VALÈNCIA. Dicen los exhibidores y las cuentas de taquilla que los estrenos de Barbie y Oppenheimer en la misma semana están llevando tanta gente a las salas de cine como en la época prepandemia. Y, si nos paramos a pensarlo, no deja de ser algo soprendente, teniendo en cuenta las películas que son. Quiero decir que no estamos hablando de un nuevo episodio de Star Wars, ni de la enésima superproducción de Marvel o de Disney. Ni siquiera del último artefacto de la saga Misión Imposible, que acaba de estrenar la parte 7 o 6 1/2 o 7,5, qué más da, y a la que falta lo suyo para llegar a las cifras de Barbie. No, nada de esto. Estamos hablando de dos películas que no forman parte de ninguna saga o serie, que no son una pieza más de una franquicia, sino obras autónomas y originales escritas para la pantalla por cineastas con una marcada huella autoral y vocación inequívocamente comercial. Y esto es bueno.
Las franquicias han inundado las salas, todo es precuela, secuela, spin off o reboot, y todas son variaciones, con mayor o menor fortuna, de la misma historia. Han arrinconado a una esquina de la cartelera o a las plataformas a un cine más personal, de historias más adultas (sí, más adultas) e independientes. Pero ahora, Barbie y Oppenheimer, tan distintas entre sí, rompen con esto. La duda es saber si ese efecto perdurará y el público seguirá eligiendo relatos originales y haciendo cola en títulos no pertenecientes a franquicias.
Cierto es que la campaña publicitaria de ambos films, y más marcadamente la de Barbie, ha sido descomunal, pero, en realidad, las de todas estas franquicias lo son, así que algún elemento diferenciador o un plus deben de tener, como lo constata la coincidencia con la nueva de Misión imposible.
Mucho antes del estreno, redes y medios enfrentaron ambos títulos por el el simple hecho de que se estrenaban el mismo día. Otro ejemplo estúpido de la visión hipercompetitiva capitalista aplicada a la cultura. Parecía que solo podía quedar una, como si hubiera que elegir y fuera imposible ver las dos, fíjate tú qué capricho del público, ver dos películas diferentes. No sé hasta qué punto esto fue una operación comercial de las empresas ni me he puesto a averiguarlo, porque lo interesante (esto era lo estúpido, como he dicho), vino después, cuando la gente decidió que qué tontería era esa y que nada de Oppenheimer o Barbie, sino Barbieheimer o Barbenheimer. ¡Bravo! Memes mezclando los carteles y las imágenes de ambas películas y hasta imaginativos tráilers conjuntos. Por supuesto que sí, disfrutemos de la variedad del cine porque no hay ninguna necesidad de elegir.
No digo con ello que no haya un buen ejercicio de comparación entre ambas, aunque no por la fecha de estreno. Proponemos uno, que tiene que ver con el género y que es particularmente fértil. También tiene que ver con lo que está sucediendo en la taquilla. En un lado, el muy masculino y grave cine de Christopher Nolan, siempre protagonizado por hombres, un autor que no se caracteriza precisamente por construir buenos personajes femeninos y que, para muchos espectadores, principalmente caballeros, es el culmen de la creación cinematográfica de nuestro tiempo e incluso de tiempos pasados: para muchos, el cine parece nacer con Nolan. Si no me creen, dense una vuelta por los foros de cine de internet, la mayoría de ellos campos de nabos, donde Nolan es dios. Y en el otro lado, el muy femenino mundo, incluso hasta la caricatura y la hipérbole, de Barbie, servido por una cineasta indie (por lo menos hasta ahora) y feminista. Y es que Barbie, un blockbuster que se aleja del mundo claramente masculinizado del blockbuster y reivindica la cultura popular femenina, esté triunfando de ese modo rotundo en las pantallas tiene muchas implicaciones.
El triunfo de Barbie está sonando a muchas mujeres, especialmente a las más jóvenes, a gloria bendita, a ajuste de cuentas histórico, ante la forma en que se han despreciado y ridiculizado socialmente signos culturales e identitarios femeninos frente a los masculinos, el "es cosa de niñas" de toda la vida. Que sí, que Barbie y el rosa y la purpurina y los complementos son frívolos, pero no lo son más que Fast and Furious con sus coches tuneados o Batman y sus cachivaches.
Va a pasar tiempo hasta que seamos capaces de entender en toda su magnitud el fenómeno Barbie. El modo en que la fantasía dirigida por Greta Gerwig y coescrita con Noah Baumbach está conectando con gente tan diversa va más allá del impulso de verla únicamente por curiosidad, por saber que ha hecho una cineasta indie y feminista con una muñeca como Barbie, símbolo del sexismo y el consumismo. Además, eso solo opera para quienes sabemos quien es la autora; una gran parte del público no lo sabe ni le importa.
Que la película resulte imposible de clasificar y sea de una complejidad inesperada no añade más que interés a la cuestión. Barbie es, como se ha señalado, una operación comercial de Mattel (la fabricante de la muñeca forma parte de la producción), pero es muchas otras cosas. Y así, con Mattel en medio, toma como punto de partida todo lo negativo que la muñeca representa para construir una fábula abiertamente feminista y antipatriarcal de género fantástico y, tambien, musical. Y no es una película infantil. Lo ha explicado perfectamente Ana Requena Aguilar en un artículo y yo no encuentro mejor forma de decirlo: "[la película] conecta con un mundo que ha cambiado y en el que [las mujeres] hemos identificado las razones de nuestros malestares, pero en el que tampoco queremos participar de la quema de nuestros símbolos femeninos, darles la razón a quienes siempre han criticado y ridiculizado 'las cosas de chicas'." Tiene muchas capas Barbie y es un precioso ejemplo del desafío que supone no solo analizar, a veces simplemente entender, cómo funcionan las obras culturales hoy en día, donde caben blockbusters comerciales de autor (de autora en este caso), y de tesis, términos casi antitéticos hace solo unas décadas y aún hoy para una parte de la crítica.
Vamos acabando. Que el público vuelva a llenar salas de cine con títulos fuera de las franquicias es bueno, ahora solo hace falta que se mantenga la tendencia. El único problema, y es muy viejo, pero se ha visto agravado tras la pandemia, es que solo se vean determinadas películas, las que conllevan brutales operaciones de márquetin. Mientras tanto, obras magníficas, de las que no vienen de Hollywood y cuentan el mundo de otra manera, pasan desapercibidas. Y por eso, el final de este artículo va a estar dedicada a dos de ellas, actualmente en cartelera, con la petición de que vayan a verlas, antes o después de Barbieheimer, porque nadie debería perdérselas y todo el mundo tendría que disfrutarlas en las salas: Entre las higueras, de la directora tunecina Erige Sehiri, y El regreso de las golondrinas, del cineasta chino Li Ruijun. De nada.