, confiando en la amistad como regulador natural y en que a ciertas horas qué importa quién pague si la amistad está por encima de todo, cagoendios cómo te quiero tía, y Asturias patria querida, etc.
También están los que acabaron a navajazos insistiendo en pagar, que invito yo, que de eso nada, que invito yo. Y como la tierra es redonda, entraron en un bucle y lo que era un gesto de amistad se convirtió en un duelo de billeteras bajo el sol. Muy a lo Xavi Castillo: “aixó ho pague jo”.
Nota para un relato: una pareja enamorada que quiere quedar tan bien el uno con el otro, ser tan arrebatadoramente perfectos a ojos del amado, ser el que con más entrega ama, que acaban odiándose ferozmente.
Y es que en las citas, todo se complica. Es verdad que hay un tufillo anticlímax en eso de pagar cada uno lo suyo en medio de la tensión sexual, supongo que porque un polvo, aunque sea sólo un polvo, siempre implica un nosotros, así dure diez minutos. Dos cuerpos íntimamente enlazados están tan lejos del amícobramelomío.
Claro que también hay un tufillo a prostitución en eso de que el varón pague por decreto.
Nota: cómo ser independiente sin caer en el individualismo, cómo ser generoso sin ser imbécil, cómo no pedir respuestas trascendentales a un artículo frívolo.
Yo he observado científicamente, empíricamente, en el programa First Dates, que la mayoría de las mujeres están encantadas de ser invitadas a cenar. Es más, si no sucede, se sienten defraudadas. Podríamos meter aquí la morcilla de la compensación simbólica por las dificultades históricas y endémicas del acceso femenino al mercado laboral pero no lo vamos a hacer.
También se han dado casos contrarios. La cita entre una pareja de guapos iba bastante bien hasta que llegó el momento de pagar. Él quería invitarla pero ella le pidió que no lo hiciera, que no le gustaba que la invitaran. Él no hizo caso y ella acabó dándole calabazas: no era lo que andaba buscando, dijo.
En el otro extremo, una concursante llegó presumiendo de no llevar ropa interior y, en un momento dado, puso las bragas sobre la mesa. Cuando su cita quiso que pagaran a medias la cena, casi le da un ictus, y por poco no le obliga tragarse las bragas, así a palo seco.
Del problema de quién paga la cuenta solo se libran los que hacen simpas, como esa banda organizada que actuaba en salones de bodas y bautizos y huía del escenario del crimen haciendo la conga, justo antes de subirse a sus coches de alta gama.
O ese ciudadano suizo que cenó en el Bulli, dijo que iba al coche a por tarjetas de visita y haciendo un magistral oxímoron, además de un simpa, nunca más volvió.
Contaba un camarero que tres guiris en las Ramblas echaron a correr para no pagar las jarras de cerveza pero, con las prisas, olvidaron una mochila con dinero y un pasaporte dentro. Volvieron un poco como Cospedal a la rueda de prensa del otro día.
Claro que los hay honrados también. Un cliente de un bar de Ávila hizo un simpa porque perdía el autobús. Cuando recordó que se había ido sin pagar, mandó 20 euros por carta para abonar el bocadillo, la ensaladilla y la bebida que había tomado.
En fin que pagar o no pagar la cuenta, that is the question. Aunque no toda.