Escritor, periodista y hermano del también escritor y periodista valenciano Abelardo Muñoz, el trabajo literario de Oswaldo Muñoz había permanecido sin publicar, solo al alcance de los ojos de unos pocos, hasta ahora
VALÈNCIA. La lista de escritores que no llegaron a ver su obra publicada es tan larga que abruma, lo cual, a poco que uno rasque en esta tragedia, conduce a pensar en cuántas manuscritos de mentes brillantes habrán quedado en un cajón, en una carpeta, en libretas ahora amarillentas y en proceso de desintegración. ¿Cuántos textos estarán ahora mismo acumulando polvo en trasteros, cajas y baúles, condenados a no ser nunca encontrados? Perecerán maravillosas novelas, poemarios y obras de teatro como lágrimas en la lluvia, en alguna mudanza, o tras la muerte de quienes ahora las guarden, incluso sin saberlo. Imagino estos textos que ahora mismo se consumen, y pienso en todos los que lo habrán hecho ya. ¿Qué maravillas habremos perdido por el camino? ¿Cuántos géneros nuevos ya nadie creará? Cuántos personajes con capacidad para pasar a la posteridad, como el póstumo Ignatius Reilly, el inadaptado protagonista de La conjura de los necios de John Kennedy Toole que le valió a su autor el Pulitzer cuando ya andaba criando malvas.
Esta certeza de lo perdido me genera el mismo desasosiego que especular acerca de lo que me perderé del futuro. Sin embargo, en el caso del futuro, no albergo ninguna esperanza de que cambie mi suerte -no voy a ser inmortal-, pero en esto de las obras a las que no se les ha dado la oportunidad de nacer, de ver la luz, sí que me consta que hay solución. Está en manos de las editoriales y de los allegados a esos escritores y escritoras que aún sin publicar, ya deben ser considerados como tales. Es fácil distinguirlos, si uno se fija. Cuidado con extraviar sus libretas u ordenadores en caso de que fallezcan, pueden contener un tesoro. Tema aparte es saber qué se debe intentar publicar y qué dejar en el papel: para eso están los amigos y familiares con sensibilidad literaturia que conocieron bien al difunto. Mucho de lo que se escribe no merece ser publicado, otro tanto es personal -aunque no son pocas las editoriales y los titulares de derechos sin escrúpulos que se lucran a base de airear correspondencia privada o diarios-. Es cuestión de sentido común, y de buena intención.
El nombre de Oswaldo Muñoz, periodista y escritor nacido en Valencia en mil novecientos cincuenta y cuatro y emigrado a París en los setenta, ciudad en la que murió repentinamente en dos mil once, podría haber formado parte de la lista que mencionábamos al principio, de no ser por el buen hacer de los editores de Leteradura -Toni Moll, Víctor Segrelles y Carmen Monteagudo-, de la mujer e hija que dejó tras de sí, y de su hermano, el también periodista y escritor Abelardo Muñoz, de importancia capital para nuestra ciudad, autor de innumerables y fantásticos trabajos periodísticos -sus crónicas se estudian en la Universidad- y también de muy buenos libros -ensayos, colecciones de relatos y novelas-. Ideológicamente parecidos y vocacionalmente muy cercanos, sus vidas literarias sin embargo han discurrido por caminos distintos. Así como Abelardo se reconoce más periodista que escritor, dice de su hermano que fue mucho más escritor que periodista, pese a haber elaborado artículos veinte años para El País en los que descubría joyas de la cultura francesa.
El joven Oswaldo, que vivió su infancia y adolescencia en la “florida Gran Vía Germanías”, como él mismo la recordaba, que coincidió con los poetas Leopoldo Panero y Eduardo Hervás, y con el cineasta Antonio Maenza con diecisiete años, a la sombra de los magnolios de la Glorieta, llega ahora a nosotros a través de los aforismos publicados bajo el título Trabajos forzados, en una bonita y cuidada edición del sello Leteradura. Leer a Oswaldo Muñoz es, en palabras de su hermano, ser traspasado por un estallido, dejarse arrastrar por corrientes de pensamiento que son a la vez corrientes de amor. De una anécdota hace Oswaldo un relato, de una situación cotidiana extrae este autor el material para componer una de estas historias que bajo la máscara de normalidad y calma esconden una profunda erudición y una irresistible mezcla de sentimientos encontrados: Oswaldo se marchó de su país para fundirse con la rebeldía y la libertad francesa, pero a pesar de ello, le seguía doliendo su país, como a Machado. Tanto es así que tras décadas de seguimiento silencioso al otro lado de la frontera, como consciente de los cambios que tenían que venir, sintió la necesidad de votar en unas últimas elecciones.
Oswaldo, que llevaba en la sangre la pasión por la pintura, que reprodujo el Guernica tantas veces como compradores entre los amigos de su padre tuvo, llegó a asegurar que dejaba la literatura al fin en manos de su hermano Abelardo. Pero no fue así; la literatura le acompañaría toda la vida, de la misma manera que fue parte esencial de la vida de su padre Abelardo Muñoz Chirivella, republicano vencido y escritor sin oportunidades. Asegura su hermano que el joven Oswaldo risueño desapareció un buen día, que no se explicaba por qué, y que no fue hasta leer estos textos que componen Trabajos forzados que no se dio cuenta que la sonrisa seguía ahí, solo que camuflada de literatura. Estos aforismos, desprovistos de artificios innecesarios, nos asaltan y nos conmueven, nos arrancan una sonrisa y luego un gesto de incomodidad. Son, al fin y al cabo, pensamiento puro, letra real: “A Hölderlin le parecía sospechosa «nuestra forma de irnos del reino de los vivos envueltos en un embalaje cualquiera, en lugar de haber sido (antes) devorados por las llamas y expiar la falta por no haber sabido dominarla». Le extrañaba desaparecer impunes, de balde. Irnos como si nada. ¿Condenados o absueltos? ¿Pero a qué enigmática falta se refería el escritor, cuya infracción fue o es atroz para merecer semejante castigo, y desde su punto de vista, merecido?”.
Oswaldo Muñoz, que se marchó sin tener ocasión de ver cómo su obra acababa impresa y encuadernada, abandona la lista de los posibles con este libro, antesala de otras publicaciones que seguro, vendrán. La literatura gana una firma, y un manuscrito escapa del cajón del silencio.