La colección 33 1/3 de Bloomsbury que recorre los mejores discos de la historia de la música popular contemporánea ha dedicado un volumen a Sin documentos, de Los Rodríguez. Un disco clave en la España de los 90, aunque no tuviera el éxito inicial que merecía. Calamaro y Ariel Rot quisieron volver a las raíces de la música latina y española en una época en la que las nuevas tendencias en España estaban rendidas a lo anglosajón
VALÈNCIA. Echando la vista atrás, mis mejores momentos vividos como melómano adolescente fueron siempre en situaciones inesperadas. No controladas. No pendientes del qué dirán. Al inicio de los 90, descubrí montones de grupos y estilos, propuestas mainstream, otras rompedoras, escenas underground adictivas, de todo... pero las epifanías me llegaron con lo no programado. Me estremecí de la cabeza a los pies cuando escuché Triana por primera vez, una cinta de casete que me grabó el vendedor de frutos secos de la galería de alimentación de mi barrio. En otra ocasión, escuchando Disco Cross tranquilamente, grabando las canciones que iba poniendo Mariano García, porque no tenía dinero ni amigos con mis gustos para obtener música de otra forma, sonaron unos españoles que no eran metal y desde el primer segundo me engancharon: unos tales Extremoduro. Todo esto siendo fan del metal en sus expresiones más crudas.
En esta época, dentro de estas sorpresas no previstas, también me entraron por las orejas sin oposición Los Rodríguez. El clip de Sin documentos en Los 40 Principales me encantó desde la primera escucha. Estaba completamente metalizado, con mis Slayer y Kreator en esos años, pero le tuve que pedir por favor a un compañero del equipo de fútbol que me grabase ese disco. Poco después, entre las pocas cosas que tenía en la estantería que no eran metal extremo, estaba esa cinta.
Dos décadas después, entrevisté a Calamaro en La Latina, cerca de su casa. Fue posiblemente la edición más larga de una entrevista que jamás haya realizado. Llevó años ponerse de acuerdo con él para publicarla. En sus palabras había poco triunfalismo con aquel disco. En realidad, Los Rodríguez no pegaron el pelotazo que luego dio él en solitario. Se quejó de que el rock había desaparecido de las críticas de discos de los periódicos, las televisiones y las radios. Además, ellos eran "demasiado viejos y demasiado yonquis para cualquier compañía de discos". Eso les decían. Más jóvenes, podían haber dado el pego que dieron Tequila en su día, aunque su extraordinario primer disco quedó eclipsado por la vertiente teen idol o fenómeno fans. Un "pop rock juvenil prefabricado" tuvo más oportunidades, me dijo Calamaro, que su grupo, o Héroes del Silencio, que era el único combo local del que se veían camisetas (habría que añadir Los Suaves).
Actualmente, ignoro el recorrido que estará teniendo Sin documentos entre los que reviven la época o la descubren ahora, pero la célebre colección 33 1/3 de Bloomsbury, en su sección europea, le ha dedicado un volumen escrito por Héctor Fouce y Fernán del Val, académicos autores respectivamente de El futuro ya está aquí y Rockeros insurgentes, modernos complacientes. El ensayo pone el acento sobre cómo Calamaro y compañía supieron introducir elementos de las culturas locales, española y argentina, en un género anglosajón como el rock. Para empezar, por el nombre, el término "estar de Rodríguez" viene de una tendencia cinematográfica de los 60 derivada de la película El cálido verano del Sr. Rodríguez (Pedro Lazaga, 1965) en la que José Luis López Vázquez representaba al "oficinista español aburrido, reprimido, calvo y bigotudo" que fue todo un arquetipo. En este tipo de comedia, se quedaba solo en verano y aprovechaba para intentar ligar y hacer todo lo que no podía cuando estaba su familia presente. Parece que a los miembros del grupo les pareció una idea rancia y anticuada, pero funcionó. Yo dudo que mucha gente sepa que ese nombre hace referencia a "estar de Rodríguez".
