VALÈNCIA. Ya tenemos en Netflix la muy esperada cuarta temporada de The Crown: la de Lady Di y Margaret Thatcher. El cisne y el dragón. Sus diez capítulos abarcan los once años del gobierno de Thatcher, de 1979 a 1990 y, aunque no alcanza el altísimo nivel de excelencia de la tercera temporada, o solo lo hace a veces, sigue siendo apasionante. Siento repetirme, porque ya lo dije por aquí en otro artículo dedicado a la serie, pero es lo que hay: aunque, como es mi caso, te importe un bledo la monarquía en general y la británica en particular, consideres que ninguna corona tiene razón de ser y las revistas del corazón no las leas ni en la peluquería, da igual, no puedes dejar de disfrutar y admirar la serie creada por Peter Morgan.
Margaret Thatcher es una de las grandes protagonistas de la temporada. El dragón del cuento. La gran Gillian Anderson la interpreta de un modo ciertamente controvertido y arriesgado, bordeando la caricatura y cogiendo de la mandataria los aspectos más extremados. Sin embargo, que esté tan en el filo no impide que haya momentos de gran intensidad dramática y de veracidad. Porque, como la buena serie que es, el retrato no es unidimensional ni facilón. El dragón también es madre, esposa y una mujer, no feminista, en un mundo de hombres.
La Thatcher de The Crown es una mujer severa, que ama el poder y a Inglaterra, solo que lo hace de un modo muy poco conveniente para la ciudadanía. La serie no esconde la dureza de sus políticas y la destrucción de los servicios públicos que llevó a cabo, hasta el punto en que, más allá de lo histórico, resulta una lección verdaderamente didáctica de lo que suponen las políticas neoliberales y el ultranacionalismo.
La otra protagonista es Diana de Gales, el cisne de la historia. La familia real que se ha quejado públicamente del tratamiento de la historia de Carlos y Diana, puesto que la serie muestra la bulimia de la princesa, sus amantes, el aislamiento de Diana dentro de la familia real y la malísima relación entre la pareja, además de un retrato nada complaciente del príncipe de Gales (magnífico Josh O’Connor) como un niñato inmaduro, aunque vaya para los cuarenta. La primera aparición de Diana es inolvidable, como un ser etéreo y casi mágico, medio escondido de nuestra mirada y de la de Carlos. Es como un guiño al mito para luego ir rompiéndolo con la cruda realidad, porque la serie es implacable y no hace ni una concesión al cuento de hadas. Y es que no hay cuento de hadas posible si vives en una cárcel.
La nueva temporada sigue consiguiendo lo imposible, y es que puedas empatizar con los personajes, compadecerlos a veces o comprenderlos dentro de su extraña lógica protocolaria sin dejar de sentir nunca que son marcianos, que su mundo es absurdo e irreal, que no tiene sentido. En realidad, que ninguno de ellos lo tiene. Esa sensación de extrañamiento acompaña inevitablemente el visionado y permite que, por ejemplo, nos sintamos identificados nada menos que con Margaret Thatcher cuando asiste, entre atónita e irritada, a la vida cotidiana de la familia real en Balmoral, en un capítulo impagable.
De ahí el uso abundante del montaje paralelo. No solo es un recurso narrativo muy eficaz, sino que permite expresar fácilmente la distancia insalvable que hay entre la vida encapsulada y rígidamente codificada de la monarquía y la del resto del mundo. No son pocas las secuencias en las que se va alternando lo que sucede en el seno de la familia real con sucesos o personajes que no forman parte de ella, como en el episodio siete, titulado Monarquía hereditaria, uno de los mejores de la temporada. Centrado en la hermana de la reina, la princesa Margaret, maravillosamente interpretada por Helena Bonham Carter, muestra su desesperación ante la inactividad a la que se ve forzada por su posición dentro de la familia real, convertida en una figura sin función alguna.
Desde el principio, su historia se entremezcla con imágenes de un centro con enfermos psiquiátricos en el que no reconocemos a nadie y solo vemos gente muy destruida tanto física como mentalmente, en planos que riman con lo que vemos de la vida palaciega: las reuniones familiares, las comidas, los paseos, etc. Es evidente que en algún momento se establecerá la unión entre esos dos mundos y entenderemos qué nos están contando, como así sucede y todo encaja a la perfección. Pero incluso sin saber de qué va esa historia ni quien es toda esa gente enferma, la potencia del montaje paralelo, el choque entre unas imágenes (las de palacio) con las otras (las de la institución mental), cada grupo en su encierro y con sus protocolos, conlleva una lectura acerca de la propia familia real.
Otro magnífico ejemplo es la sorprendente secuencia del primer capítulo en la que se intercalan planos de los miembros de la familia real cazando o pescando, cada uno de ellos en un lugar distinto. Los planos cada vez más cortos y cercanos y el montaje abrupto hacen que les percibamos como auténticos depredadores y habitantes insensibles de los bellos paisajes que les rodean. La escena culmina, apropiadamente, en un acto violento que no vamos a desvelar pero que adquiere matices inesperados gracias al montaje que lo precede.
Hay muchas muestras de sabiduría en la puesta en escena, como la conversación entre Margaret e Isabel en el capítulo 7, cuando la primera le pide a la reina, o más bien le suplica a la hermana, que le dé algo que hacer, que está preparada para asumir responsabilidades. El montaje de ese diálogo las mantiene separadas, filmadas en escorzo, cada una en un plano sin compartirlo. Hasta ahora, durante toda la temporada las hemos visto compartir espacio, confidencias o comidas. De hecho, uno de los mayores placeres que ofrece esta tanda de capítulos es ver interactuar a Bonham Carter y Olivia Colman (¿no he dicho aun nada de su extraordinaria interpretación? Que le den todos los premios) interpretando exquisitamente a esas dos hermanas tan distintas que han aprendido a convivir. Pero en esa conversación sabemos, porque lo vemos, la imagen nos lo dice, que eso se ha roto. Que Margaret va a quedarse sola y ya no hay lugar para ella.
De pronto, en el capítulo quinto titulado Fagan, estamos en una película de Ken Loach. Se trata de la historia de Michael Fagan, el intruso que se coló en la habitación de la reina en el palacio de Buckingham el 9 de julio de 1982. Nunca se supo de qué hablaron la reina y él, así que los guionistas han inventado ese diálogo, una escena que resulta imprescindible porque construye el contraplano de lo que hemos visto hasta ahora, es decir, lo que le sucedía a la gente real (de realidad, no de realeza) más allá de los muros del palacio. Esa escena es el envés de las tensas y envaradas entrevistas que Isabel sostiene, periódicamente, con la primera ministra.
Y qué mejor forma de contarlo que la del cineasta que más certeramente supo explicar los efectos de las terribles políticas neoliberales de Thatcher, Ken Loach. Con el tono y el estilo de Riff Raff (1990) o de Lloviendo piedras (Raining stones, 1993), seguimos a Fagan en su día a día, un desempleado que lo ha perdido casi todo, incluida su familia, y que decide contarle a la reina en persona la verdad de lo que pasa en el mundo. Y por todo eso y mucho más que ya no me cabe aquí es por lo que vale la pena ver The Crown. Solo queda desear que algún día en España podamos dedicar una serie así a la familia real. Sería una buenísima señal de salud democrática.