VALÈNCIA. - ¿Y una katana?
- ¿Una katana? Pero ¿cómo metemos una katana aquí? Estamos en un burdel de Tenerife
- Sí, qué mola mucho. En las pelis de Tarantino siempre hay katanas.
- Bueno, siempre no.
- Va, déjate de remilgos, metamos una katana. Son muy fotogénicas las katanas.
- Ea, pues katana.
Y ahí la tenemos. Cuando menos te la esperas, Sky rojo saca una katana, como podría haber sacado una tizona toledana o una espada láser de jedi.
Ese es uno de los varios momentos chocantes de una serie que, eso no se le puede negar, busca ser chocante y lo consigue. Vaya si lo consigue. A fuerza de exageraciones, giros de guion inesperados, momentos extravagantes, personajes elementales al límite, mucho ruido, mucha adrenalina, mucho colorido y mucha velocidad. Y chicas guapas y matones cachas y música resultona y sexo y violencia.
Eso es Sky rojo, la nueva producción de Netflix, de los creadores de La casa de papel, Álex Pina y Esther Martínez Lobato. La historia es simple: tres prostitutas (Veronica Sánchez, Laly Espósito y Yani Prado), se escapan del dueño del burdel (Asier Etxeandia) e inician una carrera hacia la libertad perseguidas por dos sicarios (Miguel Ángel Silvestre y Enric Auquer), mientras en flashbacks nos van contando sus historias personales. O Tarantino en Tenerife, que también se podría haber llamado así. Sí, una nueva imitación de Tarantino, como si no hubiera suficientes. Un cineasta al que aquí amamos y reverenciamos, aunque no a la plaga de producciones a lo Tarantino que ha propiciado su estilo.
La compañía productora de Quentin Tarantino se llama A Band Apart. Bande à part es el título de una película de Godard de 1964, quintaesencia de la Nouvelle Vague, y a la que la empresa de Tarantino claramente homenajea. ¿Qué por qué les cuento esto? Porque cada imitación de su estilo que llega a una pantalla parece olvidarse de la esencia de su cine para quedarse en la superficie. Y así salen. La esencia de su cine no es la Nouvelle Vague, por supuesto, sino un estilo construido mediante un profundísimo conocimiento, y disfrute, de la historia del cine y sus cambios, y en el que conviven Godard y el cine de artes marciales, el giallo y Centauros del desierto, el spaguetti western y Fellini, el slasher y Howard Hawks. Un cine profundamente autoral.
Tarantino es poseedor de una vasta cultura cinematográfica, una que no significa ser capaz de recitar repartos completos de películas de serie B, sino entender que hay muchas formas de contar una historia, estéticas diversas y muchas miradas diferentes. Ha construido un universo particular, completamente identificable por los espectadores. Sabe lo que quiere contar y sabe cómo y qué recoger de aquí y de allá para reconvertirlo en algo personal, propio y coherente. Sus elecciones formales no son superficiales, sino que corresponden a una forma de ver el mundo.
Tarantino no imita: recrea, recicla, asimila, reconvierte y luego lo devuelve siendo otra cosa diferente. Crea algo nuevo. Y por eso, aunque sus películas remiten a otras películas, su mundo no parece impostado ni anclado en el pasado, sino verdadero y, sobre todo, vivo. Todo esto explica que las pelis y series hechas a lo Tarantino estén tan lejos de la calidad del original, o que, por ejemplo, en Grindhouse (2007), el proyecto que concibió junto a su amigo Robert Rodríguez, su parte, Death Proof, resulte estimulante y original, mientras que la de Rodríguez, Planet Terror, luzca como un remedo lleno de clichés e imágenes mil veces vistas.
Hemos citado Death Proof, con la que Sky rojo tiene evidente relación. Como en aquella, las protagonistas de la serie española huyen de la violencia masculina, crean su propia comunidad femenina y expresan la sororidad. Pero lo que en Death proof invita a una reflexión compleja acerca de la sexualidad y el deseo masculino y femenino (nunca olvidaré la extraordinaria crítica que le hizo Jordi Costa en Fotogramas), en Sky rojo es cliché tras cliché tras cliché.
Entramos aquí en el resbaladizo terreno de la expresión de la violencia de género. Creadores e intérpretes de Sky rojo han destacado el carácter de denuncia de la explotación sexual y la trata de mujeres que la serie mantiene, y cómo ayuda a visibilizar una realidad que mucha gente no quiere ver. Es obvio que el argumento está del lado de estas mujeres maltratadas que buscan salir del infierno creado por sus proxenetas y sus clientes, faltaría más. Los diálogos lo expresan abiertamente en varias ocasiones, a veces con frases muy certeras. Muy bien. Nada que objetar. El problema surge cuando eso se da de bruces contra lo que las imágenes muestran, así que no es de extrañar que haya estallado la polémica en redes y artículos de prensa.
Y es que no tiene mucho sentido pretender esa denuncia cuando sus imágenes no dejan de mostrar una clara cosificación de los cuerpos femeninos y una hipersexualización no del todo justificada en el hecho de que sean prostitutas y parte de la acción suceda en un burdel. ¿Las chicas duchándose con la manguera en el lavadero de coches, uno de los clichés más manidos de la representación de la mujer objeto? ¿En serio? ¿Y ese primer plano de una mano masculina metiéndose entre las bragas de una mujer para luego oler los dedos? ¿O el proxeneta sacando un pecho de cada chica del burdel y la cámara ahí, impertérrita? Creo que apreciaremos bien la diferencia si pensamos en el tratamiento del tema que ofrece The deuce (2017), la serie de David Simon.
En la serie hay crudeza y provocación, no quiere dejar indiferente. No hay más que pensar en su primera frase: “Soy la puta favorita de un proxeneta, antes era ama de casa, y antes de eso bióloga”. O en el uso continuado de la palabra puta, con toda su contundencia, y en el muy explícito lenguaje acerca de las diversas prácticas sexuales. Solo que esa crudeza no acaba en denuncia porque los cuerpos de las mujeres en Sky rojo son espectáculo, el espectáculo de siempre, el de la mujer objeto, así como la violencia que sobre ellas se ejerce. Y la cámara se recrea en esas escenas.
Lo que acaba sucediendo es que, aunque las narradoras sean ellas y su voz nos conduzca, su relato choca frontalmente con lo que vemos, en una nueva demostración de que el punto de vista se construye con la cámara y no con lo que dicen los diálogos. Un punto de vista como el de los hombres que las desean, sean sus clientes o sus proxenetas.
En realidad, hubiera sido muy fácil ahorrarse la polémica. Basta con que no digas que quieres hacer una denuncia, ni nada de trascendencia social, cuando lo que estás haciendo, porque te apetece y puedes, es un divertimento adictivo, lleno de acción, adrenalina y clichés. Una serie a lo Tarantino, aunque él jamás hubiera hecho esos planos de los cuerpos femeninos, en todo caso, hubiera mostrado los pies, su fetiche particular. Un nuevo Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997), que no quiere cambiar el mundo, sino provocar el consumo bulímico, la irrefrenable necesidad de seguir, capítulo tras capítulo, mirando sin pensar.