VALÈNCIA. Cuando eres joven siempre aparece un álbum que conecta perfectamente con la rabia que llevas dentro. Es como un efecto llamada. Suena el disco, aumenta la temperatura de la sangre, el cerebro da patadas. Pero sólo cuando eres joven. A partir de cierta edad te identificas sobre todo con las oleadas de furia descubiertas tiempo atrás. Las conoces perfectamente, lo mismo que ellas a ti. Podría citar Never Mind The Bollocks Here’s Sex Pistols o el primero de Ramones, Songs The Lord Taught Us y algunos otros, puede que no muchos más, que, de manera instantánea, provocaban y provocan esa reacción tan poderosa. Surfer Rosa es uno de ellos.
Supe de los Pixies por la revistas inglesas. Su primer disco tenía una portada que incitaba a descubrirlo. El nombre del grupo era perfecto. Breve, ambiguo, contundente. La portada era un de Vaughn Olivier sobre una foto de Simon Larbalestier. El tono sepia y el aire surrealista de sus imágenes aportaba un distintivo visual a los diseños que Olivier realizaba para el sello 4AD. Me recuerdan a las fotos de Joel-Peter Witkin, me dijo Corcobado por aquel entonces, un día que estaba por València. Su discográfica era la misma que distribuía en España a los Pixies. Rápidamente se convirtieron en un grupo muy seguido aquí y, especialmente, en València. Las fotos tenían ese toque enfermizo característico de Peter Witkin, una estética que en ciertas ocasiones también se roza con la de Pierre Molinier. Aquellas portadas captaban con imágenes la violencia y la carnalidad de la música que aguardaba dentro de las carátulas.
A finales de 1987 se inauguró una tienda de discos que monté con mi hermana Raquel. Come On Pilgrim, el primer y recién aparecido disco de Pixies, fue uno de los títulos que ya estaban en nuestras cubetas cuando Deplástico abrió sus puertas. Supongo que venderíamos una copia, dos a lo sumo, pero gracias a ese vinilo, que sonó asiduamente en el plato de la tienda, descubrí al grupo. Sufer Rosa apareció a finales de marzo de 1988. Debió coincidir con la Semana Santa de aquel año porque lo asocio a esos días, cuando las ciudades se quedaban prácticamente desiertas por culpa de las vacaciones de la primavera. En medio de esa soledad, Surfer Rosa se convirtió en una epifanía. Toda aquella furia, salpicada de referencias al Viejo Testamento. Una violencia primaria que evocaba sangre, sexo y muerte.
Deplástico estaba justo al lado de Brillante, entre L’Eixample y Russafa, así que el contagio fue automático. Los Pixies se convirtieron en una de las bandas que sonaban habitualmente allí. No era un grupo fácil para un bar, más bien al contrario. Surfer Rosa podía espantar a los parroquianos lo mismo que la cerveza caliente. A cambio tenía ‘Gigantic’, una de las pocas concesiones del álbum al pop y la melodía. La música seguía siendo igual de áspera y espinosa, pero esta vez ofrecía un estribillo pop. Lo cantaba una voz femenina que hablaba de un amor gigantesco entre una mujer blanca y un hombre negro. Era la bajista Kim Deal, autora de la canción. Rebajaba la crudeza la música cuando hacía coros o doblaba la voz de Black Francis, el jefe del grupo. ‘Gigantic’ era el gran himno, una canción para estallar de gozo, independientemente de cuál fuera el origen de este.
Surfer Rosa estallaba como Abraham sacrificando a su hijo, como el Mar Rojo cerrándose sobre los egipcios cuando perseguían a los judíos, como el castigo divino a Sodoma y Gomorra. Era un disco viciado por el lado mórbido de la religión. Sexo prohibido, enfermedades venéreas, perversiones; el límite entre lo sagrado y lo profano difuminado entre manchas de sangre. Todas sus canciones conducían inexorablemente al pecado o lo celebraban de una manera salvaje. Y había algo en ellas (en la manera animal que tenía Black Francis de cantarlas, en lo descarnado de su sonido, en aquel frenesí instrumental) que apelaba a nuestros instintos más bajos, a los que están a ras de suelo. Hay algo en esas canciones que proviene de ese lado nuestro que preferimos ocultar. Surfer Rosa y gran parte de la obra de Pixies se originan en el mismo vórtice de la mente donde también se fraguaron las obras de Lynch. Surfer Rosa llegó poco después de Blue Velvet. Ambos eran como enfermedades raras, atractivas infecciones morales en un mundo mucho más inocente que el de ahora. Por eso nos gustaban tanto.
En algunas canciones, Black Francis chapurreaba un castellano aprendido en Puerto Rico, durante su estancia allí como estudiante de antropología. Había un tema, ‘Oh My Golly’, donde las expresiones en castellano eran tan deformes que dudabas de si no estaban escritas y pronunciadas así a propósito, para fracturar con saña el lenguaje: Yo soy playero pero no hay playa; Me hecho menos que vida; Dentro las piñones y las olas pequeñas. La surfista Rosa, a la cual identificamos automáticamente con la bailaora de pecho desnudo de la cubierta, era también un personaje lynchiano, que bien podría haberse cruzado en el camino de Perdita Durango unos años más tarde. Fotografiada por Larbalestier en la bodega de una taberna cercana a las oficinas de 4AD, con el mástil roto de una guitarra que perteneció a Cocteau Twins emergiendo de la pared como el brazo de un fantasma. Un álbum que era como una fantasía oscura esparciéndose invisible por las calles de L’Eixample, por las noches de L’Eixample, reposadas durante aquella semana santa de 1988.
Surfer Rosa sonaba furioso. Surfer Rosa sonaba salvaje. El rotundo golpe inicial de batería que inauguraba el disco ya te engullía. Las guitarras de Joey Santiago, el bajo hinchado de Kim. Y unos segundos después, la letra: “Estás tan bella cuando me eres infiel”. Después, el estribillo cantado a dúo por Kim y Francis como si fueran hooligans que se han quedado solos en un calabozo. Eres una máquina hecha de huesos. Canciones de incesto, voyerismo, masoquismo, los ismos usados por los Pixies provenían siempre del sótano de la moral. El río Eufrates y el Mar Muerto. Rockabilly y surf music, punk y pop, todo desmembrado y cosido entre sí, reciclado en una nueva, bastarda forma de rock & roll. En ‘Cactus’ un preso le escribe a su novia pidiéndole que se pinche con la púa de un cactus y le envíe un vestido manchado con su sangre. Bowie la haría suya años después, viva Bowie también por eso. Y sobre todo, esa canción enfermizamente bella, que comienza con un dulce aullido que cesa de cuajo. El riff de guitarra, el ritmo de batería, poco a poco va surgiendo el lamento que es ‘Where Is My Mind’’, que parece surgir de la desolación más absoluta. Y se te mete en el cuerpo porque parece que el grupo que la interpreta esté tocando en el salón de tu casa, en la oficina de la tienda, tras la barra de Brillante, una noche desierta de Semana Santa, sin procesiones ni flores, en València. Irritando a los guardianes de la moral y la corrección política que aún están por nacer.