El otro gran personaje a tener en cuenta era Ariel Rot. Al también argentino, el éxito desmesurado de Tequila y el descontrol nocturno de los primeros ochenta en la capital se le habían atragantado y decidió regresar a Argentina. En los 90, este era su segundo asalto a España. Sin embargo, el país había cambiado notablemente. Ahora la sociedad estaba mucho más abierta al exterior, a sus tendencias y se podría decir que, al mismo tiempo, sobre todo entre los jóvenes más inquietos, existía cierto rechazo a lo inmediatamente anterior. Ya no solo era un cambio de época, sino que también se empezó a cantar en inglés para marcar la distancia con todos los éxitos de años anteriores.
De ahí vino la incardinación de Los Rodríguez. Los nuevos grupos españoles o seguían apegados al rock urbano indestructible, o tiraban por punk, heavy metal y hard rock, indie, noise o grunge. Si hubiese que buscar grupos en su línea serían Sabina, Los Ronaldos o Gabinete Caligari, pero ambos en la década de los 90 estaban más cerca de su declive que de sus mejores años. Jaime Urrutia, de estos últimos, según revela el ensayo fue una gran influencia en Calamaro por cómo introducía elementos del acervo popular en sus canciones. El argentino bajo su inspiración no quiso escribir para un público conocedor del lenguaje y canon rockero, sino para la gente que llenaba las verbenas y las fiestas populares, que por aquel entonces seguían siendo un elemento genuino de la vida madrileña y no algo tan controlado, acotado y comercializado como después. Por su parte, el viaje de Sabina hacia ritmos latinos, como la ranchera o el bolero, mientras se servía de Dylan o JJ Cale, también hicieron mella en la forma de ver el rock del argentino.
Otra gran influencia fue Antonio Flores, amigo del grupo y compañero de correrías, y que siempre estaba tocando rumbas. Aunque la gran influencia que recoge el ensayo fue la de Chiquilla, del grupo valenciano Seguridad Social, que supo evolucionar con éxito del punk a una propuesta comercial apegada a la tierra y, por supuesto, de escaso estatus para la crítica.
En mi opinión, y como se señala posteriormente en este libro, esas visiones versátiles más que enseñarle a un argentino lo que podía hacer, se lo confirmaban. La historia del rock en ese país estaba llena de ejemplos de hibridaciones, experimentos y propuestas que, si bien estaban dentro de cánones rockeros, desde el primer día, véase Almendra, buscaban su propio lenguaje.
Con Los Rodríguez, sin embargo, aunque el grupo en la grabación sintió que tenía buenas canciones, los sellos no mostraron gran interés por una propuesta que veían "desactualizada". Desde que se grabaron las demos hasta que DRO decidió lanzar el disco pasó un año, largos meses en los que sus miembros se desanimaron. Como contaba Ariel Rot, ya no tenían 18 años, eran treintañeros, la convivencia tenía muchas tiranteces, y entretanto Calamaro no paraba de recibir ofertas para lanzarse en solitario.
Alfonso Pérez, de DRO, hizo una puesta contracorriente. Warner era la propietaria de su sello, aunque les permitiera independencia, y previamente ya había dicho que no a Los Rodríguez. Pérez tuvo que lanzar un ultimátum, o los cogían o se iba. Produjo el disco Nigel Walker, que se sumaba a la nómina de productores anglosajones que querían darse una pátina de exotismo con grupos españoles, como Joe Dworniak con Radio Futura, Jarabe de palo y Kiko Veneno. Sostienen los autores que este tipo de encuentros puede considerarse una búsqueda de "legitimación anglófona de las hibridaciones". Una "validación de quienes se formaron en Estados Unidos e Inglaterra, los centros de la cultura del rock".
Para concluir, rematan los autores con que es un tópico decir que los grupos de rock se separan en su mejor momento, pero es que el disco más vendido de Los Rodríguez fue su recopilatorio de despedida de elocuente título, Hasta luego. 800.000 copias. La historia no es triste, como en tantas otras ocasiones, porque luego Calamaro tuvo una continuidad extraordinaria en solitario. La industria, por su parte, entonces sí empezó a buscar algo en esas coordenadas, los nuevos Rodríguez. Lógicamente, ya no hubo nada sorprendente o refrescante en sus hallazgos.